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TRIBUNA
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Amar la ausencia

No existe un lugar de la naturaleza que no haya sido malogrado y contaminado por la acción del mal llamado ‘desarrollo’

La lluvia cae sobre una zona de montaña cerca del término valenciano de Carcaixent.
La lluvia cae sobre una zona de montaña cerca del término valenciano de Carcaixent.Mònica Torres
Azahara Palomeque

Trasteando en los anaqueles de la salita, he rescatado una antología de Juan Ramón Jiménez. Me la regaló un amigo el verano pasado, cuando fui a Moguer a disfrutar unos días de asueto: sin envolver, la dejó sobre la cama pulcra de la habitación de invitados, como si se tratase de una sábana más, y yo pasé las vacaciones cuajada en sus letras, que me transmitían una paz de sueño profundo. Pronto me sorprendieron las referencias del legendario poeta, oriundo de este pueblo onubense, a la naturaleza como fuente de eternidad: mariposas, hojas verdes o arboledas enteras, granos de arena de la playa transitan las composiciones asociándose a una energía lírica con que Juan Ramón pretendía enfrentarse a la muerte e incluso superarla mediante una ambición orgánica, parece afirmar, tan inmutable como la propia Tierra. Ese motivo, recurrente en quienes persiguen la posteridad o simplemente buscan consuelo, se encuentra asimismo en la obra del coetáneo Juan Bernier, rescatada recientemente por sus sobrinos nietos, Rafael y Juan Antonio Bernier, en el documental homenaje Miles in Bello (2024). El viejo Bernier, combatiente en la Guerra Civil y luego miembro del grupo Cántico, se agarra a los paisajes recónditos que la lid le va imponiendo para recuperar, en mitad de la muerte, la belleza de ríos y montañas. Aquí, únicamente, en lo inmarcesible y puro del verdor silvestre y las aguas cristalinas, puede hallarse una trascendencia que venza los horrores humanos.

Leer a estos autores ahora atraviesa la sangre y la coagula en pequeñas cabezas de alfiler, porque no existe un vericueto de la naturaleza que no haya sido malogrado y contaminado por la acción del mal llamado desarrollo, comprometiendo así un solaz que otros juzgaron estable. Aquel estío moguereño mío fue aplastado por sucesivas olas de calor que transformaron el frescor de la apacible brisa marina en un horno irrespirable. En las inmediaciones, un fortísimo olor a gas me remitía al funcionamiento de una refinería ubicada entre frondosos parajes protegidos; a pocos kilómetros, el parque de Doñana desecado hundía sus raíces en el manto de plástico que entolda un mar de fresas y, en el bar, escuché a no pocos hombres enriquecidos gracias a la agricultura alardear de sus visitas al puticlub y el consumo de cocaína. Para esto queríamos la naturaleza, pensé conforme regresaba una y otra vez a los poemas: “Orillas puras del río eterno” que, probablemente, yacerían marchitas y carcomidas de basura. Si bien el fenómeno no es nuevo —para llegar al municipio hube de contemplar primero, desde la carretera, el cauce rojizo del río Tinto, mismo vino tóxico que desencadenó la primera manifestación ecologista de España, allá en 1888, duramente reprimida por las autoridades—, van quedando cada vez menos rincones que denominar “naturales”, y quienes nos sentimos punzados por la solastalgia no podemos sino otear el océano movidos por extrañas preguntas: cuántas especies, abajo en lo inmenso, afrontan una extinción irreversible; qué récord de temperatura batirá hoy el oleaje; cuántos kilos de microplásticos andarán poblando la mojadura de mi baño salado.

Dice la poeta María Sánchez, en su colección Fuego la sed (La Bella Varsovia, 2024), que debemos aprender a amar los lugares que ya no son “con otras formas y afectos”, y yo interrogo su mandato intentando dilucidar si del monte arrasado por un incendio se amaría el follaje o la ceniza. Nuestros enclaves, ya mutados por la crisis climática, se esfuman entre los dedos como fantasmas tenebrosos, los mismos fantasmas en que nos hemos convertido, asegura María, mientras corresponde solo a nuestros mayores abrazar la categoría de ancestros, tal vez debido a que ellos sí se esforzaron en transmitir un legado ecológico a las siguientes generaciones y, por el contrario, los contemporáneos serramos esa herencia para fabricar con las virutas muebles de Ikea. El cambio, por lo tanto, supera lo climático, pues perfora las conciencias hasta el punto de no lograr identificarnos con un pasado reciente que, si acaso nos interpela, es en virtud de la ausencia y no de la continuidad, vaivén histórico inaudito. Quizá el próximo giro cultural no consista en evocar un duelo anclado en la pérdida de insectos y flores, sino en venerar la destrucción fósil cual dios solitario, cuando la memoria de los últimos árboles haya desaparecido completamente. Los poetas, imagino, conjugarán la eternidad de los pesticidas con el fin de asegurarse un nombre, “nuestras vidas son las fumigaciones que van a dar en el cáncer”, y las relaciones, asexuales y distantes, se recrearán en versos que alabarán el coltán de las pantallas infalibles.

Ojalá no ocurra. Mientras terminaba esta tribuna ha comenzado a llover y, atraída por el campanilleo de las gotas sobre el tejado, me he asomado un momento a la azotea simplemente para comprobar cómo el cielo me rebatía. El petricor, ese aroma tan característico del paisaje empapado, señalan los expertos, nace de unas bacterias llamadas actinomycetales, y ahora mismo lo invade todo. Todavía quedan retazos de vida en algún sitio, aquí a mi vera; es posible frenar la máquina, parar la guerra, hilvanar poemas de futuro.

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