Galicia en el país de las maravillas
Frente al mensaje del PP de que todo está resuelto, el reto de la izquierda y los nacionalistas será movilizar al electorado progresista que no vota en las autonómicas
El PP de Galicia conquistó su primera mayoría absoluta en las elecciones autonómicas por un puñado de votos, en diciembre de 1989, bajo el liderazgo carismático de Manuel Fraga Iribarne. Acababan así nueve años convulsos, que habían asistido a la gestación tortuosa y la plebiscitación poco entusiasta de un Estatuto de autonomía de primera, de nacionalidad. Siguieron varios años de rivalidad entre Alianza Popular, que optó en Galicia por un regionalismo tibio y por aceptar el Estado de las autonomías, y una UCD en descomposición, parte de cuyos cuadros intentaron impulsar una alternativa nacionalista de centro en alianza con sectores del minoritario galleguismo moderado. Un PSOE en alza mostraba ya sus contradicciones: fuerza municipalista y falta de proyecto para Galicia. Mientras, una izquierda nacionalista dividida entre pragmáticos y radicales mantenía una presencia minoritaria, pero significativa. Fueron los intelectuales galleguistas y los sectores más pragmáticos de esa izquierda nacionalista, junto al neoautonomismo de conservadores y algunos socialistas galaicos, quienes dotaron de contenido una autonomía que había nacido con mal pie.
Fraga tenía una difusa idea para Galicia, más allá de ser una ínsula Barataria que compensaría sus frustradas aspiraciones en Madrid. Se dejó asesorar y articuló algo parecido a una idea de país, que pasaba por modernizar sus infraestructuras, promover el sector servicios —con la potenciación laica del Camino de Santiago como bandera— y adoptar un barniz institucional de galleguismo cordial, que pasaba por una potenciación del orgullo galaico, la autoidentificación, compatible con la identidad española y una descentralización funcional y profunda. Una Galicia fuerte en una España grande: una Baviera galaica, como la creada por su amigo Franz Josef Strauss. Fraga jugó además la baza de la identidad diaspórica, la galeguidade, por convicción y por el valor del voto emigrante. En sus numerosos viajes se permitía libertades: llegó a ser recibido con honores de jefe de Estado.
Eran años de maná europeo, de fondos de cohesión regional desde Bruselas, pero también de desindustrialización, desagrarización y abandono de sectores productivos estratégicos, vistos ahora como sobredimensionados. Hacia afuera, política de modernización, carreteras y equipamientos. Asfalto y cemento, pero poco conocimiento, repartido con criterios clientelares y poco eficientes. Fraga era visto como un gran patrón que había acabado con baronías provinciales, pero bajo su mandato se consolidó un entramado neoclientelar desde las diputaciones, en especial en Ourense y Lugo.
La hegemonía popular era tan incontestable como su arraigo en la sociedad gallega con una tupida red de militantes. A mediados de la década de 1990, el PP controlaba las diputaciones, la mayoría de las alcaldías urbanas, suburbanas y rurales. Persistían algunas áreas de dominio municipal del PSOE, y aldeas galas controladas por el Bloque Nacionalista Galego (BNG), organización con orígenes marxistas-leninistas y frentistas —la nación unida contra el colonizador—, que en esa década experimentó también un notable crecimiento. El BNG concentró el voto útil nacionalista, conservaba una militancia suficientemente extendida, adoptó una estrategia gradualista y pragmática, y contaba con un líder carismático capaz de contrarrestar a Fraga, Xosé Manuel Beiras. El nacionalismo tenía fuerza sindical, en los movimientos sociales y la cultura. Fraga impuso una ley que fijaba un 5% del voto para obtener representación en la Cámara gallega, y así imponer un bipartidismo a la británica. Paradójicamente, favoreció así la unificación del nacionalismo de izquierda, que se erigió en su gran opositor. Fraga versus Beiras: propio de república sudamericana, afirmaban algunos periodistas foráneos.
El ascenso del BNG lo convertiría en segunda fuerza a nivel autonómico, y los comicios municipales de 1999 redujeron la hegemonía popular en las ciudades. Las generaciones jóvenes y cualificadas, y las nuevas clases medias, parecían presagiar con su voto al BNG un cambio imparable. Se registraba también un aumento de la identidad nacional gallega, aun sin ser mayoritaria ni exclusiva, favorecida por la institucionalización de la autonomía. Y el fraguismo presentaba señales de agotamiento. La crisis del Prestige en 2002 reveló que la Xunta era incapaz de gestionar con eficacia una crisis medioambiental de enorme dimensión, y la ciudadanía reaccionó. El rey estaba desnudo.
Empero, la victoria de la izquierda nacionalista y estatal en las elecciones autonómicas de 2005 (PSOE y BNG) llegó con fórceps, ahora con el impulso del factor Zapatero. Eran tiempos de gobierno de Zapatero en Madrid y de cambio de liderazgo en el BNG, que tendió a la baja; y la experiencia de Gobierno bipartito entre 2005 y 2009 tuvo luces y sombras. Se enfrentó a intereses arraigados, intentó variar el rumbo de la política de terciarización y cemento, hizo apuestas en política agrícola, forestal, o energías renovables. Pero su talón de Aquiles era la visible rivalidad interna entre dos culturas políticas estancas, la socialista (municipalista, moderadamente galleguista y quizá federalista), y la nacionalista de izquierda, que cambió poco con los tiempos. Dos gobiernos paralelos a la greña.
Tras una campaña agresiva plagada de embustes, el PP reconquistó la Xunta en marzo de 2009. Su nuevo líder, Alberto Núñez Feijóo, no era Fraga, ni quería serlo. Su imagen era la de un tecnócrata con sentidiño, y volvió a una política de galleguismo cordial y superficial. ¿Idea de Galicia? Poca cosa, nada de autoidentificación y florituras pasadas. Gestionar lo que hay, terciarizar la economía, más turismo, y progresivos recortes en sanidad y educación. ¿Para qué reformar el Estatuto de autonomía, si la Xunta es para sus gestores poco más que una Diputación grande? La sujeción a las dinámicas estatales del PP fue en aumento, mientras que la red de subvenciones y favores se mantenía engrasada, y la Televisión de Galicia se convertía en un nodo con gaitas, para desesperación de sus profesionales. Mientras tanto, Galicia perdía habitantes. El futuro se confiaba a los peregrinos y a la invasión de parques eólicos, por encima de comunidades vecinales y costes medioambientales. La era feijoniana (2009-22) coincidió además con la disgregación de la oposición: la división del BNG, la astenia endémica del PSOE más allá del ámbito municipal, y la tocata y fuga de las mareas, que cercioraron cuán difícil es maridar las diversas culturas políticas de la izquierda más o menos federal y el nacionalismo de izquierda.
La marcha de Núñez Feijoo a Madrid dejó a su sucesor, Alfonso Rueda, una herencia golosa. Mayoría holgada, maquinaria de poder engrasada, oposición dividida ahora entre un BNG al alza, con un liderazgo joven y un mensaje soberanista pragmático con énfasis en cuestiones sociales, y un PSOE estable o a la baja. Sumar es una incógnita. El PP es cada vez más una sucursal de la calle de Génova, y su campaña electoral no oculta su objetivo: desgastar al Gobierno de Sánchez. Ciertamente, en el horizonte se otea alguna turbulencia: el trumpismo de cuchufleta de Democracia Ourensana, mayor amenaza que un Vox irrelevante más allá de su escasa claque de cabreados por el gallego. Pero el éxito mayor del PP es transmitir la sensación de que en Galicia todo el pescado, con o sin microplásticos, está vendido, y prometer estabilidad frente a un nuevo bi o tripartito, contubernio de Bildugás, sanchistas y podemitas. ¿Crisis de los pellets, deterioro de los servicios públicos, falta de futuro para la juventud, incertidumbres del idioma gallego? Caralladas. Galicia viviría en el país de las maravillas, las identidades compartidas y el rechazo a los excesos, sin toreros ni putinistas en consejerías. La mayoría natural, que diría Fraga, sería la que recogería el PP.
Frente a ese mensaje, el gran reto de nacionalistas, socialistas y Sumar será movilizar a aquel electorado progresista que no vota en las autonómicas, quizá porque aún cree que eso de la Xunta le concierne. Y convencer a la ciudadanía de que pueden gestionar juntos y de manera creíble una alternativa que lleve a Galicia de las maravillas a las oportunidades. Sin mago de Oz.
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