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TRIBUNA
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Santos Juliá, el observador comprometido

El historiador volcó EL PAÍS su proyección como analista de la vida política española y se convirtió en uno de los intelectuales más influyentes de las últimas décadas

14 03 2025
Cinta Arribas

Santos Juliá (Ferrol, 1940-Madrid, 2019) reunió en su biografía intelectual varias singularidades. Comenzó muy tarde a trabajar en la Universidad española, después de haber vivido otras vidas —sacerdote izquierdista en un barrio obrero, director de un colegio, investigador en varios países y traductor— y no defendió su tesis doctoral hasta 1981, con más de 40 años. Estudió Sociología y se transformó, sin embargo, en un historiador apasionado por los años de la Segunda República, que exploró en varios libros brillantes —sobre el Partido Socialista, el Frente Popular, el Madrid republicano o la figura de Manuel Azaña—. En poco más de una década, su influencia en estas materias resultó indiscutible. Luego exploró periodos más amplios, hasta dominar el conjunto del siglo XX español. Evolucionó, además, desde la historia social y política de raíz marxista hasta una historia intelectual weberiana, preocupada por los grandes relatos y los conceptos de largo alcance, de las dos Españas a la Transición. Todo ello, sin adscribirse a una escuela concreta, menos aún a una clientela universitaria al uso: tuvo pocos discípulos, muchos admiradores y unos cuantos críticos, incapaces de entender su independencia de criterio.

Así pues, se contó entre los historiadores que, desde la transición de la dictadura franquista a la democracia actual, abrieron camino al desarrollo y a la internacionalización de su oficio, al tiempo que dialogaban con las ciencias sociales e integraban la trayectoria de España en las tendencias generales de la europea, huyendo de esencialidades y excepcionalismos. Una tarea, en cierta medida, generacional. No obstante, y más allá de su labor académica, Juliá destacó por una proyección pública que volcó en la prensa, como comentarista de la escena política española. Siempre vinculado al diario EL PAÍS, a partir de 1982 publicó sobre todo reseñas y notas sobre temas históricos. Sin abandonar esta línea, en 1994 dio el salto al columnismo de la mano de su gran amigo —casi un mentor o hermano mayor— Javier Pradera, editorialista y firma habitual en estas mismas páginas. Desde entonces, y hasta 2012, sus textos aparecieron con regularidad, pronto cada domingo y desde 2001 cada dos semanas, durante más de 18 años en total. Aquellas opiniones dominicales, muy esperadas y leídas, daban para debates agitados en diversos círculos. Tras una interrupción de 15 meses, forzada por sus discrepancias con la empresa editora, volvió en 2014 a un menor ritmo, mediante tribunas mensuales, apostillas a las campañas electorales y piezas sobre léxico político. Hasta mayo de 2019, poco antes de su muerte.

Santos Juliá no sólo escribió en la prensa, sino que también reflexionó sobre el significado de esa actividad. Ya no tenían sentido, a su juicio, los intelectuales dispuestos a servir de guías a sus sociedades, portavoces de sujetos colectivos como la nación o el proletariado y faros de las utopías totalizadoras que tanto habían abundado durante el siglo XX. Pero aún cabía un papel relevante para el escritor que se desenvolvía en el marco democrático, donde abundaban las voces distintas y se imponían metas más modestas. Bastaba con desentrañar los problemas coetáneos, desde los limitados saberes de cada cual, con el fin de proponer interpretaciones y salidas razonables a los conflictos. El intelectual, le gustaba decir, se asomaba a los periódicos como un observador comprometido o crítico, una definición del liberaldemócrata francés Raymond Aron con la que se sentía identificado. A esa máxima se atuvo, con una autoridad poco discutida entre los lectores, ubicados con frecuencia, pero no siempre en el centroizquierda del arco político. No era fácil replicar a sus tesis, cimentadas en una exhaustiva documentación y en el rigor con el que buscaba el contenido preciso de las palabras, que, según afirmaba, nunca eran inocentes, sino que albergaban intenciones y tenían consecuencias. Aún impresiona la solidez de sus artículos. Lo mismo que su rechazo a seguir las consignas partidistas de cada momento; aunque coincidió con quienes defendían el valor de la joven democracia española y con los proyectos modernizadores de los primeros gobiernos de Felipe González, nunca se alineó con nadie que le exigiera reprimir una convicción y algunas de sus punzadas más agudas hirieron a los socialistas.

La obra periodística de Juliá se vio impregnada de su condición de historiador, la atalaya desde la que contemplaba los acontecimientos inmediatos para situarlos en tendencias a largo plazo dentro de la historia de España, de sus problemas crónicos y en especial de los que afectaban a la democracia moderna, los obstáculos con los que había topado para llegar, consolidarse y funcionar de manera adecuada, a menudo compartidos con sus congéneres occidentales. Le gustaba recordar la genealogía de la transición democrática, inexplicable sin el esfuerzo anterior de quienes habían apostado por la reconciliación nacional, y consideraba el pacto constitucional de 1978 un gran logro, lo cual no excluía la necesaria reforma de la Constitución. Repudió con fuerza la pérdida de esa cultura pactista y la progresiva polarización política, así como los ataques a la separación de poderes. Le indignaba el deterioro de las instituciones, relacionado con la dinámica interna de los partidos, sus prácticas caciquiles y corruptas del brazo de empresas amigas, y también con el impresentable comportamiento de sus titulares. No en vano, regresó al diario en 2014 para exigir la abdicación de Juan Carlos I, que sólo tardó cuatro meses en sustanciarse.

Poco a poco, ganó espacio en sus columnas la crítica a los nacionalismos y a sus ensoñaciones románticas, que no reconocían la pluralidad de sus comunidades ni la europeización de las soberanías, embarcados en derivas maximalistas. Primero el contencioso vasco, donde condenó el terrorismo etarra y el reactivo de los GAL. Después el catalán, que desde hacía más de un siglo había generado la continua emulación en otros territorios y había terminado, a su parecer, por emplear técnicas golpistas. Tras esas consideraciones latía una honda preocupación socialdemócrata por el Estado, cuyo crecimiento —contra lo que creían y creen los neoliberales— siempre había acompañado a la democracia liberal y que en España adolecía de una falta evidente de racionalización y autonomía administrativa. Más quehaceres le dio su postura ante la llamada memoria histórica, bandera izquierdista que le irritaba. Porque confundía la historia —disciplina con reglas probatorias— y la memoria —subjetiva y voluble— y porque no era recomendable hablar de una memoria singular —peor aún, imponer una oficial—, sino que resultaba preferible referirse a memorias múltiples. Por otro lado, en la Transición no había habido amnesia, sino una amnistía dirigida a echar al olvido el pasado en la batalla política. Estas posiciones, compatibles con el reconocimiento de las víctimas de la dictadura, le valieron polémicas bastante agrias.

En definitiva, el historiador independiente convivió con el observador comprometido, y seguramente no pueda entenderse el uno sin el otro en la obra de Santos Juliá. Con su actitud quiso contribuir a fortalecer la democracia basada en una ciudadanía formada y activa, capaz de pedir cuentas a los políticos, intolerante con las corruptelas, los abusos partidistas y los populismos. Parece inevitable, al repasar sus columnas y tribunas, pensar en la irrespirable atmósfera política de hoy, más polarizada cada día, sobre las corrupciones rampantes que nos salpican o sobre el auge de la extrema derecha nacionalista, y preguntarse qué habría dicho Santos, con qué palabras, nada inocentes pero precisas y punzantes, habría descrito nuestra convulsa realidad.

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