La guerra de Gaza ya está perdida
Se está instalando un discurso demagógico en el que se pretende proscribir una canción por venir de Israel o se tacha de antisemita cualquier manifestación contra la masacre de civiles en la Franja
Frente a la impotencia de la guerra y la devastación de la franja de Gaza, el llamado mundo libre debería estar muy agradecido a los estudiantes universitarios de Estados Unidos. Muchos europeos contemplamos al principio con cierta decepción las tímidas protestas que se producían en nuestros campus, pero la realidad es que les tocaba a los estadounidenses dar la primera voz de alarma contra esta situación porque lo que está en juego no es solo el posible fracaso de Biden para ser reelegido. Las voces que protestan contra la agresividad del Ejército de Netanyahu apelan a un estado de cosas mucho más profundo que la batalla electoral entre republicanos y demócratas. Como indicaba hace unos días uno de los universitarios que se manifestaban en un campus de Estados Unidos: “¿Hay alguna diferencia entre ellos en lo relativo a Israel?”.
El recuerdo de la Segunda Guerra Mundial empieza a ser recurrente en referencia a la invasión de Gaza. La ONU, esa organización de supuesto gobierno global cuyas decisiones el Gobierno de Israel desprecia, ha comparado la devastación sufrida por una y otra contienda. En tan corto espacio de tiempo, el nivel de destrucción en vidas y haciendas de ambas es similar. Paradójico. El orden mundial establecido después de aquella destructiva guerra de hace 80 años es el mismo que permite e incluso favorece con armas o silencio cómplice que un país democrático y aliado no acate las resoluciones de la ONU, reprima a la prensa, vulnere impunemente los derechos humanos, ocupe territorios que no son propios y destruya a sangre y fuego la Franja.
La guerra de Gaza ya está perdida. Si Benjamín Netanyahu se aviniera a acatar las crecientes amonestaciones de Biden y aceptara una tregua e incluso la retirada, el daño ya está hecho y no solo por la sangre derramada. Recordemos: 1.400 muertos y casi 200 rehenes israelíes hechos prisioneros en aquel terrible ataque de Hamás el 7 de octubre, más unos 300 soldados israelíes muertos en estos casi ocho meses de conflicto en los que han fallecido también nada menos que 34.000 gazatíes.
El alto al fuego no pondría fin a una guerra que también se libra en otro campo de batalla, este global, y que es el campo de las ideas; fundamental para la civilización que defendemos. Las primeras escaramuzas se vivieron, justamente, en Estados Unidos. Las tímidas propuestas de los estudiantes en los campus de Estados Unidos a finales de año se saldaron en enero con una especie de caza de brujas que les costó el puesto a algunos rectores, como Claudine Gay (Harvard) o Liz Magill (Universidad de Pensilvania) por su supuesto antisemitismo. En realidad, sus polémicas respuestas a los congresistas republicanos se inscribían dentro del debate de la libertad de expresión de los estudiantes en los campus. Pero ni los republicanos ni algunas de las asociaciones judías más poderosas del país estaban dispuestos a aceptar matizaciones.
La propaganda reaccionaria, tanto en Estados Unidos como en Israel, insistió en tachar de antisemita cualquier manifestación contra la guerra. Es algo que solo la despiadada venganza de Netanyahu ha aplacado un tanto. Jérémy, un miembro de la Unión de Estudiantes Judíos de Francia que se manifestaba recientemente en la Sorbona, le explicaba al corresponsal de EL PAÍS Marc Bassets: “Se puede ser a la vez sionista y propalestino, considerar que hay una paz posible con dos Estados y que podemos reconocer tanto el sufrimiento del 7 de octubre como el hecho de que en Gaza se desarrolla una masacre y hay una crisis humanitaria”.
Es urgente que el fuego cese en Oriente Próximo, que se libere a los rehenes, se reconstruya la Franja y se negocie una paz duradera. Pero, también, que se revise este orden mundial del que nos dotamos en 1945 y cuyas fisuras Gaza ha puesto, otra vez, de manifiesto. Porque es difícil defender la democracia y, por tanto, la libertad de expresión mientras se tolera una cruel devastación que, por consiguiente, profundiza en la polarización política y alienta las corrientes reaccionarias que amenazan la convivencia. La agresiva respuesta republicana a la decisión de la ONU de dar más voz (sin voto) a Palestina es una muestra de ello. Gran y desalentadora metáfora la del embajador israelí destruyendo el viernes la carta fundacional de la ONU.
Las protestas ahora globales ponen de manifiesto un malestar social en el mundo libre que exige unas reglas más acordes con la realidad actual y un respeto a los valores éticos vigentes que alentaron la Carta de Naciones Unidas, la misma organización que quedó, sin embargo, secuestrada desde el principio por las grandes potencias victoriosas de 1945.
Esta es una guerra de largo recorrido cuyo fin queda lejos de nuestras expectativas. Se está instalando un discurso simplón y demagógico en el que se pretende proscribir una canción por venir de Israel o se defiende a Palestina obviando la responsabilidad de Hamás en este conflicto. Podemos aspirar a una tregua en Gaza que detenga la masacre. Pero el problema perdurará. Con la ultraderecha avanzando en suelo europeo y Trump reinando en Washington será más difícil, si no imposible, resolverlo. Las reglas actuales desarman a la ONU frente a embestidas como la actual. Estados Unidos tiene una gran responsabilidad y el amigo israelí ayuda poco.
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