¿Qué diablos está haciendo la directora?
Isabel Coixet, con ‘Un amor’, y Elena Martín Gimeno, con ‘Creatura’, crean universos crudos y precisos, y a dos protagonistas que tropiezan con la misma piedra: la incomodidad que otros sienten hacia su sexualidad
Toda sexualidad adulta es de algún modo una sexualidad castrada. En la medida en que el deseo pasa por un embudo de restricciones y reorientaciones, pierde parte de su expansividad infantil. Aunque todos sufrimos esta limitación, la de las mujeres es una castración doble. Al imperativo de la normalidad se le suma la condena —desproporcionada y explícitamente femenina— al terror y a la pérdida. Deseo y miedo son indisociables en nuestra constitución psíquica. Aprendemos que, junto con la sexualidad, puede llegar también la violencia. Junto con el placer, el dolor. Junto con la curiosidad, la humillación. “Sexual” o “libre” pueden convertirse en “incómoda” o “excesiva”.
Los mundos de Creatura y Un amor no podrían estar más alejados. Líquida, la primera. Áspera, la segunda. La diferencia de texturas, tonos e intenciones entre ambas películas es evidente. También lo son las respuestas que suscitan. Mientras que Creatura busca la conciliación —entre los personajes, entre la obra y los espectadores—, Un amor es una dentellada sin remordimientos.
Pero tienen algo en común, además de haberles valido a sus directoras una nominación a Mejor Dirección en los premios Goya 2024. Isabel Coixet, con Un amor, y Elena Martín Gimeno, con Creatura, crean universos crudos y precisos, y a dos protagonistas que los atraviesan en busca de algo. En Creatura, Mila regresa al pasado de su infancia para entender el bloqueo sexual que sufre. En Un amor, Nat llega a un pueblo desconocido y empieza una relación quebradiza y obsesiva. Ambas tropiezan con la misma piedra: la incomodidad. Mejor dicho, la incomodidad que otros sienten hacia ellas, hacia su sexualidad.
“¡Me haces sentir incómodo!”, le espeta su padre a una Mila adolescente cuando ella le pregunta por qué no puede quedarse a dormir en casa de su mejor amigo. “No es normal que vayas así por la vida con tu edad”. “No es normal”, repite. Por la cabeza del padre pasa un batiburrillo de razones y convenciones: el miedo a que le pase algo malo, la falta de recursos para hablar de sexo con su hija, el hermetismo emocional que no ha sabido romper del todo, la mezcla de pudor y reserva que le han impedido tocarla desde que dejó de ser una niña.
“¡No es normal!” y “¡Me haces sentir incómodo!” resuelven la confusión y restauran el orden. El orden: la Mila adolescente rompe a llorar. Llora con un desconsuelo que le nace de muy adentro, de mucho antes, de cuando, diez años atrás, la Mila niña se abalanzó sobre la cama de sus padres para despertarlos con carcajadas y monerías, y, con la excitación de los juegos infantiles, empezó a restregarse contra ellos, canturreando su frase favorita del verano: “¡me bota la vulva!”, hasta que él, incómodo, perdió la paciencia y se la sacó de encima con un empujón, gritándole: “¡Hostia, te he dicho que pares!” y “¡Eso no está bien! ¡Eso no se hace!”
La incomodidad de los otros es la vara que mide la sexualidad de las mujeres —lo que estas pueden hacer y lo que no—, y también es una herramienta de control: censura y penaliza cualquier expresión de autonomía sexual que una mujer exhibe fuera del contexto o el formato “apropiado”. Por “apropiado” entiéndase: que no altere los ritmos ni los flujos del statu quo, que no provoque preguntas que puedan llevar a respuestas distintas de las establecidas, que no abra la posibilidad de ver o sentir las cosas de otra manera.
Creatura habla de la incomodidad, pero no es una película incómoda, ni quiere serlo. Crea un rosario de personajes complejos y matizados con los que resulta fácil identificarse. La película busca el entendimiento, el diálogo, la empatía. Un amor busca lo opuesto. Juega con la alteridad y no con la identificación: con lo opaco, lo ajeno, lo abyecto e incomprensible. Cada personaje es una pieza del rompecabezas que Nat habita sin interesarse en resolverlo: no quiere entender, ni dialogar, ni empatizar. ¿Qué quiere Nat? ¿Por qué se comporta así? ¿No se da cuenta de lo incómodo o inapropiado que resulta todo?
La película logra que estas preguntas no broten solo en las cabezas de los (estirados) vecinos del pueblo, sino que crucen también por las de los espectadores. No con el objetivo de juzgar a la protagonista, sino todo lo contario: con la esperanza de que los actos de Nat abran un boquete en el conglomerado de machismo y moralina que es el imperativo de la comodidad.
No deja de ser irónico que la escena final de Un amor haya despertado tanta belicosidad en algunas críticas. Hay quien la tilda de “desastrosa”, hay quien la supone un “auto boicot de la directora”. ¿Pero qué diablos está haciendo la directora?, parecen murmurar, con una mueca de disgusto o turbación. Respuesta: la directora termina su película. Acerca una mano al tablero de corcho y arranca la chincheta que mantenía a Nat clavada. La hace bailar. Un cuerpo que de pronto toma aire y se mueve sin buscar la aprobación de nadie, ni pedir perdón alguno. Hace lo que hace porque, como diría la Mila del pasado, “le bota la vulva”.
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