Yo fui un salvador blanco
A toda una generación de jóvenes occidentales se nos hizo creer que podríamos ver el fin de la pobreza y ser protagonistas en lograrlo. Te decían que en el Sur Global los Estados no tenían capacidades o eran disfuncionales, que Naciones Unidas era demasiado rígida y burocrática; así, las ONGs se convertían en el Robin Hood del desarrollo

A toda una generación de jóvenes blancos occidentales ahora en la cuarentena y cincuentena y ocupando posiciones de poder en el sector de la cooperación, impactados por los dramas de Ruanda, Somalia o la sangría de los indígenas guatemaltecos durante la guerra en su país, se nos hizo creer que podríamos ver el fin de la pobreza y ser protagonistas en lograrlo.
Es lo que te decían en uno de los tantos másteres en cooperación y desarrollo que estabas obligado a realizar para trabajar en ONG con mucho dinero y poder. Estudiabas en el Norte, con personas del Norte, con profesores del Norte, para resolver problemas del Sur, de personas del Sur. Y no ha cambiado mucho, a día de hoy, hay más másteres en desarrollo en España que en toda América Latina o África.
Te enseñaban, y siguen enseñando, la importancia de empoderar a las personas ‘dándoles voz’, desarrollando capacidades, conociendo el terreno, el marco lógico, las contrapartes y organizaciones locales. Términos todos estos hoy cuestionados por representar relaciones jerárquicas entre las organizaciones internacionales y las personas a las que apoyan.
Te decían que en el Sur Global los Estados no tenían capacidades o eran disfuncionales, que Naciones Unidas era demasiado rígida y burocrática; así, las ONG se convertían en el Robin Hood del desarrollo, donde todo joven idealista, ingenuo y bienintencionado del Norte quería estar. Yo fui uno de ellos.
Las ONG se convertían en el Robin Hood del desarrollo, donde todo joven idealista, ingenuo y bienintencionado del Norte quería estar. Yo fui uno de ellos
Me duró la tontería un mes, cuando me quebré después de ver una escena que todavía muchas noches me levanta sobrecogido. Fue durante mis prácticas del máster con una ONG en Angola; tenía 23 años. Me llevaron para evaluar sus proyectos, comenzando por una comunidad cercana a Huambo. Era después de la guerra y había mucha hambruna. Fuimos en Land Cruiser con aire acondicionado hasta la comunidad, donde me esperaban reunidos con su mejor vestimenta, pero las miradas vacías y cuerpos de una languidez estremecedora.
Era el único representante de la ONG y me hicieron sentar en el centro de la mesa principal, bajo unos árboles, para darme un mensaje que aún recuerdo como si fuera ayer y del cual no he olvidado ni una palabra: “Si nos retiran el proyecto, la mitad de las personas aquí no estarán vivas el año que viene”. Había alrededor de 60 personas, muchos niños; la hambruna era evidente y no había cosecha para el año siguiente. Sabía que el proyecto de la Agencia Española de Cooperación Internacional no había sido aprobado para el próximo año, pero fui un cobarde y les mentí, diciéndoles que aún no se había tomado la decisión y que haría todo lo posible para que continuara. Todavía me atormenta saber qué fue de sus vidas.
Algo falla cuando a un joven blanco sin conocimiento de nada se pone delante de una comunidad para sentenciarles sobre el destino de sus vidas. No puede una ONG, por un cambio de prioridades, condenar a muerte a una comunidad; solo es posible cuando las decisiones se toman muy lejos, como así era: en concreto en Madrid o Barcelona, con base en fríos marcos lógicos y por ONG internacionales con mayor vínculo a sus donantes que a la comunidad a la que atienden. Desde entonces fui muy crítico con el trabajo humanitario de las ONG: demasiado poder y demasiado cowboy. Esto me generaba conflictos morales.
Hubo que esperar hasta 2016 para que los principales donantes y organizaciones humanitarias del mundo firmaran el “Gran Pacto” —un compromiso para destinar más fondos y decisiones a las personas en los países donde se implementan los programas humanitarios. Se acordó dar el 25% de su financiamiento a organizaciones nacionales y subnacionales en los países donde operan los programas para 2020, pero solo se logró llegar a la ridícula cifra del 3,4%, y en 2022 incluso cayó al 1,8%.
Decidí trabajar en campañas de incidencia política, convencido de que era necesario promover cambios más estructurales a través del apoyo a organizaciones sociales. Me dediqué a esto durante 10 años desde diferentes países de América Latina. Comencé en Honduras, con un contrato local (a diferencia de los blancos occidentales), sin poder adquisitivo (ni ganas realmente) para integrarme a la comunidad de expatriados y asistir a los mejores restaurantes y hoteles, en este caso de Tegucigalpa. El equipo era totalmente hondureño, y mi jefa, nicaragüense, algo muy distinto al resto de las ONG. Una vez, una de estas organizaciones me pidió una recomendación para alguien que pudiera formular un proyecto. Le sugerí una colega guatemalteca con experiencia en el tema, y su respuesta me impactó: dijo que estaba bien, pero necesitaba a alguien con una educación cartesiana “como la nuestra”. Llevaba un mes en el país, y esto me sirvió para darme cuenta del racismo estructural de un sector en el que los europeos siempre se ven como superiores frente a profesionales nacionales que poseen conocimientos y experiencia de la que yo en ese momento estaba muy lejos.
Un estudio del Banco Mundial mostró que el personal de desarrollo suele hacer suposiciones incorrectas sobre las personas a las que apoya y “suelen tomar decisiones que favorecen a ciertos grupos sobre otros, influenciados por su entorno social, los modelos mentales que tienen sobre los pobres y los límites de su capacidad cognitiva”. Este racismo y superioridad blanca han sido constantes, adaptándose en formas y estilos, pero siempre dominados por un pensamiento occidental y una jerarquía frente al “otro”.
En mi trabajo en campañas, contaba con muchos recursos para apoyar a organizaciones locales y promover cambios, como mejorar la ley de seguridad alimentaria, presionar a una empresa minera o defender los derechos laborales de las mujeres en las maquilas. Sin embargo, las decisiones sobre las temáticas en las que nos centramos se tomaban en el Norte, los informes los realizaban investigadores del Norte y la opinión pública priorizada era la del Norte. En ese entonces, había más personas dedicadas a campañas para América Latina en Madrid que en toda la región. Esto ha cambiado progresivamente, pero persiste.
La influencia sobre las organizaciones nacionales era desproporcionada e incómoda, ya que dependen de tu financiamiento y cuentas con más recursos y personal. Estas organizaciones te están permanentemente rindiendo cuentas, les exiges trabajar en los temas que consideras importantes, limitas sus salarios, a pesar de ser los tuyos mucho mayores, y te quedas con la mayor parte de los recursos que consigues del donante, aunque ellas sean quienes aportan el mayor valor agregado. En los informes a los donantes, sin embargo, te atribuyes gran parte de los logros. Recientemente, escuché a la codirectora de una prestigiosa organización brasileña que apoyábamos decir: “las ONG han pasado de ser aliadas a ser competencia sin valor agregado alguno”.
El sistema tiene que cambiar. La sociedad civil del Sur Global exige cada vez más la decolonización del sistema de ayuda, pues los avances han sido pocos para superar la visión eurocéntrica y un valor agregado cada vez más difuso, a pesar de acumular tanto poder en la imposición de agendas y burocracia. Y no solo la presión viene del Sur: la confianza en las ONG en el Norte no solo está disminuyendo, sino que se encuentra por debajo de muchos sectores corporativos y ha caído más que en cualquier otro sector.
Si a esto sumamos el deseo de la extrema derecha de acabar con la cooperación internacional y la pérdida de autoridad moral de Occidente (y su ayuda) ante la crueldad de Israel en Gaza, la necesidad de una profunda reflexión es todavía mayor. El reciente libro de Deborah Doane da pistas sobre por dónde empezar este debate, que, en realidad, ya hace 25 años se planteaba, pero no se quiso escuchar, porque no interesaba. Habrá que pensar por qué y de prisa, pues el contexto actual no puede esperar.
El futuro de la cooperación internacional pasa por su localización. Esto implicará menos poder, recursos y personal para los intermediarios del Norte, que deberán redefinir su rol para seguir siendo relevantes
En los últimos meses, ha comenzado a resquebrajarse el andamiaje de la cooperación, tal como la conocíamos desde hace 80 años. Y lo ha hecho de la forma más inesperada: viniéndose abajo, nada más y nada menos que USAID. Llevamos dos meses procesando esta sacudida, gestionando recortes infinitos o refugiándonos en la negación. Es hora de ponerse a la acción para dar paso a nuevos paradigmas de cooperación más acordes a los tiempos actuales.
El futuro de la cooperación internacional pasa por su localización y, ojalá, decolonización, abandonando finalmente los roles de “salvadores blancos”. Esto implicará menos poder, recursos y personal para los intermediarios del Norte, que deberán redefinir su rol para seguir siendo relevantes. Cada vez menos recursos pasarán a través de las ONG del Norte y las organizaciones del Sur Global podrán acceder a convocatorias y a fondos directamente.
Las ONG se deberán orientar hacia la facilitación del conocimiento, la conexión, la amplificación de voces y la construcción de ecosistemas de desarrollo. Dejar el asiento del conductor y pasar a ser acompañante. Este proceso requiere diálogo con donantes, responsabilidad compartida y tiempo para la adaptación. Puede ser sin duda un proyecto ilusionante y en positivo, ahora bien, quien no se adapte corre el riesgo de desaparecer, si no lo ha hecho ya.
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