El amparo
Tras décadas de escuchar que la libertad individual es incompatible con la tutela pública, reaparece la urgencia de que el Estado fortalezca los organismos de protección
Nada hay más tentador que pensar que nos valemos por nosotros mismos. Ese espejismo de autosuficiencia se consolida dentro de nosotros apoyado en una prepotencia que caracteriza al humano. Pero un día, de pronto, se hace añicos. Días atrás, unos niños gemelos de apenas dos años fueron dejados por su madre al cuidado de su actual pareja. Al volver encontró a uno muerto y al otro en estado grave tras recibir la brutal paliza del hombre. La conmoción no dejará espacio para estudiar hasta qué punto las instituciones tutelares del Estado son fundamentales para evitar este tipo de sucesos. A menudo, toda intervención de la administración pública en el ámbito doméstico es considerada una invasión. Pero hace ya mucho tiempo que aceptamos que la infancia necesita algún mecanismo de protección porque demasiados padres viven convencidos de que los hijos son una propiedad privada con la que pueden hacer lo que quieran. Fuimos, muy lentamente, rechazando las expresiones violentas que procedían de los progenitores. Después fuimos consolidando instituciones de acogida, de tutela, organismos de supervisión y análisis de las condiciones de vida de los niños y otorgándoles una autoridad conveniente. Ahora sabemos que la escuela católica amparó demasiados episodios de abuso y violación de menores tan solo porque su red de poder les concedía impunidad pues ningún organismo público vigilaba y condicionaba las ayudas a un margen razonable de supervisión.
Son ejemplos de que en segmentos precarios de la sociedad, pero también en los niveles más altos de renta, se puede producir el desamparo de los menores. Pero los mayores tampoco están libres de peligro. Basta observar las calles de las grandes ciudades en las que cada día aumenta el número de personas sin techo, sin recursos y en ocasiones sin una mínima condición de higiene y salud. solo entonces, cuando ya no hay remedio, reaparece la imprescindible urgencia de que el Estado fortalezca sus organismos de protección. Y lo hace después de décadas de escuchar que su presencia no es necesaria, que la libertad individual es incompatible con la tutela pública, que el enemigo del yo es precisamente el nosotros. Una matraca que resurge de tanto en tanto, que aprovecha las quiebras de esas instituciones, muchas de ellas en profundo abandono y sin recursos, suplidas por iniciativas caritativas a quienes faltan manos para tapar tantos agujeros como muestra nuestra sociedad supuestamente avanzada y sofisticada.
Ahora que incluso la universidad pública, uno de los pilares del equilibrio social en España, se encuentra en peligro de desmontaje, nos encogemos de hombros convencidos de que nada puede oponerse a la inercia. Nuestra indiferencia es delictiva, porque está contaminada de una adoración al dinero, a lo que se puede conseguir con dinero, que desacredita cualquier discurso de emergencia colectiva. Tantas titulaciones compradas a buen precio señalan el desprecio por el conocimiento como un reto para fortalecer la sociedad. Las víctimas de las riadas en Valencia han escuchado decir que los servicios públicos los han abandonado, pero la verdad es que esos servicios estaban desarmándose, precarizándose y enmugreciéndose desde la perversa optimización de recursos en el ámbito de lo social. Hoy son los únicos aliados de unos vecinos que ven cómo se dispara la especulación inmobiliaria en plena catástrofe, el coste de la limpieza y reparación privada y hasta la avaricia de las benditas compañías de VTC. El amparo solo se aprecia cuando falta.
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