La legitimidad del árbitro
Si para afianzar la propia posición de un gobierno se subvierte la confianza en aquel estamos perdidos. Ningún poder está libre de críticas, pero estas no pueden partir de otro de los poderes del Estado
Que esta legislatura no iba a ser fácil se vio desde la intervención de Miriam Nogueras en el debate de investidura. El espectáculo de la actuación de Junts durante la aprobación del decreto ómnibus responde exactamente a los que todos vimos y escuchamos entonces por parte de la representante de Junts. Lo dijo en román paladino: nuestro apoyo no se agota en la investidura, dependerá de que satisfagan el peaje que les iremos exigiendo puntualmente a lo largo de la legislatura. Al parecer, la euforia de la conformación del nuevo gabinete y el largo proceso de lo que para Junts era una prioridad absoluta, la ley de amnistía, pudo hacerles creer que gozaban de un plazo razonable para poder contar con su connivencia en cuestiones que parecían más periféricas. Del mismo modo, no era de excluir que la inevitable complejidad jurídica de la tramitación de la amnistía podía encontrarse más tarde o más temprano con dificultades judiciales. Pronto veremos lo que da de sí este último incidente que tiene como protagonista al siempre polémico juez García-Castellón, aunque el señalamiento de este juez por parte de la ministra Ribera seguramente contribuya a enredar más el asunto.
En ambos casos ―la tozudez exhibida por Junts en la última votación en el Congreso y el traspiés con el Poder Judicial― se suscitan cuestiones que van más allá de los potenciales impedimentos a la gobernabilidad. Me refiero a la necesidad de tener que improvisar una narrativa que los racionalice, que los haga digeribles dentro del relato más general de la actividad de un gobierno. Gobernar es difícil, pero explicar por qué se hace de una manera y no de otra deviene a veces en algo aún más dificultoso. Sobre todo en estos momentos en los que la información ―y la opinión― fluyen casi sin control y la velocidad de la turbopolítica no permite apenas detenerse a pensar. ¿Cómo hay que adaptar los relatos para que los imprevistos en el camino no afecten a uno de los intangibles más valiosos de la democracia, la confianza? “La confianza es la respuesta a los límites de la previsión”, nos dice la teórica política Judith Shklar, es el cemento que nos une ante lo imprevisto. Debemos confiar precisamente porque no podemos saber lo que nos depara el futuro.
Hasta ahora, convencer a los propios o mantenerlos unidos se conseguía menos a través de discursos que abundando en la desconfianza hacia el adversario. En esto la polarización y el partidismo negativo han venido cumpliendo un rol fundamental. El último traspiés parlamentario con Junts y la perplejidad derivada de encontrarnos con versiones opuestas sobre cuál había sido el contenido exacto del acuerdo se fue diluyendo gracias a la recuperación de las actividades de la “policía patriótica” durante el procés, la pelota se pasó al PP. Es decir, se consigue la confianza de los propios reverdeciendo la desconfianza hacia el otro. El problema se plantea cuando a quien se tiene en frente no es a la oposición sino a otro poder del Estado, como ocurre ahora con el auto del juez García Castellón. Y esto ya son palabras mayores porque apuntan hacia algo que trasciende la lucha partidista, la propia salud del sistema democrático. Si para afianzar la propia posición de un gobierno se subvierte la confianza en aquel estamos perdidos. Ningún poder está libre de críticas, pero estas no pueden partir de otro de los poderes del Estado.
Recordemos que Sánchez accedió a la Moncloa gracias a la sonada sentencia de la Audiencia Nacional sobre el caso Gürtel, cuando el PP fue señalado como partido corrupto, algo que fue ratificado después por el Tribunal Supremo. Más tarde o más temprano casi todos los partidos se verán afectados por sentencias judiciales. Algunas podrán ser más criticadas que otras, pero no debería cuestionarse la legitimidad del árbitro cada vez que aquellas producen efectos políticos.
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