La pobreza es un lujo de ricos
Los que han conocido la abundancia, como Francisco de Asís, y pueden permitirse el lujo de ser pobres una tarde a la semana
Vicente Valero es un autor semisecreto que escribe libros maravillosos como si los susurrase. Con el último, El tiempo de los lirios, nos lleva de viaje por el centro de Italia siguiendo el rastro de Francisco de Asís. Sería una invitación al retiro monacal si la relación no estuviera llena de restaurantes estupendos, vinos y salsas de trufa. Un franciscano radical no aprobaría el gozo de vivir de Valero, más mundano que místico, pero a lo mejor sonreiría ante sus apuntes llenos de inteligencia sobre el significado del fundador de su orden.
Dice Valero que la actualidad perenne del santo se debe a que en todas las épocas se le ha visto como precursor de algo. En estos tiempos, precursor ecologista, aunque para Valero —y para mí— esto es una exageración insostenible. Se le puede ver también como precursor de la romantización de la pobreza, de la que hizo voto y seña de identidad. En esto quizá sea más actual, pues la pobreza se va convirtiendo en necesidad y virtud de esta España donde la vivienda ha dejado de ser un derecho para ser solo un lujo.
Francisco de Asís hizo de la pobreza un ideal porque era rico. En un impulso propio de un niño de papá, se quitó sus ropas de buen paño y se echó desnudo a los caminos. A un pobre no se le ocurriría abrazar su propia maldición.
La pobreza es una quimera transversal en estos tiempos. Inspira tanto a los teóricos del decrecimiento económico como a los Zaratustras culturetas que reniegan de una vida acelerada y materialista para recogerse en la montaña, pasando por los apóstoles populistas de lo cutre (que ellos llaman kitsch) o el mismísimo Donald Trump, que el domingo se puso a servir hamburguesas en un McDonald’s. Todos han conocido la abundancia, como Francisco de Asís, y pueden permitirse el lujo de ser pobres una tarde a la semana.
Quienes hemos visto a nuestros padres contar las habas antes de echarlas al perol sentimos mucha vergüenza ajena ante los neofranciscanos que bajan a los barrios como si fueran de safari. Su solidaridad lleva la trampa de la resignación: nos instan a repartir la escasez en la fraternidad virtuosa de los pisos compartidos. Preguntémonos por qué tienen tan buena prensa estos discursos, como la tuvieron en el siglo XIII, cuando los papas romanos abrazaron la doctrina franciscana con pasión, según recuerda Valero. Lo hicieron por lo mismo que hoy la predican los ministros: porque los pobres felices no perturban la tranquilidad de los ricos, que pueden comerse el marisco en paz.
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