Crimen climático
La denuncia de una asociación de más de 2.500 mujeres contra el Estado suizo supone una histórica extensión de los derechos humanos a la cuestión medioambiental
Hay quien piensa que los activistas climáticos que lanzan sopa a las obras de arte son simples vándalos o histéricos, e incluso algún gobierno ha hablado de ellos como “terroristas”. Pero he aquí que una sentencia del Tribunal de Estrasburgo ha condenado a un Estado, Suiza, por su...
Hay quien piensa que los activistas climáticos que lanzan sopa a las obras de arte son simples vándalos o histéricos, e incluso algún gobierno ha hablado de ellos como “terroristas”. Pero he aquí que una sentencia del Tribunal de Estrasburgo ha condenado a un Estado, Suiza, por su inacción climática. Muchos de quienes consideran locos a los activistas también han pensado que la sentencia es delirante. ¿Puede un tribunal internacional responsabilizar a un Estado por no proteger a su ciudadanía de las consecuencias del cambio climático? Pues aunque parezca una locura, sí, puede. Recuerden las palabras de Philipp Blom. La ciencia nos dice inequívocamente que “las decisiones que se tomen en los próximos 10 o 20 años conformarán el futuro de la vida en la Tierra. Nos parece una locura que estos activistas lancen sopa a los cuadros para llamar la atención, pero, ¿qué es lo normal cuando el mundo se ha vuelto loco?”.
Quizá convenga cambiar la escala de lo que consideramos normal o delirio, pues el camino emprendido por una asociación de más de 2.500 mujeres, la mayoría mayores de 70 años, al denunciar al Estado suizo por no adoptar las políticas climáticas necesarias para proteger su salud supone una histórica extensión de los derechos humanos a la cuestión climática. Es solo el comienzo de una escalada de litigios climáticos que moldearán el alcance de lo que David Lizoain denomina “crimen climático”. ¿Suena exagerado? Pues ya está aquí, y lo mejor del caso suizo es que hayan sido 2.500 señoras las que, hartas de sus timoratos representantes, hayan transformado su furia en movilización ciudadana. El ejemplo muestra que eso de que la lucha por el clima es cosa de jóvenes es una falacia. La solidaridad intergeneracional es posible y deseable, pero es paradójico que el TEDH rechazara por motivos formales otro proceso iniciado por jóvenes portugueses. Y también hay una lectura feminista inevitable. Las “damas de pelo blanco”, como las califica otro medio europeo, trazan una línea con otras generaciones de mujeres desde un feminismo que cambia y evoluciona, pero que va unido a una profunda conciencia democrática y ciudadana.
La sentencia es ejemplo de más cosas, como la solidaridad geográfica: el país rico deberá ponerse las pilas para dar ejemplo. Hay activistas en el denostado norte global que luchan para que las instituciones transnacionales fuercen a los Estados ricos a desarrollar una conciencia climática global, amplificando así las voces de los países menos poderosos en los debates internacionales. El caso, en fin, nos habla de la otra gran lucha de nuestro tiempo: la batalla por el universalismo, los derechos humanos y las instituciones de gobernanza global que los protegen. Es elocuente que la reacción de un diputado conservador suizo fuera denunciar la injerencia del TEDH: “Corresponde a las autoridades democráticas establecer la agenda política de los Estados en materia climática, no a los jueces”. O que otro de extrema derecha pidiera abandonar el Consejo de Europa: “La condena a Suiza es un escándalo, inaceptable para un país soberano”, añadiendo que no tenía en cuenta “la inmigración masiva”. Toma delirio. Ahora sabemos que existe una responsabilidad penal imputable a los Estados, y que hay otra política que nos interpela a responsabilizarnos de las consecuencias de la emergencia climática y emprender acciones colectivas. No basta un simple cambio en los patrones de consumo. Estas señoras suizas nos han dado una lección a todos.