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Tribuna
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Donald Trump y el tecnocesarismo

El régimen que quiere imponer el presidente se basa en la novedad tecnológica; la extrema acumulación de riqueza que incluye una reorganización de Occidente donde no haya autonomía alguna frente a EE UU

De izquierda a derecha, Jeff Bezos, Sundar Pichai y Elon Musk durante la toma de posesión de Donald Trump en el Capitolio en Washington.
De izquierda a derecha, Jeff Bezos, Sundar Pichai y Elon Musk durante la toma de posesión de Donald Trump en el Capitolio en Washington.SHAWN THEW / POOL (EFE)

A diferencia de 2017, Donald Trump tiene un plan más radical, mejor definido.

Apoyándose en la coalición que lo llevó al poder, uniendo a los marginados de una sociedad rota con los grandes oligarcas de Silicon Valley, el presidente de los Estados Unidos está liderando una profunda consolidación imperial. En sus planes, Washington no se convertiría en la capital de una América aislacionista, sino en el centro radiante de un gran espacio. La frontera se reabre: desde Panamá hasta Marte, pasando por Groenlandia. La geopolítica ha vuelto a la Casa Blanca.

En un impulso y una ambición que contrastan con el debate asfixiado de nuestros espacios políticos, Donald Trump se considera “salvado por Dios para hacer a América grande de nuevo”, reactiva el “destino manifiesto”, firma decenas de decretos presidenciales, promete la expulsión de millones de inmigrantes indocumentados, habla de una “revolución del sentido común” para forjar “una sociedad ciega a los colores y basada en el mérito”, anuncia un plan de inversiones faraónico para ganar la carrera por la inteligencia artificial y lanza una criptomoneda con su imagen que multiplica su fortuna.

En el Capitolio, en una ceremonia concebida como una coronación, única por la presencia, por primera vez en la historia de Estados Unidos, de varios jefes de Estado y de gobierno extranjeros, declara: “Mi mensaje de hoy a los estadounidenses es que ha llegado el momento de que volvamos a actuar con el coraje, el vigor y la vitalidad de la mayor civilización de la Historia”.

Es fácil sentirse desorientado por la fuerza de esta puesta en escena. Sin embargo, debemos intentar mantener la lucidez: entender lo que realmente está ocurriendo, sin deferencia ni fatalismo.

En el plano interno, la matriz política del nuevo trumpismo se basa en una nueva forma de cesarismo profundamente influida por la cultura digital, sus infraestructuras y, naturalmente, sus modelos económicos radicalmente monopolísticos. En este nuevo régimen, la innovación tecnológica y la extrema concentración de la riqueza se integran con un soberanismo expansivo, militarizado y con una política agresiva de protección identitaria. La intención de Donald Trump y de las élites implicadas en la consolidación de esta doctrina —que podríamos llamar “tecnocesarismo”— es acompañar la transformación de una República redundante e ineficaz en un Imperio organizado para hacer crecer exponencialmente la start-up América. Después de una estancia en Palo Alto, Carl Schmitt se traslada a Washington.

En el plano externo, este proyecto profundamente revisionista se articula en dos fases. En primer lugar, se trata de remodelar Occidente en torno a una única entidad dotada de soberanía: Estados Unidos. Basándose en su poder, cimentado en un dominio incuestionable en los sectores militar y digital, cada vez más fusionados, Donald Trump busca transformar la OTAN en una suerte de Pacto de Varsovia, neutralizando cualquier forma residual de soberanía competidora —desde las posiciones europeas sobre el espacio público digital o el clima, hasta las pretensiones territoriales de un aliado dócil y fiel como Dinamarca—. El objetivo es impedir cualquier resistencia potencial y neutralizar cualquier foco de autonomía. Se tratará entonces de proyectar a escala global este Occidente consolidado y por fin completamente alineado con la metrópoli, buscando neutralizar a China, la única potencia que parece capaz de amenazar la hegemonía estadounidense.

Elon Musk desempeña un papel fundamental en esta estrategia. El hombre más rico del mundo es la fuerza impulsora del tecnocesarismo en el plano interno, que encarna en su visión futurista de una civilización multiplanetaria que promete llevar el trumpismo a Marte.

En el plano externo, el propietario de X se ha convertido en el capitán de una nueva Compañía de las Indias integrada en el gobierno federal, destinada a garantizar el suministro de enormes cantidades de datos —la seda y las especias de nuestro tiempo— y, al mismo tiempo, a imponer su dominio sobre los distintos pueblos de Asia, África y, sobre todo, Europa. Con un objetivo: sustituir a todos los posibles adversarios por secuaces debilitados y alineados.

Este proyecto imperial cambia el rostro de la globalización, sin detenerla. La circulación de personas, información y mercancías sigue alcanzando un nivel sin precedentes y, a veces de manera contradictoria, sigue estando en el interés de la coalición trumpista.

En cambio, es la fase liberal de la globalización —estructurada por la apertura, la horizontalidad y el fin de las fronteras— la que Washington busca cerrar definitivamente. Este nuevo trumpismo imperial pretende ofrecer una solución tecnocesarista a las crisis y contradicciones que ha generado. En el plano económico, en primer lugar, con desigualdades que han desgarrado nuestros sistemas políticos desde dentro. En el plano político, con la crisis de la eficacia del Estado, enclaustrado entre reformas imposibles, presiones tecnocráticas, incoherencias estratégicas e indecisión. Finalmente, con la crisis ideológica e incluso antropológica, ligada al enfrentamiento de estilos de vida ante una cultura centrífuga incapaz de reconocer e involucrar a las masas de las áreas periféricas.

Tras la promesa de una “globalización feliz”, podríamos presenciar un fenómeno extraño en Europa. Con la revista Grand Continent hemos propuesto definirlo, de manera algo provocadora, con un nuevo término: vasallaje feliz.

Este vasallaje feliz implica un trato particularmente inquietante, tan asimétrico, transaccional y unilateral resulta el intercambio: obediencia y renuncia a cualquier autonomía sustancial, a cambio de una forma de protección contra la agresión imperial. En el vértigo de las transformaciones radicales que deberíamos acompañar, este alineamiento promete una forma de estabilidad para los sistemas políticos carentes de dirección y de un proyecto estructurado a medio o largo plazo, a costa de una víctima colateral: nuestra soberanía.

Para imponer este régimen, Trump y Musk deben superar al menos un obstáculo externo: Europa. Por ello, ahora intentan hacernos creer en su inevitabilidad, haciéndonos dudar de nuestra fuerza y nuestro poder. Esto beneficia a un sistema definitivamente convencido de la inevitabilidad de su colapso e incapaz de reaccionar, que prefiere resignarse a una agonía lenta para permitir que una última generación disfrute de la ilusión del fin de la historia.

Frente al proyecto imperial de esta nueva América, una parte de nuestras élites, y quizás muchos de nosotros, nos sentimos como conejos hipnotizados por los faros de un coche. Sin embargo, los Estados Unidos de Donald Trump no son aún la Rusia de Putin. La democracia estadounidense cuenta con fuertes contrapesos y tiene la capacidad de afrontar los desafíos que se le planteen. Dentro de la coalición trumpista existen muchas contradicciones y la consolidación imperial está aún lejos de completarse. Por ello, debemos entender nuestra responsabilidad histórica. De manera realista, mesurada y estratégica, podemos fijarnos el objetivo de relanzar la idea republicana en el siglo XXI, protegiendo la democracia en América.

Frente a las tentaciones del vasallaje feliz, ¿Europa resurgirá algún día o asistiremos pasivamente a su total marginación? Donald Trump y Elon Musk están construyendo un proyecto imperial, pero, como decía Mike Tyson, “todo el mundo tiene un plan, hasta que recibes el primer puñetazo en la cara”.

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