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tribuna
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El milagro de la vaca

En una época de burocratización de la solidaridad, cualquier práctica de fraternidad generosa parece extraordinaria

Un joven recoge estiércol seco de vaca en Sudán del Sur.
Un joven recoge estiércol seco de vaca en Sudán del Sur.ERIC LAFFORGUE (Corbis via Getty Images)

Ella fue la que se puso en contacto con él, por WhatsApp. Estaba preocupada porque el mismo día que tomó el vuelo de Jartum (Sudán) hacia A Coruña había estallado la guerra civil en el país africano. Él es guía turístico y los había acompañado, a ella y a su grupo, por los magníficos parajes de Sudán. Habían quedado maravillados por la enorme belleza del país, especialmente el espectacular paisaje del desierto de Nubia y las vistas al legendario Nilo. Les había contado que estaba a punto de casarse. Al ver por las noticias que la guerra no remitía, jaleada, al parecer, por el grupo Wagner de Rusia, ella decidió escribirle. Quería saber cómo le iba. Él le explicó que le había tocado en suerte no ir al combate. A cambio, tenía que alimentar a toda una prole familiar que había quedado desasistida. La boda quedaba pospuesta. Fue entonces cuando, espontáneamente, él comentó que sus problemas se aliviarían con una vaca.

Quizá en la decisión de ella influyó el hecho de que es hija de veterinario y además gallega, por tanto, sabe lo decisivo que puede ser tener una vaca para el sustento de una familia. Así que el fin de semana reunió a su marido e hijos y, tras un debate en el que prácticamente habló solo ella, porque los demás estaban, literalmente, ojipláticos, determinaron transferir una parte de sus ahorros para que el guía sudanés adquiriera una vaca. No esperaban nada a cambio. Fue un acto de confianza y de solidaridad, sin reservas ni matices.

Entre compañeros de trabajo hemos denominado a este gesto “el milagro de la vaca”. Lo definimos como un tipo de bondad innata no dirigida por la moral. Una sensibilidad espontánea, no interesada, de balde, fruto de una voluntad libre. Hemos llegado incluso a conclusiones teológicas. Decimos que, de existir, Dios está en ese gesto, es más, Dios está en esa vaca.

Puede parecer exagerado. Pero en una época de exaltación capitalista como es la actual, en la que externalizamos y burocratizamos la gestión de la solidaridad hasta el delirio, cualquier práctica de fraternidad generosa, de concordia espontánea de este tipo, comienza a parecer un milagro y, como tal, lo contemplamos con admiración y asombro.

En la actualidad se da también, sin embargo, otro modo de “fraternidad” menos generoso y más vengativo. Se practica desde la suficiencia moral. Es perezoso, “tribal” y tiene poco de libre. Pasa por apretar indiscriminadamente el gatillo del boicot hasta convertirlo en un arma de odio y de guerra cultural. De hecho, el modo en que el boicot se está alejando de la práctica pacifista original para convertirse en ideología de culpabilización social nos aleja de un “vivir juntos en paz” como principio regulatorio.

En plena conflagración mundial, en febrero de 1943, la filósofa Simone Weil publicó un artículo titulado La agonía de una civilización vista a través de un poema épico. En él compara la Ilíada con las epopeyas compuestas en francés durante la Edad Media. Escribe sobre el fanatismo que acabó con los cátaros y con la libertad espiritual en suelo europeo, bajo el yugo de las formas más groseras de la fuerza. Trata de comprender cómo toda una civilización, que apenas poco tiempo atrás había estado en auge, de repente agoniza en el clamor de la violencia. Es decir, intenta entender su época. Pudo haber sido de otro modo, reflexiona Weil, para quien la intolerancia no es una fatalidad, sino que es una elección, porque cada civilización, al igual que cada hombre y cada mujer, tiene “la totalidad de las nociones morales a su disposición”, solo tiene que elegir.

Optar entre la tolerancia y la intolerancia, entre “el milagro de la vaca” y el odio ideológico, enardecido por las redes sociales, depara dos futuros diferentes.

Desde hace décadas, pensadores y pensadoras del mundo contemporáneo nos previenen de un colapso y de un final de época. En palabras del recientemente fallecido Jean-Luc Nancy, nuestra civilización, es decir, el conjunto de costumbres, saberes y artes propio de nuestra sociedad, tal y como la comprendemos, ha llegado al siglo XXI en estado de agotamiento.

Centrados como vivimos en lo climático, olvidamos la extenuación existencial y el deseo de un cambio de metafísica. Según este filósofo, que reflexionó con intensidad en torno a las nociones como “corporeidad”, “existencia”, “alteridad” y “comunidad”, es necesario que tenga lugar una transformación radical de los valores, de la metafísica y del lenguaje. Una nueva manera de hablar y de expresar el significado de las vidas alejada de eslóganes y consignas. Vivimos encorsetados en clichés.

Mientras tanto, quedan los gestos puntuales, esos “milagros de la vaca” que hacen del mundo un lugar de acogida, porque neutralizan la desconfianza, la polarización, la intoxicación del debate, que son peligrosas pasarelas al totalitarismo. Queda también la imaginación, el arte, la música, los libros, como el reciente de la escritora Berta Dávila, La herida imaginaria (Destino), una bellísima defensa de que lo extraordinario no tiene por qué ser espectacular; que dejar atrás un mundo de valores no quiere decir que no se pueda construir otro mejor. Quizá más humilde. Sin la deriva ni la pompa burocrática.

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