En La Meca de Cristiano
Una nación se cohesiona también con el deporte, y las estrellas legitiman una monarquía absoluta teocrática
El tipo que está a mi lado es ruso y trabaja aquí como millones de personas de todo el mundo. Manda mensajes a un compatriota, según me dice, comentando la alineación. Reconoce a varios de los jugadores que, aunque son las nueve de la noche, van a correr a 40 grados. ¿Mi refresco? Un tubo de hielo que se va deshaciendo en un vaso de plástico. Viernes 13 de septiembre en Riad, partido en el estadio de la Universidad Rey Saúd. Hay asientos por ocupar (capacidad para 25.000 espectadores), pero la entrada es muy buena (somos 23.644, leo en la gran pantalla electrónica). Juega el Al Nassr FC —el equipo de Cristiano Ronaldo, el que tiene a Fernando Hierro como director deportivo— contra el Al-Ahli —el equipo del exbarcelonista Franck Kessié, de la segunda ciudad del país, Yedda, punto de llegada para los peregrinos que van a La Meca—. Ambos clubes son propiedad del Estado: el fondo soberano Public Investment Fund se hizo con el 75% de la participación de cuatro de los principales equipos de la Liga. Desde hace ya algunos años, la apuesta de la casa real por el deporte, enmarcada en la megalómana Visión 2030 del príncipe heredero, es una decisión estratégica. Miles de millones de dólares invertidos y, a la vez, todo un país en obras para refundarlo antes que se acabe el petróleo. La creación de una modernidad autoritaria.
Minutos antes de empezar el partido, alguien mira la aplicación en el móvil que, como una brújula digital, indica dónde está La Meca. Se arrodillan, rezan, se levantan y buscan su puerta de acceso. Al llegar al estadio, chavales que parecen hindúes venden banderas del equipo local con el nombre del ídolo. Ronaldo salta al campo. Se despliega una pancarta con su rostro ganador. Hoy celebra que marcó su gol 900 como profesional en el partido anterior, jugando con la selección de Portugal. El público lo ovaciona. Es de los suyos. Una tercera parte de los asistentes llevan una camiseta con su nombre. En la primera mitad, Cristiano, que se dosifica, intentar dar un pase en carrera con un taconazo. Nadie puede aprovecharlo, pero el público aplaude feliz, como feliz está cuando chuta una falta y la pelota va lejos de la portería.
En el tiempo de descanso, al lado de una zona de ocio con una portería donde chutan críos con sus padres y otros juegan a videojuegos, algunos aprovechan para entrar en la mezquita que está dentro del estadio. Como hay una ventana, es fácil verlos arrodillados, muchos con una camiseta amarilla del jugador portugués. Es inquietante no poder resolver a la primera las contradicciones. El deporte da una apariencia de normalidad. Comparado con cualquier otro espacio público, aquí se ven más mujeres y algunas incluso visten tejanos con absoluta tranquilidad. A los jóvenes, que son mayoría en el país (la edad media son 29 años), les entusiasma porque así, al ver jugar a un astro global, se sienten parte de una nación moderna por primera vez: el mundo que hasta hace muy poco solo podían ver por televisión ahora lo tienen en casa. Cada vez más tenis, Fórmula 1, nuestra Supercopa con comisiones de por medio… Una nación se cohesiona también con el deporte, las estrellas legitiman una monarquía absoluta teocrática. El ruso que manda mensajes me explica que, desde el inicio de la invasión de Ucrania, no puede enviar dinero a su familia por las sanciones y que tampoco es fácil ver partidos de las ligas europeas en Moscú. Ahora sus amigos siguen la Liga saudí. Georgina estrena nueva temporada de su serie y presenta Arabia como un paraíso de lujo.
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