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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De dónde vienen los indignados

Los partidos están abandonando su función de instrumento para la participación política

Los movimientos de protesta contra las medidas europeas de ajuste económico, el autismo de la clase política y la tolerancia de los partidos hacia la corrupción volvieron el pasado domingo a hacer acto de presencia en más 50 ciudades españolas. Los episodios de violencia registrados hace una semana en Barcelona parecen haber servido para que estampas de ese género no se repitieran.

Los autoengaños interiores y las trampas externas que acechan a este tipo de movimientos sociales son tan obvios y tienen tal cantidad de precedentes que su mera enumeración —como la búsqueda de soluciones simplistas para problemas complejos— sería un ejercicio de pedantería. Aunque esas organizaciones no nazcan por generación espontánea, las fantasías fabricadas con el propósito de sacar a la luz —como a la última muñequita de las matrioskas rusas— un núcleo de perversos conspiradores que manipulan a sus compañeros de viaje o de acampada son una bobada. Sin embargo, hasta el habitualmente ecuánime presidente de la Generalitat ha evocado la kale borroka a propósito de las agresiones de la pasada semana a los parlamentarios autonómicos, facilitadas en buena medida por la patética incompetencia del conseller Felip Puig.

Las hipótesis más razonables acerca del origen de ese movimiento recuerdan la existencia previa de un número indeterminado de iniciativas —independientes entre sí— para participar en la vida pública y hacer oír la voz de nuevos actores que no se sienten atraídos —o han sido rechazados— por los partidos con representación parlamentaria. Esas tentativas nacidas en fechas y localidades diferentes terminaron por encontrarse, converger y cristalizar en torno las elecciones del 22-M sobre el trasfondo del desempleo juvenil, la crisis económica y la ofensiva de los mercados financieros contra la eurozona.

Una manera torticera de deslegitimar a los manifestantes que protestaron el pasado domingo por no sentirse representados en las instituciones —su número pudo llegar a 200.000 en toda España— es sacar a relucir el dato incongruente de los 23 millones de electores del 22-M; la abstención española se mueve en niveles razonables dentro de la Unión Europea y el incremento de las papeletas nulas y en blanco —casi un millón— en la última convocatoria todavía no constituye una amenaza. Las vanguardias tienden a sobrevalorar su representatividad política y social y a reivindicar el voto de calidad —según criterios de nacionalidad, educación, clase social o ideología— frente a la cantidad de papeletas reunidas en las urnas. Pero la pretensión de equiparar a los movilizados del pasado domingo con el cuerpo electoral del 22-M no solo resultaría aritméticamente insostenible sino que conculcaría además una regla básica —un hombre, un voto— de la democracia representativa o participativa.

El paralelismo entre quienes afirman no sentirse representados en los Parlamentos y quienes dicen sí estarlo carece de sentido. Mayor interés ofrece la comparación entre la afiliación a los partidos y la capacidad de arrastre de los movimientos sociales. El PSOE ha obtenido en sus mejores momentos algo más de 11 millones de votos pero su militancia se reduce a poco más de 200.000 cotizantes. Durante la Segunda República, buena parte del funcionamiento del partido socialista —venta de periódicos, pegada de carteles, reparto de propaganda electoral, cuidado de las sedes, organización de mítines, etc— estaba a cargo del trabajo voluntario y gratuito en sus horas libres de los afiliados, sustituidos hoy en gran medida por profesionales externos pagados con dinero público.

Las direcciones de los partidos reparten decenas de miles de cargos públicos remunerados —electos o de libre designación— entre sus afiliados, que tienden a favorecer el mantenimiento del númerus clausus en su propio beneficio. Los 200.000 movilizados el 19-J en diversas ciudades españolas, en cambio, son asimilables a los militantes de los partidos en los tiempos difíciles de la lucha contra Franco o el arranque de la transición que no tenían nada que ganar y mucho que perder con su adscripción asociativa. ¿Qué otras vías distintas a los partidos podrían utilizar hoy los jóvenes que desean intervenir en la vida pública e influir sobre las decisiones colectivas si unos partidos —“instrumento fundamental para la participación política” según el artículo 6 de la Constitución— convertidos en oficinas de colocación les cierran sus puertas o les exigen disciplina y obediencia propias de cartujos?

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