“¿Cómo iba a dejar al niño en la calle?”
Alba y José cuidan al hijo de una pareja colombiana que ha ido a Reino Unido a buscar trabajo
Sin trabajo, sin casa, abrasados a deudas, desesperados, Claudia y Juan, colombianos, decidieron, tras 13 años en España, probar suerte en otro sitio: Reino Unido. Primero se adelantó ella, el pasado enero, y alquiló una habitación. Después fue su marido. La abuela y los tres niños de la pareja, de 14, tres y un año, se quedaron en casa de unos amigos, Alba, también colombiana, y José, madrileño, que sin dudarlo, hicieron un hueco en su modesto piso del Puente de Vallecas para tres personas más. Hace dos meses, Jorge, el mayor, despidió también a sus hermanos y a su abuela, que se reunieron en Londres con el resto de la familia. Entre todos decidieron que él se quedara para terminar el curso. Jorge lo entendió. Ni piensa ni habla como un niño de 14 años. Está demasiado acostumbrado a las renuncias y a las despedidas.
“Mi madre se vino a España cuando yo tenía un año, hace 13. Yo vine con tres”, explica. “Aquí, ella trabajaba de cajera y limpiadora y mi padre, en la construcción. Mi abuela limpiaba casas hasta que nacieron mis dos hermanos”. Con la crisis, todos se quedaron sin trabajo. Tres años sin ingresos. Perdieron la casa.
La tasa de paro de la población inmigrante es del 36,95%, casi 15 puntos superior a la de los españoles. Los colombianos, la tercera comunidad extranjera (no comunitaria) más numerosa en España, perdió en un año (de 2010 a 2011, según los últimos datos del INE) 28.507 compatriotas (10,4%). Tras al menos 13 años de subida ininterrumpida —el INE solo tiene datos desde 1998— la población extranjera en España bajó el año pasado por primera vez.
“Me dio mucha pena que se fueran, pero lo entendí. Me explicaron que tenían que buscarse la vida y que en cuanto encontraran un trabajo, me reuniría con ellos. Los echo mucho de menos, pero me da mucha pena irme. Quiero mucho a mis amigos”.
— Jorge, ¿dónde está tu casa?
— “Donde esté mi familia”.
— ¿Y de qué país te sientes?
— “De donde esté viviendo”.
Responde con convicción, pero con lágrimas, porque pese a tener solo 14 años, es muy consciente de su situación, de los sacrificios que ya ha hecho y de los que tendrá que hacer. Como todos los emigrantes, él también había hecho sus planes, tenía su proyecto. Apasionado del fútbol, jugó como portero en la cantera de uno de los cuatro equipos madrileños en primera división, hasta que cambió el entrenador y colocó a un familiar en su puesto. “Esa es la imagen que se va a llevar de los españoles”. José se indigna como se indignaría un padre. Jorge se apuntó entonces en otro equipo del barrio, “pero renunció para ahorrarle el dinero que costaba a su familia”, revela José.
—¿Qué te vas a llevar de España con más cariño?
— “La amistad. Las cartas que me han escrito mis amigos al saber que me voy. Dicen que me echarán de menos, que siempre estaré con ellos, y que esperan que vuelva”.
— ¿Y vas a volver?
— “Espero”, responde secándose las lágrimas con las manos.
Ana y José se emocionan al ver llorar a Jorge. También Ana dejó a sus hijos en Colombia una vez, hace casi 15 años, para ganar dinero en España. “Fue muy duro. Yo me divorcié muy joven y cuando se acercó el momento de que fueran a la universidad, no podía pagarla. Lo hablamos los tres, me prometieron que iban a estudiar, y me vine. Trabajaba 18 horas al día. De lunes a domingo: en una clínica de masaje, ayudando a personas mayores a domicilio, limpiando chalés, planchando... Tardé tres años en volver a verlos porque no pude ir a Colombia hasta que no tuve papeles”.
Su hijo mayor se licenció en informática, y el pequeño en publicidad. Alba había cumplido su misión, pero las cosas no salieron como esperaba y cuando pensaba volver a Colombia, su madre enfermó y volvía a hacer falta dinero. El mayor de sus hijos decidió venir a España porque allí no encontraba trabajo. “Aquí, de lo suyo, tampoco, pero en la construcción no le faltaba. Le animé a comprarse una casa. La perdió el año pasado. Se la quedó el banco y aún les debe dinero. ¿Cómo puedes tener una deuda por algo que te han quitado?”, se indigna Alba. “Sigue en paro y no puede ni comprarse un teléfono por estar en una lista de morosos”.
Alba entiende perfectamente a Claudia, por eso no dudó un momento en cuidar a sus hijos “el tiempo que haga falta”. También entiende a Jorge. “Cuando yo llegué, había impresentables que me gritaban: ‘¡Sudaca de mierda! en el metro. En el colegio de Jorge un chaval se mete con él. Un adulto pude ignorar esas cosas. A un niño le afectan mucho.
Ahora es José el que va a ver a la tutora de Jorge. “Su padre me quiso dar dinero pero le dijimos que ni de broma, donde comen dos comen tres. A los niños los quiero como si fueran mis sobrinos y a sus padres, como mis hermanos. ¿Cómo iba a dejar al niño en la calle? Aquí ya no aguantaban más. Hay gente que le da vergüenza volver así a su país”.
“Conozco familias de colombianos que compraron pisos con créditos de 55 millones por casas que no valían ni la mitad y con dinero además, para muebles. Ahora están desahuciados”, explica Alba. “La clase media ha desaparecido. Veo a clase media en comedores sociales y durmiendo en el monovolumen que se compraron una vez. Nosotros tenemos una estabilidad relativa. Yo llevo cuatro años sin trabajo, pero Jose conserva el suyo, conductor en la EMT, aunque no me fío de Aguirre, ¡quiere privatizar hasta el agua!”.
José y Alba se conocieron en ese autobús. “La cogía todos los días en el mismo sitio, a las seis de la mañana. La miraba por el retrovisor, empezamos a hablar... Un día tomamos un café, y luego otro y otro...”, recuerda José. Después de siete años de cafés, se casaron. “Nunca pensé que me fuera a decir que sí: tan guapa, tan lista, tan, tan trabajadora...”
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