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TRIBUNA
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Algunos hombres mayores

Dos cualidades despiertan mi fascinación: la bondad y la inteligencia

Senior man and young woman hugging in garden
Oliver Rossi (Getty)
Marina Perezagua

En mi vida hay algunos hombres mayores. Mucho mayores que yo. No son familiares, sino amigos que he conocido en la última etapa de sus vidas, tal vez en sus últimos años. Cuando lo pienso, siento que he llegado tarde a una fiesta sorpresa, pero al menos he llegado. Tengo el privilegio de haber coincidido en el tiempo con ellos, estar viva mientras ellos también lo están. Me viene a la mente la dedicatoria de Carl Sagan a Ann Druyan en Cosmos: “En la vastedad del espacio y en la inmensidad del tiempo mi alegría es compartir un planeta y una época con Annie”.

Hay dos cualidades que despiertan mi fascinación, mi enamoramiento, real o figurado, por un hombre: la bondad y la inteligencia. Estos amigos comparten ambas. Pero esa sensación de haber llegado tarde a la fiesta me hace temer, y a ellos también, que en algún momento inesperado, sonará el teléfono. Tal vez mientras uno descorcha una botella de vino, al otra lado una voz le pedirá que cruce la puerta. Y se irá. Sin abrigo, sin despedidas. Y yo me iré quedando sola en esa fiesta, mientras los teléfonos de los otros amigos también empiezan a sonar. Podría ser que el mío suene primero, pero por la ley natural es más probable que sea yo la que me quede sin ellos. Esta circunstancia condiciona nuestra amistad; la tiñe de una urgencia distinta, una tensión permanente. Honramos cada momento compartido como algo frágil. Cada despedida se sella con un abrazo que se hace grieta a medida que nos alejamos.

Tener amigos que podrían ser mis abuelos me da miedo, pero sobre todo me da vida. Ni siquiera destaco lo que se suele acentuar: la mayor sabiduría o experiencia que nuestros mayores pueden aportarnos. Lo que más me llena de estas relaciones es la pasión que las habita. La verdad. No hay tiempo para ocultar sentimientos íntimos. Mi amistad con estos amigos está despojada de ornamentos; es una amistad desnuda, porque tiene el tiempo contado y una profundidad que urge. Se parece a los vínculos que surgen en un país en guerra. La guerra es un acelerador de amistades, qué vas a hacer si no sabes cuándo caerá el próximo misil. Beber, y contar verdades que quizá nunca antes confesaste. Esta intimidad, une. Cuando el tiempo corre en nuestra contra, compartir un secreto a un desconocido le convierte en amigo, en posible testamento de tus palabras, albacea de tus bienes más inmateriales. A veces me preguntan si tengo relaciones sentimentales con alguno de ellos. Las he tenido con otros hombres mayores, pero ahora no hablo de eso, sino de amistad. Pero tampoco me intimida que un amigo de 85 años me diga que tengo las piernas bonitas; no lo tomo solo como un cumplido, sino como una opinión libre, que se expresa sin miedo a que yo pueda pensar que está fuera de lugar. No les despojo de su sexualidad. Me molesta cuando otros lo hacen, cuando les niegan su derecho al deseo o los degradan si intuyen que los hombres mayores siguen siendo personas. Es curioso que vivamos en una sociedad que defiende lo fluido pero que, al mismo tiempo, ponga fecha de caducidad al deseo.

Creo que un hombre que se acerca a la muerte, que la teme con furia, no es nunca inofensivo: ese hombre es fuego, apego a la vida y al cuerpo. Un hombre que se está yendo es oro. Alguien me dijo una vez “te gustan los abuelos”, a lo que yo respondí: “En absoluto, que tengan nietos o no me resulta por completo indiferente”. No iba a justificarme diciendo que estos amigos son solo amigos, porque hacerlo implicaría negar que en otras circunstancias podrían ser amantes. También me aburren las teorías freudianas que explican mi amistad profunda con algunos hombres mayores como resultado de la ausencia de mi padre. Es lo contrario: en estos hombres encuentro intensidad, desafío, una mirada aguda y palabras que terminan en filo. Recuerdo leer las cartas que el premio Nobel de Física Chen Ning Yang le enviaba a mi amigo P. contándole el amor y la pasión que había empezado a sentir por una mujer llamada Weng Fan, 54 años menor que él. En aquel momento, Chen tenía 82 años. P. me enseñó una foto que Chen le había enviado junto a una de sus cartas. Chen y Weng reían en las gradas de un estadio de fútbol. Cualquiera puede reconocer en los ojos de ella el brillo de los afortunados que conocen el amor. Se casaron al poco tiempo. Él se refería a ella con la expresión “Mi última bendición de Dios”. Chen sigue vivo. Tiene 102 años. Ella tiene más o menos mi edad. Permanecen juntos.

Tengo la suerte de haber coincidido en el tiempo con algunos hombres mayores. Su amistad es un regalo en esta fiesta en la que también, algún día, sonará mi teléfono, y tendré que abandonar. Mientras tanto, mi alegría es compartir un planeta y una época con mis mayores amigos.

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