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Columna
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El egoísmo y Almodóvar

Estamos acostumbrados a escuchar a algunas ‘celebrities’ fijar posición sobre cuestiones complejas, muchas de ellas morales, con la misma soltura con la que los expertos resuelven problemas técnicos en su ámbito de competencia

Pedro Almodóvar posa en la alfombra roja durante la ceremonia de clausura de la 81ª edición del Festival de Cine de Venecia, en Venecia (Italia), el pasado 7 de septiembre.
Pedro Almodóvar posa en la alfombra roja durante la ceremonia de clausura de la 81ª edición del Festival de Cine de Venecia, en Venecia (Italia), el pasado 7 de septiembre.Louisa Gouliamaki (REUTERS)
Diego S. Garrocho

La opinión de un director de cine sobre demografía o natalidad debería tener el mismo valor que el parecer de un politólogo sobre soldadura submarina. Sin embargo, estamos acostumbrados a escuchar a algunas celebrities fijar posición sobre cuestiones complejas, muchas de ellas morales, con la misma soltura con la que los expertos resuelven problemas técnicos en su ámbito de competencia. Una vez más, Pedro Almodóvar ha vuelto a tomar los hábitos laico-sacerdotales para sentenciar esta semana que “en engendrar un hijo propio hay un gesto egoísta”. Es obvio que el director está en su derecho de defender lo que se la antoje, pero manejar categorías tan densas y tildar de egoístas a quienes deciden tener descendencia porque este es “un mundo lleno de injusticia” es un signo, otro más, de cómo la prescripción ética y el señalamiento moral se han convertido en un absurdo instrumento para ganar prestigio social. Especialmente en el marco de las artes y las industrias culturales.

Sobre el fondo de la cuestión, en realidad no hay tanto que decir, ya que es obvio que considerar que son egoístas los millones de personas que a lo largo y ancho del mundo deciden tener hijos es una temeraria frivolidad. La cosa, de ser cierta, hasta tendría matices bíblicos, porque apurando la lógica del diagnóstico almodovariano, a todos se nos podría imputar una suerte de insulto universal: sin saberlo, de pronto, todos somos hijos de egoístas, como vestigio evidente de un pecado original inscrito en el ombligo. Al final, tenía razón el Eclesiastés: ya está todo inventado.

En cualquier caso, lo relevante no es el severo juicio de Almodóvar, más o menos desatinado y decepcionantemente previsible, sino los mecanismos velados que rigen la conversación pública y que hacen posible que tantas personas sientan la necesidad de convertirse en prescriptores implacables de las vidas de los otros.

A decir verdad, Almodóvar no ha hecho más que lo que hace cualquiera, y tal vez eso sea lo más descorazonador. A todos nos gusta procurarnos alivios verbales y existe un placer culpable en la acusación, sobre todo cuando es pública. En cada señalamiento hay escondida una superioridad implícita y con cada delación creemos construir un refugio simbólico para ocultar nuestras propias miserias. Después de todo, es posible que juzguemos las vidas ajenas por pura supervivencia y para no mirar de frente a la colección de desastres que salpican nuestra propia biografía. Solo cabe preguntarse qué querremos esconder cuando acusamos tanto.

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