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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Diplomacia de la cañonera (es broma)

Todo lo que hay que hacer es obligar a los gibraltareños y a sus padrinos a cumplir con las leyes

El último episodio de la humorada en torno a Gibraltar tiene al Reino Unido mandando su flota a enseñar los dientes. Si la cosa no fuera tan chusca, recordaría a la diplomacia de la cañonera puesta en marcha por los propios ingleses y los franceses frente a Venezuela a finales del XIX y refinada luego por el presidente Franklin D. Roosevelt en aplicación del “América para los americanos” y del ordeno y mando colonial. Londres y Madrid se han apresurado a explicar que esta idiotez británica no es amenaza ni presión, sino simplemente unas maniobras previstas tiempo atrás. Qué casualidad. Pues del mismo modo que se programan, se desprograman para no insultar innecesariamente al aliado español al que tanto se quiere.

Toda esta ridícula historia nace de la increíble estupidez de las autoridades gibraltareñas que decidieron alicatar el fondo de la bahía de Algeciras para impedir faenar a los pesqueros españoles. Que Gibraltar explique ante el mundo este deliberado daño a la ecología de los mares perpetrado con una excusa que bien merecería que la flota española llenara de rocas la entrada de la bahía. Todo esto parece una película de Buster Keaton.

La escalada de revancha se ha detenido de momento en la revisión minuciosa de los automóviles que cruzan la frontera de Gibraltar y que ha interrumpido la práctica inmemorial de acercarse al Peñón para hacer contrabando de telas, vajillas, tabaco, artículos de deporte, gasolina barata y droga. Era lo menos que podía esperarse, sobre todo considerando que las autoridades gibraltareñas han hecho siempre la vista gorda frente a este tipo de delitos y han hecho de todo menos colaborar con las autoridades fiscales y monetarias de Madrid (igual que los ingleses, claro). Nada de todo esto parece responder a la amistad íntima entre dos pueblos ni al habla de los llanitos que lo hacen con acento de Argecira.

La política exterior es imprecisa. Hoy nos vemos de nuevo en el punto cero

En España existe respecto de Gibraltar una doble corriente de opinión, aparte de la que aboga por ignorar el problema por nimio: por un lado, envolverse en la bandera, cerrar la frontera a cal y canto, interrumpir el suministro de agua e impedir los vuelos. Todo esto como paso previo a una acción de guerra del tipo del desencadenado contra el islote de Perejil por viento fuerte de levante. Una buena guerra, vamos, que los ingleses no han tenido una desde el incidente de las Malvinas y nosotros desde el Sáhara.

La otra tendencia aboga por dejarse de tonterías (¿qué me dicen del hecho de que el equipo de fútbol de la colonia haya sido admitido en la FIFA con la salvedad de que nunca podrá jugar contra España? ¿Qué honor quedaría mancillado?) y empezar de cero y con amabilidad.

En esta cuestión la política exterior española, que es imprecisa, pusilánime y contradictoria, se ha movido entre ambos extremos a golpe de patrioterismo: izquierda o derecha, abrir o cerrar, seducir o castigar. El resultado no puede ser más catastrófico y hoy nos encontramos de nuevo en el punto cero. Como vuelva a escuchar una invocación a las sacrosantas cláusulas del tratado de Utrecht, me pondré a gritar.

Todo lo que hay que hacer es obligar a los gibraltareños y a sus padrinos a cumplir con las leyes. Es incómodo pero funciona. Es preciso que España se siente con el Reino Unido y con el Gobierno de Gibraltar y plantee su catálogo de exigencias razonables. Nada de ONU, de descolonización o de reivindicaciones territoriales; ya sabemos que el aeropuerto está en un trozo robado a España. ¿Y qué?

España debe decir “desmontamos la verja, suprimimos la aduana, dejamos el paso libre a todos” (que se ocupen los ingleses de la zona franca y de los libres de impuestos: en la vigencia del telón de acero, los italianos de Trieste pasaban a diario a Liubliana, capital de Eslovenia, a hacer la compra y a rellenar los tanques de gasolina y no pasaba nada, ninguna economía se hundió, ningún país se rompió). “Lo haremos para siempre, pero a cambio queremos que ustedes controlen a sus gentes y a sus compañías y a los que llegan al Peñón desde fuera del territorio Schengen. Y si no lo hacen ustedes, al que pillemos haciendo trampas (propiedades interpuestas, evasión de impuestos, dinero negro, contrabando) lo crujimos. Ah, y de paso, si ustedes no quitan los bloques de cemento del fondo de la bahía, los llevaremos a los tribunales internacionales, a ustedes y a sus mentores los británicos, para que sean condenados y paguen, además, las multas que correspondan con el agravante de estupidez supina”.

Fernando Schwartz es escritor y diplomático

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