Silencios silenciados
Hurgar en las heridas de las víctimas de Franco y los niños secuestrados puede ser necesario si supuran
Al margen de inevitables oportunismos en su tratamiento público, fenómenos bien dispares y de desgraciada actualidad entre nosotros comparten algunos aspectos comunes. Pienso en la exhumación de los restos de personas fusiladas durante la Guerra Civil y en la denuncia e investigación de robos de recién nacidos desde los años cuarenta en adelante. Y si habláramos de Irlanda, poco costaría rastrear el mismo parecido en la prolongada pederastia que ensució sus escuelas y seminarios durante las últimas décadas.
Centrándonos en nuestro país, ¿dónde se hallan esas semejanzas entre los fenómenos apuntados? Nadie negará que son realidades muy dolorosas para quienes las experimentaron y aún experimentan: los familiares y descendientes de los fusilados, de un lado; del otro, las madres (y padres) de esos hijos arrebatados y esos mismos niños cuando se hicieron mayores y les fue desvelado su origen. Hay coincidencias, con todo, que van más allá del común sufrimiento que ambas infamias entrañan. La principal, el espeso silencio colectivo en que se han mantenido a lo largo de muchos decenios. Creo que esto debería destacarse y suscitar las más hondas meditaciones. En ello entraré aun a riesgo de relegar otras perspectivas decisivas sobre esos hechos y, lo que es peor, de incurrir en involuntaria desconsideración hacia las propias víctimas de tan tremendos crímenes y abusos. Pero hurgar en las heridas puede ser necesario si todavía están supurando.
El primer deber en aquellos tiempos era salvar la propia vida, no denunciar
En todos los casos hubo asesinos o agresores y, bajo otro papel no menos inicuo, ladrones o embaucadores sin escrúpulos. De ellos nada cuesta decir que fueron los culpables de estas penosas historias, los que perpetraron y desencadenaron el dolor que sus víctimas padecieron. De modo que sin su autoría el mal no hubiera tenido lugar, desde luego..., pero tampoco sin la cooperación secundaria de otros cuantos. Porque hay más figuras en este retablo de horrores. Son figuras que no están libres de alguna responsabilidad, ya que no en la producción inmediata del horror, sí al menos en el posterior mantenimiento del silencio o del disimulo acerca de aquel horror.
Admitamos que tienta incluir ahí a los descendientes de quienes hoy muestran sus huesos en las zanjas al fin excavadas. También a esas otras víctimas que son las madres biológicas de aquellos niños a los que alguien llevó con engaño a otros hogares y por los que no han dejado de suspirar cada día. A fin de cuentas, y en general, a unas y otras tal vez se les podría reprochar que no se han dejado oír hasta tiempos cercanos. Pero su inmerecido sufrimiento ha sido tan enorme que les hace ante todo acreedores de nuestra compasión.
En cambio, hay unos terceros protagonistas a los que casi nunca se alude y cuya responsabilidad en el daño es innegable: sus espectadores mudos. Fueron esos que sabían con detalle lo que se tramaba, o lo que ocurrió o sabían lo suficiente para no querer saber ya nada más..., pero callaron. En un caso se trataba de unos cuantos vecinos del pueblo, los delatores de los detenidos, los que acompañaron el “paseo” final o simplemente los que conocían sus macabras circunstancias. En el otro, toca señalar a las monjas o sacerdotes, médicos o enfermeras que participaron en ese espeluznante comercio de criaturas humanas, no como sujetos directos ni siquiera como colaboradores, pero sí como testigos o siquiera enterados de los hechos. ¿Tan injusto sería tachar a todos ellos de cómplices pasivos, de actores por omisión de estas tragedias? ¿Cómo extrañarse de que los hijos y nietos de las víctimas extiendan también la responsabilidad a los que entonces consintieron y a los que después callaron?
Hay unos terceros protagonistas a los que casi nunca se alude y cuya responsabilidad es innegable: sus espectadores mudos
Seguramente en todos ellos —quien más, quien menos, más pronto o más tarde— brotó algún sentimiento de piedad hacia los dolientes, pero el miedo ganó la partida. Los familiares de los asesinados y cuantos conocían el lugar donde reposan sus cuerpos temieron más las amenazas y represalias que los matadores o sus deudos podían aún emprender si esos incómodos testigos abrían la boca. Hubo al parecer bastantes que prefirieron dejar en paz a sus muertos para no remover fantasmas que les agobiarían el resto de su vida. El otro miedo, el de quienes ocultaron a las madres el engaño sufrido, es de suponer que nacía de prevenir las molestas pesquisas policiales y procesos judiciales (cuando no incluso venganzas privadas) que su denuncia iba a traer consigo. El resultado es que aquellos primeros silencios han sido más tarde silenciados.
Es probable que cualquiera de nosotros, puestos en tan dramáticas circunstancias, se hubiese comportado de manera parecida. Como esos prudentes espectadores de entonces, alegaríamos que no habíamos causado el mal, que nada sabíamos, que no era cosa nuestra, que el primer deber nos pide salvar la propia vida, que no tenemos madera de héroe. Son distintas versiones de la socorrida (y falsa) disculpa de que nuestra obligación moral estriba solo en no hacer daño al prójimo, pero no en impedirlo o reducirlo aun cuando ello esté a nuestro alcance. A uno le sorprende, con todo, que no se hayan encontrado vías privadas para dar publicidad a lo que tantos tenían que saber. Uno quiere creer que algunos de esos espectadores, una vez garantizada su seguridad, acabaron comunicando lo que sabían a fin de procurar una justicia tardía. O que otros de ellos, ya a punto de despedirse de este mundo, revelaron su secreto a quienes podía servirles como el consuelo que anhelaban.
Pero aún más llamativo es que aquellos temores, que empezaron en 1936, no hubieran desaparecido o quedaran siquiera atenuados unos años después de 1975, la fecha en que situamos la llegada a España de la democracia. Se intuye así que a partir de ese momento cambiaron las formas jurídicas y políticas del país, pero permanecieron incambiadas demasiadas conciencias y los ancestrales sentimientos de muchas de sus gentes.
El largo ocultamiento del posterior tráfico de recién nacidos reafirma con toda crudeza que eran muchos los que no confiaban bastante en el Estado de derecho. Se diría que el juicio del vecino valía más que el del juez togado, el poder de las fuerzas vivas superaba con creces al de las fuerzas del orden. Y todo ello deja en el aire una inquietante pregunta final: si esas fueron cosas de tiempos pasados o, bajo otras máscaras y nuevos pretextos, perviven todavía en el presente.
Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral de la Universidad del País Vasco y autor de Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente (Alianza, 2010).
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