Lecciones de un escarabajo sobre el populismo
El debate público se ha inflamado e ideologizado. Todo el mundo quiere tener la razón absoluta y ni siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo en las palabras, las que fabrican lo que es posible hacer con la política
Acabo de descubrir el escarabajo tortuga de oro y estoy fascinada. No deja de recordarme a nosotros mismos.
Hace algunas semanas, unos agricultores bloquearon el desembarco del vicecanciller alemán en un remoto puerto, al que llegaba tras pasar la Navidad en una isla de seis kilómetros cuadrados y 90 habitantes próxima a Dinamarca. Robert Habeck, un político reflexivo y padre de cuatro hijos, tuvo que dar la vuelta hacia Hallig Hooge y solo pudo regresar al continente de madrugada.
Ese fue el pistoletazo de salida de las protestas de los agricultores contra los recortes del Gobierno, que se suceden también en otros países europeos. Los tractores tomaron avenidas y plazas y encabezaron filas de conductores cabreados. A esto se sumó la huelga de maquinistas. El agua, el hielo y la nieve, que dificultan moverse en bicicleta, hicieron que la opción más recomendable fuese quedarse en casa y tomarse una tila.
La tila ha venido bien además para seguir la actualidad. En algunas de estas protestas contra el Gobierno alemán han aparecido horcas y pancartas con eslóganes como “Al final siempre cae el rey” o “La democracia nos ahoga”, y discursos que, si uno entorna un poco los ojos, recuerdan a otros sobreactuados y llenos de aspavientos, bigote cual punto de admiración, en blanco y negro.
Se escuchó por ejemplo hablar de “remigración” (tal cual en alemán), una forma enguantada de decir deportación. Hace falta mucha tila para tragar todas las veces que se ha mencionado este palabro desde que hace unos días se ha sabido que en noviembre políticos de extrema derecha, neonazis y un par de millonarios se reunieron en secreto en una villa de Potsdam, la misma de la serie Babylon Berlin y no lejos de la mansión donde los nazis planearon la exterminación judía, para planificar la expulsión en caso de triunfo electoral de extranjeros, alemanes no germanos y personas necesitadas de reeducación hacia un punto impreciso de África.
2024 será año electoral para más de la mitad de la población mundial, pero sin duda para los alemanes, donde los esqueletos en el armario no paran de armar ruido. Sajonia y Turingia votan en septiembre. Alternativa por Alemania saltó hasta la segunda posición en ambos Estados en 2019.
Desde la noticia sobre la merienda confidencial, decenas de miles de personas se han lanzado a las calles para mostrar su rechazo tras lemas como “Mejor multicolor que marrón caca”, en referencia al uniforme nazi, y para defender la democracia ante el tsunami que prefiere la tierra quemada al esfuerzo intelectual de mejorar lo cultivado.
Hay un hilo de bilis negra que une estas protestas y también las pro/contra Israel, contra/pro Rusia, incluso las pandémicas. Existe una decepción con la cultura política que enlaza con la polarización que tensiona Alemania, Francia, España, Italia, Polonia, Hungría o Estados (des)Unidos.
Bien porque determinados grupos consideran que no se toman soluciones efectivas contra sus problemas, bien porque las redes sociales exageran la polémica, el debate se inflama, se aleja de los hechos y se ideologiza. Todo el mundo quiere tener razón y esta de forma absoluta. Renunciar se infravalora y equivale a sacrificio, nunca a liberación o verdad.
Ni siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo en las palabras. Golpe de Estado, nazi, sóviet, genocidio, dictadura, guerra, revolución... se usan sin medida o acuerdo, hasta causar sordera o disonancia cognitiva. Por ejemplo, ando perdida en lo que significa ya liberalismo: Hillary Clinton tiene poco en común con el ministro alemán Christian Lindner, ambos declarados liberales.
Son las palabras las que establecen lo que está bien y mal, lo que se puede decir sin resultar aislado, lo que fabrica el tejido de lo que es posible hacer con la política.
¿Es hablar de antisemitismo importado igual a islamofobia? ¿Es hablar de asimilación de inmigrantes igual a racismo? ¿Es decir papás y mamás discriminación? ¿Es posible hablar de esto sin despreciar al que opina diferente?
El camino entre una forma radioactiva de expresarse y una acción violenta, como arrojarle algo a un político, impedir que desembarque, empujarle o directamente dispararle, es muy corto y no todo el mundo tiene claras las líneas rojas. Cruzarlas es una desgracia.
Tenemos retos a los que solo se puede hacer frente juntos. Las olas polares, los incendios, los volcanes, las sequías, los virus no entienden de fronteras. Tampoco la inteligencia artificial apunta maneras. Esa convivencia respetuosa debe empezar por políticos y medios. Diría también por las redes sociales, pero tengo menos fe. El dueño de X describió su plataforma como “low-cost freedom” en una entrevista reciente. ¿Es esa la libertad a la que aspiramos, una de sálvese quien pueda, tonto el último que no pille asiento?
Aquí es donde la larva del escarabajo tortuga me viene a la cabeza. Aunque tiene el potencial de lucir un caparazón dorado, pasa parte de su vida cubriéndose literalmente con sus heces, en la esperanza de que ese escudo pardusco lo proteja de sus enemigos.
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