Señora con hombre muerto en brazos
No se puede comprender nuestra historia sin el sustrato católico en el que se asienta o contra el que se construye

Hace unas semanas, una profesora de secundaria me contó que puso la imagen de una Piedad en un examen y un chaval la nombró como “señora con hombre muerto en brazos”. No le culpo: siendo poco mayor que él, una amiga y yo estuvimos a punto de tatuarnos “el corazón de Ricardo Cavolo”, un dibujo de un corazón con un ojo en medio del que salía una llama ardiente. Era la interpretación del ilustrador del Sagrado Corazón de Jesús, pero mi amiga y yo lo desconocíamos. Tatuárnoslo habría sido un símbolo no de fe sino de ignorancia: la de parte del ateísmo.
Ni ella ni yo éramos tontas, como seguro que no era tonto el chaval. Pero crecimos en una sociedad secularizada en la que, además, aún pesaba el recuerdo de la infame asociación de buena parte de la Iglesia con la dictadura de Franco. Las heridas de nuestros bisabuelos se convirtieron en los traumas de nuestros abuelos, que a su vez se transmutaron en la voluntad de nuestros padres de que creciéramos lejos de aquello con lo que se les obligó a convivir: el catecismo y el crucifijo sobre la pizarra.
Los padres de los que ahora tenemos 30 fueron quienes lucharon por una escuela pública laica, los que nos apuntaron a ética en lugar de a religión. Y nosotros, los críos que se iban al despacho del jefe de estudios a pintar cuando tocaba reli. Supongo que sus anhelos y decisiones, como las de casi todos, se basaron en dos vectores: el corazón y la razón. En lo sentimental, en un comprensible rechazo a la Iglesia heredado del nacionalcatolicismo y por extensión ―quizá una extensión sin sentido, pero humana al fin y al cabo― a la fe. En lo racional, en su querencia de hacer de nosotros personas críticas con el statu quo y formadas, entendiendo la Iglesia como el poder y la formación como lo contrario a la religión.
Pero han pasado ya más de tres décadas desde aquellos años noventa en los que se anunciaba el fin de la historia y se cantaban las bondades del liberalismo en sus formas política, económica y antropológica, y lo que parecía claro no lo fue tanto. El poder ya no es el de la Iglesia, sino el del consumo, la historia no se acabó y el liberalismo no resultó ser la panacea. E incluso las que parecían decisiones razonables, como dejar la religión fuera de la escuela, tuvieron su cara b.
Pertenezco a una generación que, me atrevería a decir que mayoritariamente, no sabe descodificar su cultura. En el instituto público al que fui leí la Odisea y aprendí cultura clásica con una asignatura específica, pero nadie me puso a estudiar los Evangelios, me explicó el vía crucis ni me hizo disertar sobre el concepto y el sentido del perdón cristiano. La formación en cristianismo que recibí por parte del sistema educativo fue anecdótica, y eso tiene consecuencias: no se puede comprender nuestra historia, nuestro arte ni nuestro ser sin el sustrato espiritual en el que se asienta (o contra el que se construye), que es el del catolicismo.
La amiga con la que estuve a punto de tatuarme el Sagrado Corazón es hija de una limpiadora y un camarero. Yo soy hija de carteros. Y aunque no sé quiénes son los padres del chaval que respondió en aquel examen “señora con hombre muerto en brazos”, sí que sospecho que dejar cualquier formación en cristianismo fuera de la escuela a quien más perjudica es a los hijos de la clase obrera. Porque las clases medias y altas ilustradas siempre van a tener los recursos para que sus hijos sepan qué están viendo cuando vayan al Museo del Prado y se pongan frente al Cristo de Velázquez.
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