Cuidado con lo que sueñas
Si dormimos para reparar nuestro cerebro fatigado, ¿a qué viene esa actividad narrativa aún más agotadora que la propia vigilia?
Ha habido mucha investigación sobre el sueño, pero muy poca sobre los sueños. Pese a que usamos la misma palabra para ambas cosas, se trata de dos conceptos muy distintos. El sueño es un proceso muy complejo, con secuencias de fases que se agrupan en bloques de secuencias de fases, y los sueños solo ocurren en una pequeña fracción de esos procedimientos. Aunque seguimos sin tener del todo claro cuál es la función biológica del sueño, no hay duda de que debe ser muy importante, puesto que ocurre en todo tipo de animales, de los elefantes a las moscas, y por tanto ha permanecido durante 500 millones de años de evolución en este planeta. La evolución es implacable con las cosas inútiles, e incluso con las que sirven de poco, y cuando algo persiste durante todo ese carro de años es porque cumple una función esencial. No podemos vivir sin dormir más de lo que podemos vivir sin comer. Eso está claro.
Pero ¿de qué sirven los sueños? Sí, esas narraciones que parecen escritas por un guionista con graves problemas de adaptación, absurdas en el mejor de los casos y enfermizas en el peor, a menudo fuentes de un desasosiego tan intenso que el mero hecho de despertar parece una bendición divina. Si dormimos para reparar nuestro cerebro fatigado, ¿a qué demonios viene esa actividad narrativa aún más agotadora que la propia vigilia? Una vez descartada su función premonitoria como un negocio de chamanes farsantes, y una vez olvidadas las ocurrencias pseudocientíficas de Freud y sus forofos, ¿por dónde tiramos para explicar esta paradoja desconcertante? Que un problema sea difícil no es excusa para renunciar a resolverlo. La evolución nos ha dotado de una mente racional; intentemos usarla.
He estado varios años perplejo por un sueño recurrente en el que estoy en algún lugar de trabajo, por lo general un laboratorio o algún tipo extraño de instituto de investigación lleno de pasillos interminables y aparatos misteriosos y, para mi infinito desasosiego, no tengo la menor idea de lo que hacer allí, de adónde dirigirme por esos corredores deshumanizados ni de cómo funcionan esas máquinas engorrosas. Mi principal ocupación es ocultarme de los demás, y en particular de mis jefes, en un intento patético de disimular el hecho evidente de que no estoy haciendo nada. No ya nada útil, sino nada en absoluto.
Sé que es fácil interpretar ese sueño como una simple metáfora de mi inutilidad en la vida real —y así lo hacen mis amigos cada vez que se lo cuento—, pero esa explicación no me convence. Hace siglos que no trabajo en ningún laboratorio. ¿Por qué no sueño que estoy sin hacer nada en la redacción de un periódico, por poner un ejemplo tonto? Es cierto que trabajé en laboratorios durante 10 años, pero mis desapariciones eran para ir a la biblioteca, lo que me sigue pareciendo una excelente práctica. Y, ya puestos a perder el tiempo, ¿por qué no lo pierdo mismamente en un bar? Vale que yo seré un inepto, pero mi subconsciente tampoco es que se luzca mucho en este caso.
Aprendo ahora que los sueños recurrentes de este tipo son muy comunes. Tres de cada cuatro adultos los han experimentado. Son distintos de los sueños inducidos por estrés postraumático, porque estos últimos son idénticos a la experiencia real que los provocó, mientras que el sueño recurrente varía cada vez de escenario y de personajes secundarios. Los más comunes consisten en sentirse atacado o perseguido, llegar tarde a algo importante o fracasar en alguna tarea, y casi siempre son angustiosos y están dramatizados en exceso, como si estuvieran redactados por un mal novelista. En cierto modo son pura emoción sin razón, y en ese sentido nos conectan con nuestra naturaleza más animal y primitiva. Que les den.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.