Manuel Jiménez de Parga, un jurista al servicio de la democracia
Académico, ministro y embajador, presidió el Tribunal Constitucional
La muerte, ayer en Madrid, del profesor Manuel Jiménez de Parga (Granada, 1929) ha sorprendido a muchos, tal era el entusiasmo, vigor y capacidad de trabajo demostrados a lo largo de sus 85 años de fructífera vida.
La vocación primera de Jiménez de Parga fue el estudio y la universidad, pero su vida profesional también se proyectó en otros ámbitos, como el periodismo de opinión, el servicio al Estado, la abogacía y la política, todos ellos difícilmente separables y que configuraron en conjunto su singular personalidad. Además, por encima de todo era una buena persona, alguien con quien se podía contar siempre para cualquier causa digna, sobre todo si se trataba de defender la justicia, la libertad y la igualdad.
Los que fuimos sus alumnos en la Universidad de Barcelona a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta no olvidaremos nunca sus clases y su ejemplo como demócrata en aquellos años difíciles. Años en los que muy pocos tenían valor suficiente para superar el miedo, la base que sostenía la dictadura franquista. Quizás su principal legado consista en que fue un intelectual que nunca tuvo miedo a expresar lo que pensaba, incomodara o no al poder, y fuera este poder de carácter político, económico o social. Lo que se debía hacer se hacía. Con buenas maneras, con elegancia y, sobre todo, con fundamento. Pero no se lo pensaba dos veces, al coste que fuera.
Dentro del aula, Jiménez de Parga explicaba —nada menos que Derecho Político— como si en el exterior hubiera libertad. Nos enseñaba con total naturalidad los principios del Estado de derecho, las ideas políticas a lo largo de la historia y los sistemas de gobierno de aquellos países que él denominaba “grandes democracias con tradición democrática”: Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Todo ello para irnos acostumbrando a lo que tarde o temprano vendría. Sus frecuentes alusiones a la penosa situación política española arrancaban con frecuencia los aplausos de los alumnos.
Naturalmente, esta actitud desafiante, insólita en aquellos tiempos, inquietaba a las autoridades, que le perjudicaron tanto como pudieron pero sin lograr que se callara. Sería demasiado largo dar cuenta de lo vivido junto a él en aquellos años. Colaborador habitual de La Vanguardia, por orden de Manuel Fraga Iribarne, entonces titular de Información —para llamar a este ministerio de alguna manera— tuvo que renunciar a firmar con su nombre y adoptó el seudónimo de Secondat, en alusión a Montesquieu, que ha mantenido después en otras épocas. Precisamente la editorial Iustel le acaba de publicar en estos días el libro Los 500 brevetes de Secondat, en el que recoge sus colaboraciones en El Mundo durante los cuatro últimos años. Son reflexiones de madurez, un auténtico testamento, el destilado último de las ideas y actitudes de toda una vida.
En aquellos años de la Barcelona predemocrática, su seminario de Derecho Político fue un hervidero de agitación democrática. Escogió a sus colaboradores —entre los que cabe destacar a Jordi Solé Tura, José Antonio González Casanova e Isidre Molas, inicio de una larga y amplia escuela— sin mirar su color político, es más, sabiendo que este no era el que podía complacer ni a las autoridades ni a buena parte de sus clientes. Pero lo que se debía hacer se hacía, y punto. Su despacho de abogado también fue un centro en el que se tramaban las conspiraciones más diversas, un lugar de acogida y defensa de todos los antifranquistas, una especie de club al que acudían cuantos periodistas extranjeros buscaban informarse sobre España. Políticamente independiente, se relacionaba con todas las fuerzas políticas y en aquellos veinte años barceloneses fue, en sí mismo, una especie de grupo de presión democrático, que preparaba el terreno al futuro que se avecinaba.
Con la democracia vinieron los honores: diputado constituyente por UCD, ministro de Trabajo, embajador ante la OIT. Pero políticamente Jiménez de Parga no fue cómodo para nadie, era demasiado independiente y demasiado académico. Volvió a la cátedra, esta vez en la Universidad Complutense, al despacho de abogado y a las colaboraciones de prensa. Más tarde, su vocación de servicio público encontró acomodo durante unos años en el Consejo de Estado y después, por designación del último Gobierno de Felipe González, fue designado magistrado del Tribunal Constitucional, que llegó a presidir. En estos cometidos pudo volcar todos sus conocimientos, aprendidos en los libros y en la experiencia forense, y demostró ser un jurista de Estado, es decir, todo lo contrario de un leguleyo. Más que la letra de la ley, le importaba el buen sentido del derecho, de los valores profundos que encierra el ordenamiento jurídico.
Buena parte de su tiempo lo ocupó la vida pública y profesional. Pero también fue feliz en la privada. Hace casi dos años falleció su esposa, Elisa Maseda, que como escritora firmaba Elisa Lamas, un golpe moral que nunca consiguió superar, tan imprescindible fue en su vida. Tuvo siete hijos y veintiún nietos, su refugio en estos últimos dos años de soledad. Además, infinidad de amigos, en su ciudad natal, en Barcelona y en Madrid. Como en todo buen universitario, la curiosidad por el saber fue su gran impulso vital. Y entre todos los saberes, uno fue el dominante: el derecho junto a la política, lo que él seguía denominando derecho político. En definitiva, una vida larga y plena, una vida con sentido, siempre en el filo de la navaja. Vivir es arriesgarse, tituló sus memorias. En efecto, se arriesgó siempre y vivió con plenitud.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.
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