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Tribuna
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El ‘momento populista’ está aquí para quedarse

Hoy en Europa cuenta tanto la diferencia entre los partidos tradicionales y los antisistema como la brecha entre la izquierda y la derecha

La presidenta de Reagrupamiento Nacional, Marine Le Pen, a la entrada de la sede de su partido el día siguiente a las elecciones europeas.
La presidenta de Reagrupamiento Nacional, Marine Le Pen, a la entrada de la sede de su partido el día siguiente a las elecciones europeas.Gonzalo Fuentes (REUTERS)
Yascha Mounk

Las elecciones al Parlamento Europeo suelen ser más bien aburridas. Este año, los comicios han provocado un terremoto político. En Francia han empujado a Emmanuel Macron a convocar elecciones anticipadas a la Asamblea Nacional, un órdago desesperado —y probablemente condenado al fracaso— para tratar de salvar su debilitada presidencia. Y en todo el continente, han demostrado que el momento populista no va a desaparecer: sumadas, las fuerzas de ultraderecha han sido la segunda familia política más votada tras los populares.

Cuando los electores acudieron a las urnas en todo el continente la semana pasada, en general no escogieron la papeleta pensando en influir en la forma de votar del Parlamento Europeo durante los próximos cinco años y ni siquiera para decidir quién debe ser el próximo presidente de la Comisión Europea. Más bien estaban actuando en diversos dramas nacionales vagamente conectados, que los empujaron a recompensar a los pocos gobiernos que son populares y castigar a todos los que no lo son.

Tener esto en mente ayuda a comprender lo que ha sucedido en algunos de los mayores países de Europa, como la humillación de Macron en Francia y Olaf Scholz en Alemania, los sólidos resultados —en comparación— de Giorgia Meloni en Italia y Donald Tusk en Polonia y la ambigüedad del panorama surgido en España. Sin embargo, estos resultados electorales tan heterogéneos indican que hay dos grandes tendencias en todo el continente.

La primera es el ascenso imparable de la derecha populista. Antes, la extrema derecha representaba a un pequeño segmento marginal del electorado. En los años 2000 y 2010, a medida que aumentaba su porcentaje de votos, muchos observadores siguieron confiando en que el momento populista sería pasajero. Cuando los efectos de la Gran Recesión, la conmoción de la crisis migratoria o las repercusiones de la covid desaparecieran del todo, profetizaban, la extrema derecha empezaría a desvanecerse.

Pero ha llegado el momento de renunciar de una vez por todas a esa manida y falsa ilusión. La extrema derecha ha dejado de ser marginal. En países que parecían inmunes a su influencia, como España y Alemania, se ha convertido en un elemento importante; en otros, ha crecido hasta ser la mayor facción política. En algunos, los populistas de derechas ya dominan el escenario político, hasta el punto de que no es muy exagerado decir que son el equivalente actual de lo que, en la posguerra, fueron los socialdemócratas en Suecia o los democristianos en Italia.

Los resultados en Francia, donde el Reagrupamiento Nacional de Le Pen obtuvo casi el doble de votos que el segundo partido, Renacimiento, de Macron, son la muestra más clara de esta tendencia. Pero la extrema derecha también venció en Italia, Austria y el este de Alemania. De momento, las diversas corrientes de la extrema derecha están divididas entre distintos grupos políticos del Parlamento Europeo, pero, si se unieran, se acercarían al mayor bloque parlamentario, el de los populares.

Sorprendentemente, los jóvenes no están frenando esta corriente, sino impulsándola aún más. En Polonia, el partido de extrema derecha Confederación recibió la mayoría de los votos de los menores de 30 años. En Francia, Reagrupamiento Nacional tuvo el mismo éxito entre los menores y los mayores de esa edad. Incluso en Alemania, los jóvenes son mucho más de derechas que los mayores: AfD está por delante de los Verdes entre los menores de 25 años.

Hay muchos factores que explican el ascenso de la extrema derecha. Pero está claro cuál es la razón que tiene más peso: los votantes europeos no confían en que los grandes partidos controlen la inmigración. Y esa preocupación es ahora especialmente acusada entre los jóvenes, más acostumbrados que sus mayores a vivir en un ambiente con auténtica diversidad, pero también más expuestos a los problemas derivados de la falta de integración. Hace unos años, David Frum advirtió a los demócratas de Estados Unidos que “si los progresistas no hacen respetar las fronteras, lo harán los fascistas”. A los partidos moderados de Europa les convendría aplicarse la lección.

La segunda tendencia es en parte consecuencia de la primera: se acabó la era de los gobiernos ideológicamente cohesionados, por el momento. Desde los primeros años de la posguerra, en la mayoría de los países europeos había habido siempre dos bloques claros y reconocibles: laboristas y conservadores en el Reino Unido, socialdemócratas y democristianos en Alemania, PSOE y PP en la España democrática. En ocasiones había que formar coaliciones políticas más bien incómodas para garantizar una mayoría (por ejemplo, cuando la izquierda y la derecha alemanas se disputaban el apoyo del FDP, un partido liberal en lo económico) o los distintos poderes del Estado estaban en manos de diferentes familias ideológicas (como cuando los presidentes franceses tenían que soportar la humillación de la cohabitación). Pero, en general, las elecciones tenían una clara lógica estructural. A los votantes les daban la posibilidad de elegir entre la izquierda o la derecha y a los gobiernos entrantes les permitían aplicar su programa político con cierto grado de coherencia.

En la última década, el auge de los movimientos populistas ha añadido una segunda división a la política del continente: hoy cuenta tanto la diferencia entre los partidos tradicionales y los antisistema como la brecha entre la izquierda y la derecha y, en ambos lados del espectro político, esa doble división impide que las elecciones puedan dar paso a gobiernos ideológicamente coherentes. Como bien saben los españoles, se cuentan con los dedos de una mano los lugares en los que los partidos tradicionales, ya sean de izquierdas o de derechas, disfrutan de una mayoría independiente.

Estos cambios son los que han paralizado la presidencia de Macron en los dos últimos años, y es probable que sigan haciéndolo durante el resto de su mandato. En 2022, el partido de Macron no consiguió la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional y se vio obligado a formar un gobierno inestable en minoría con el respaldo de diputados pertenecientes a la franja ideológica que va desde el ala izquierda del centroizquierda hasta el ala derecha del centroderecha. Ahora parece confiar contra todo pronóstico en que una nueva cita electoral, que se va a celebrar después de la humillación del domingo pasado, rompa el bloqueo y fortalezca la posición de su partido.

Por supuesto, es demasiado pronto para predecir el resultado de los nuevos comicios que ha convocado Macron. En muchas ocasiones, ha demostrado tener más instinto político y más astucia de lo que imaginaban sus detractores. Como nos recuerdan las recientes elecciones en la India, siempre es un error creer que sabemos lo que va a hacer la gente sin esperar a que haya votado. Pero, por si sirve de algo, todos los indicios actuales apuntan en la dirección contraria: es muy probable que en la nueva Asamblea aumente enormemente la presencia de la extrema derecha; incluso es imaginable que los partidos tradicionales puedan caer por debajo del 50% de los escaños. La Asamblea Nacional francesa, igual que muchos otros parlamentos europeos, camina hacia la ingobernabilidad.

Hace mucho que se cierne una tormenta sobre Francia. Ahora, los cielos están a punto de abrirse. Hay muchas probabilidades de que la lluvia torrencial barra lo que queda de la presidencia de Macron. Y no sería extraño que, después de las próximas elecciones presidenciales, previstas para 2027, Marine Le Pen acabe instalándose en el Elíseo.

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