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COLUMNA
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Las chicas del campo

Poco a poco, las aguas de la cancelación se han ido calmando para abrir paso a esa asunción más madura que nos recuerda que los seres humanos son ‘matrioshkas’ que ocultan imperfecciones en cada nivel

La novelista Edna O'Brien, en 1968.
La novelista Edna O'Brien, en 1968.Len Trievnor (Getty Images)
David Trueba

Si algo es imbatible en la lectura de un libro es la particular ley física por la cual dos intimidades se relacionan sin que ninguna de ellas dos pierda su cualidad de íntima y privada. Este fenómeno espectacular, que no puede alcanzarse en las relaciones personales, se produce durante la lectura de una manera natural. Quizá esta sea la razón por la que durante tanto tiempo se ha considerado la afición a la lectura algo que perseguir y extinguir. Al día de hoy, cuando uno visita países en los que la lectura está restringida a tres o cuatro títulos y todos ellos de carácter religioso, nos recorre un escalofrío que seguramente nos retrotrae a la tragedia de nuestros bisabuelos. Pero no hace falta ir tan lejos para encontrar cómo la lectura va perdiendo afecto, destrozada por un panorama de entrometimiento visual portátil abominable. Una especie de ruido perpetuo en el que no cabe esa pausa para la introspección. Por todo ello, cuando oigo esas invitaciones a disociar la biografía de un autor de su propia obra, tiendo a pensar que por buena que sea la intención es algo tan imposible como renunciar al contenido de una parte de tu cerebro. Es cierto que vivimos en un tiempo en que el conocimiento de la vida privada de los otros es asombroso, pero tendremos que asumirlo como una invitación a la tolerancia más que al martirio.

En el caso de Alice Munro no parece que las condiciones de la lectura de sus cuentos vaya a ser perjudicada por la revelación del caso de su hija, sometida a abusos por el padrastro bajo ese silencio culpable de la autora. Si acaso, la hondura turbia de sus relatos será más desasosegante y sucia si cabe. Poco a poco las aguas de la cancelación se han ido calmando para abrir paso a esa asunción más madura que nos recuerda que los seres humanos son matrioshkas que ocultan imperfecciones en cada nivel y en algunos casos, los peores, rozan la pura abyección. Estos días de verano ha muerto a sus 93 años la autora irlandesa Edna O’Brien. Cuando leí su trilogía de novelas agrupadas bajo el título de Country Girls no solo te enamoraba su talento, sino intuir que tras sus retratos se desarrollaba un fresco personal e intransferible. De nuevo esas dos intimidades, la del lector y el autor, se enlazaban para alcanzar el deslumbramiento.

Si algo sorprende de la obra cumbre de Edna O’Brien es que en España no fuera conocida por todos. Los paralelismos entre Irlanda y nuestro país son evidentes. Bajo una rígida estructura familiar y la perpetua vigilancia vecinal, la religión se mantuvo como inquisidora de las conductas externas pese a las fricciones inevitables con respecto a la libertad y, sobre todo, a la dignidad de la mujer. Las vivencias que relataba la autora irlandesa tenían que ver con las aspiraciones, el deseo, la ansiedad y la búsqueda de una cierta plenitud femenina en tiempos de castración vital. Su escritura límpida, en Irlanda escriben bien hasta los jueces, y ese carácter felino para no despojar a las protagonistas de sus defectos, de sus caprichos, de sus contradicciones, por más que sean víctimas heroicas, hacen de sus tres novelas un ejemplo fresco de cómo andar por el mundo, de cómo leerlo, de cómo contarlo. Ahí, en esa sacudida artística, donde no cabe el juicio superior, ni el linchamiento ni el dogma, es donde se establece la maravilla del arte literario. Lejos de templos y patíbulos, en la fusión de dos intimidades libres, la del lector y el autor.

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