Científicas y campesinas para salvar la tierra de Uganda
El cambio climático está poniendo en peligro los sistemas agrícolas en toda África, pero muchas mujeres emprendedoras están utilizando la ciencia para mejorar su resiliencia
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Antes de salir de casa, Julianne siempre consultaba el pronóstico del tiempo para ver si era mejor llevarse la chaqueta. Holanda es muy diferente de Uganda, donde ella nació y creció. Ya han pasado varios años desde que Julianne Sansa-Otim regresó a África, a su país, donde investiga el internet de las cosas (la conexión a la red de objetos cotidianos) a fin de conseguir que el sistema meteorológico nacional necesite menos personal y sea más inteligente.
“Hasta hace algunos años, la situación de Uganda era muy distinta de la holandesa: las estaciones del año se diferenciaban poco, salvo la de las lluvias, pero últimamente las cosas han cambiado”, observa la investigadora. Su laboratorio ha desarrollado una estación meteorológica barata y de bajo consumo energético, y ha ampliado la red de puestos de medición y registro del Cuerno de África con más de 20 estaciones, la mayoría en territorio ugandés. De hecho, de vuelta en el país africano, Sanda-Otim se puso en contacto con el Servicio Meteorológico Nacional no solo por la provechosa experiencia en sistemas de pronóstico que había adquirido en Europa, sino también por lo que había aprendido de su madre, la cual, tras jubilarse como funcionaria, había probado suerte con la agricultura. “Hace unos años, la mayoría de la cosecha se perdió debido a los fenómenos meteorológicos extremos”, señala.
La mayoría de los modelos climáticos indican que, sin una reducción significativa de las emisiones de gases de efecto invernadero, en Uganda las temperaturas medias de la década de 2030 pueden ser un grado centígrado superiores a la media de 1970-1999. Se prevé que esta tendencia continúe más allá en el tiempo. Incluso un estudio reciente ha mostrado que la productividad del país podría descender un 20% si no se toman medidas por el efecto del calentamiento global sobre la oferta de mano de obra y el consumo de alimentos. Uganda es un país en el que la malnutrición es endémica y alrededor del 80% de la población depende para su subsistencia de la agricultura y del riego que proporciona la lluvia.
“Nunca en mi vida había visto un sistema de riego, pero este año hemos empezado a utilizarlo. Las lluvias ya no caen en la misma época, y nuestra comunidad está pagando un precio muy alto”, se lamenta Vicky Ocam, que cultiva la tierra cerca de Lira, la capital del norte de Uganda. Ocam explica que, antes, la lluvia caía principalmente en dos periodos del año como un amigo puntual: desde marzo hasta abril, y desde octubre hasta finales de noviembre. “En cambio, ahora es como si la tierra y el cielo nos hubiesen traicionado. Las estaciones ya no duran lo mismo, y se ha vuelto más difícil planificar las tareas agrícolas”, explica.
La hidrología de las regiones central y septentrional del país ha cambiado en las últimas décadas, y la escasez de recursos de agua de muchas zonas se ha sumado al peso de una crisis climática cada vez más grave. El Gobierno ha intentado remediar esta situación poniendo en marcha proyectos como la construcción de 45 presas en los valles del subcondado de Ngoma, en el distrito de Nakaseke, para ayudar a los ganaderos en su lucha contra los efectos de la variabilidad y el cambio del clima. Nakaseke es uno de los 33 distritos situados en el corredor pecuario de Uganda, caracterizado por un clima semiárido y en el que predominan las comunidades de pastores muy dependientes del agua y los pastos para la cría del ganado.
“Sin lluvia, el trigo no es bueno y será difícil venderlo”, afirma Ocam mientras camina por el campo. Los pies se le hunden en la tierra seca y dura, que probablemente hace demasiado que no recibe la fresca nutrición de la lluvia. Las mujeres ugandesas como ella intentan reducir el riesgo económico asociado a la actividad agrícola uniéndose en cooperativas o consorcios y dividiendo las ganancias de su trabajo. Estas asociaciones son necesarias, entre otras cosas, porque en Uganda la tierra la trabajan sobre todo las mujeres, quienes, sin embargo, rara vez tienen la posibilidad de ser sus propietarias.
Según un estudio de 189 países realizado por el Banco Mundial en 2019, el 40% de los sistemas legislativos nacionales analizados tiene al menos un impedimento legal que limita los derechos de propiedad de las mujeres. De los 189, 36 no conceden a las viudas la misma herencia que a los viudos, mientras que 39 impiden que las hijas hereden tanto como los hijos. Este fenómeno, conocido como acaparamiento de la propiedad o privación de la herencia, imposibilita que las mujeres hereden tierras y propiedades, perpetuando así unas dinámicas de poder históricamente discriminatorias. A menudo, incluso cuando las leyes del país no establecen impedimentos o limitaciones oficiales, las prácticas tradicionales crean restricciones insalvables al derecho de las mujeres la propiedad.
Un reciente informe de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN, por sus siglas en inglés) sobre la desigualdad de género en los países en desarrollo señala que la violencia de género se utiliza a menudo como forma de control socioeconómico para sostener y fomentar unas dinámicas de poder desiguales que incluyen la relación con la propiedad, el acceso a esta y el uso de los recursos naturales. “Muchos de los problemas relacionados con la violencia de género tienen como escenario las zonas rurales, donde los hombres reclaman parte de los ingresos del trabajo agrícola realizado por las mujeres”, denuncia la socióloga ugandesa Elizabeth Birabwa, de la Universidad Makerere de Kampala, experta en el tema y uno de los autores del informe de la IUCN.
Durante la conversación sobre la cooperativa a la que pertenece, Ocam explica la colaboración actualmente en marcha con la Organización Nacional de Investigación Agrícola (NARO, por sus siglas en inglés), el organismo público ugandés encargado de dirigir la investigación agrícola para el desarrollo de especies resistentes al cambio climático. NARO también está llevando a cabo estudios dirigidos a elaborar un Sistema de Semillas de Calidad Declarada (QDS, por sus siglas en inglés) con el fin de poner a disposición de la comunidad agrícola más semillas de calidad que se adapten a los cambios en el clima.
Según la FAO (Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), en África los pequeños agricultores utilizan para sus cultivos entre un 90 y un 95% de semillas guardadas por ellos mismos, y las QDS vendidas localmente en cantidades limitadas constituyen una buena manera de reducir esta distancia y mejorar el comercio de semillas y la producción de alimentos en el continente. “En mi trabajo, me centro sobre todo en las variedades de arroz modificadas genéticamente. A través de la mejora genética queremos obtener variedades adaptables al clima, es decir, que puedan rendir mayor cantidad de producto por metro cuadrado que las antiguas incluso en condiciones climáticas más extremas, con temperaturas más altas y menor aporte de agua”, explica Jimmy Lamo, jefe de programas de investigación de cereales de NARO.
En el sur, inundaciones
Si en el norte de Uganda la escasez de agua y el cambio en la estación lluviosa son lo que ha provocado mayores problemas, en el sur del país tanto la población general como los agricultores sufren cada vez más las consecuencias de las inundaciones relacionadas con el lago Victoria, el mayor de África. Con una superficie de 68.000 kilómetros cuadrados, su cuenca está repartida entre tres países: Uganda, Kenia y Tanzania, y en sus costas viven alrededor de 40 millones de personas. Cuando el nivel de agua del lago superó los niveles históricos, las tierras de cultivo adyacentes desaparecieron bajo las inundaciones sin que los agricultores pudieran evitarlo. Como mostró un estudio de 2013, el agua penetra 67 veces más deprisa en los suelos cubiertos de árboles que en los cubiertos de hierba. De hecho, el agua fluye por los canales creados por las raíces de los árboles. El suelo actúa como una esponja o como un depósito que absorbe el agua y luego la libera poco a poco. En cambio, en los pastos, las pezuñas de las ovejas vuelven las capas superiores del suelo casi impermeables.
“Precisamente cuando la atención del mundo se centraba en la primera ola de la pandemia, el lago Victoria provocó una gran inundación y nuestro territorio fue sometido a una dura prueba”, cuenta Stephania Nantaayi, una agricultora de 41 años que vive a orillas del lago, a poco más de una hora de la capital. Nantaayi explica que muchos agricultores de la zona han decidido plantar árboles para mitigar los efectos de la subida de las aguas con la ayuda de iniciativas como la Fundación TREE (Tree Research, Education and Exploration). “Cuando los agricultores planifican por primera vez sus huertos forestales, son enseñados a estabilizar el suelo y a controlar el flujo del agua en su propiedad. Les enseñamos a diseñar estratégicamente sus tierras de cultivo”, explica Elizabeth Moore, subdirectora de formación de la fundación.
Sin embargo, el equilibrio entre deforestación y agricultura es delicado. Si bien es verdad que los árboles pueden salvar los cultivos de las inundaciones, algunos cultivos son la principal causa de la pérdida de arbolado del país, a menudo incluso muy cerca de las zonas protegidas. Un caso emblemático en Uganda es el del té.
Según el Banco Mundial, en el país africano la tasa de pérdida de la cubierta forestal es del 2,6% anual, una de las más altas del mundo. Diversas investigaciones han mostrado que casi todos los bosques naturales situados fuera de las zonas protegidas se han talado. Esto significa que la mayoría de los bosques que quedan se encuentran dentro de perímetros protegidos, como las reservas forestales o los parques nacionales. Entre 1990 y 2015, Uganda perdió el 63% de sus bosques a una tasa anual del 2,51%. A pesar de ello, el pasado junio se convirtió en el primer país africano en presentar resultados REDD+, el mecanismo de Naciones Unidas para la reducción de las emisiones provocadas por la deforestación y la degradación de los bosques.
La Encuesta Nacional de Hogares de Uganda 2016-2017 reveló que más del 80% de los hogares de las zonas rurales del país utiliza leña para cocinar. Un estudio publicado en Nature ha mostrado que el África subsahariana emite 1,6 veces más dióxido de carbono que Estados Unidos, y que la fuente no son los combustibles fósiles, sino los fuegos de leña encendidos para obtener, entre otros, energía para uso doméstico e industrial, así como las prácticas de tala y quema.
En Uganda, millones de pequeños agricultores no cultivan alimentos suficientes para su consumo y para la venta porque la producción agrícola está limitada por diversos factores que a menudo se influyen mutuamente. “Una de las principales limitaciones de la agricultura es la pérdida generalizada de fertilidad del suelo, debida a las bajas tasas de reciclaje de la biomasa procedente de los residuos de los cultivos para aportarla a los suelos”, señala Dries Roobroeck, uno de los científicos del Instituto Internacional de Agricultura Tropical de Kenia. Los agricultores suelen quemar la biomasa de baja calidad para facilitar la regeneración, lo cual provoca enormes emisiones de dióxido de carbono y partículas finas que alteran los procesos climáticos locales y planetarios, y son nocivas para la salud.
La severidad y la frecuencia de las sequías han aumentado a lo largo de los años, lo cual supone también una grave amenaza para la producción hidroeléctrica y de cultivos básicos, y tiene importantes efectos colaterales sobre la erosión de los suelos y la pérdida de nutrientes de las tierras de cultivo, que contaminan el agua de boca y perjudican a los organismos acuáticos.
Además, las mujeres, los niños y los jóvenes de las comunidades rurales son los que más sufren los efectos de la energía y las prácticas agrícolas tradicionales. “Las tecnologías de gasificación de biomasa ofrecen una solución atractiva para generar calor, electricidad y productos químicos a partir de residuos agrícolas de baja calidad y otros restos de biomasa renovable en las comunidades rurales de África”, afirma Roobroeck.
Las principales ventajas de los procesos de gasificación consisten en que estos son más eficientes que la combustión y no requieren biomasa muy exigente en nutrientes ni grandes cantidades de agua. Se ha demostrado también que el biocarbón, la sustancia residual de la gasificación de biomasa, regenera los suelos de los agrosistemas tropicales y mejora el rendimiento de los cultivos en un promedio del 25% En las comunidades rurales, la gasificación y el biocarbón juntos ofrecen grandes posibilidades a la energía de bajas emisiones sin competir por la tierra, al mismo tiempo que mejoran la productividad agrícola y la conservación, limpian la atmósfera de carbono, y aumentan los ingresos y el empleo.
Buscando soluciones sostenibles y baratas
Las soluciones sostenibles y con capacidad de adaptación al cambio climático también tienen que ser baratas. Con el uso de plaguicidas respetuosos con el medio ambiente, los agricultores no solo han reducido el impacto ambiental, sino que han ahorrado dinero. Antes, los cultivadores de tomates ugandeses gastaban 450 euros en pesticidas cada temporada. Actualmente, gastan unos 120, un 73% menos. Otros cálculos muestran que el abono de origen animal cuesta solamente alrededor de un dólar por kilo de nitrógeno, un importante acondicionador del suelo, lo cual podría suponer un ahorro de más de 10.000 millones de euros al año. A pesar de ello, en Uganda el empleo del abono ecológico no se ha generalizado.
“La utilización de fertilizantes es especialmente importante para la sostenibilidad económica, que a su vez es fundamental para los agricultores. Sin embargo, en Uganda se emplea muy poco abono. Las recomendaciones del pasado no eran muy rentables, pero la estrategia actual garantiza una buena rentabilidad. Aun así, las cantidades son bajas y, por lo general, tienen pocos efectos negativos sobre el medio ambiente mientras que suelen tener efectos positivos para la sostenibilidad económica, agronómica y ambiental”, explica Charles Wortmann, catedrático del departamento de Agronomía y Horticultura de la Universidad de Nebraska-Lincoln con amplia experiencia en agricultura ugandesa.
Por lo general, se emplean pocos herbicidas de preemergencia, y el control de las malas hierbas se realiza por medios mecánicos. Tras la última escarda de la temporada, las malas hierbas vuelven a germinar y a emerger, y algunas sobreviven, aunque la competencia con el cultivo las haya hecho desaparecer. A medida que el cultivo madura, penetra más luz hasta las malas hierbas. Entonces, estas se desarrollan, y cuando llega la cosecha, cubren gran parte del campo. El crecimiento persiste, dependiendo del agua disponible en el suelo, hasta que se prepara la tierra para la próxima cosecha. Entre tanto, las hierbas protegen el suelo de la erosión, reciclan nutrientes y contribuyen a la agregación edáfica. “Las malas hierbas suelen ser una combinación de especies que incluye leguminosas y no leguminosas, variedades de raíces profundas o superficiales, etcétera. A menudo, sirven de pasto a los animales, que eligen las especies más sabrosas. Es decir, sirven de forraje y de cultivo de cobertura”, detalla Wortmann.
El camino hacia la agricultura sostenible y la adaptabilidad climática es largo y tortuoso, pero todavía hay muchas soluciones que aplicar, técnicas que mejorar, y conocimientos que explorar.
La investigadora Sansa-Otim mira un mapa y señala varios puntos. “A lo largo de 2021 se instalarán otras 18 estaciones meteorológicas. Cuando les incorporemos unos sensores especiales, permitirán estudiar también el papel de los polinizadores en el crecimiento de determinadas especies”, destaca. “Esperamos que estas contribuciones tengan un efecto concreto en el futuro de la adaptabilidad al clima en nuestro país”.
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