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LOS GRANDES SUCESOS DEL ARCHIVO DE EL PAÍS

Días de sangre y sueños

La matanza de los abogados de Atocha a manos de la ultraderecha el 24 de enero de 1977 puso en jaque la recién estrenada democracia

Rosa Montero
Carlos García Juliá como abanderado de Blas Piñar.
Carlos García Juliá como abanderado de Blas Piñar.EL PAIS

Los sucesos de EL PAÍS

Los reportajes y ensayos de esta veraniega serie han sido extraídos del libro Los sucesos de EL PAÍS, publicado en 1996 como parte de la conmemoración de los 20 años del diario, lanzado el 4 de mayo de 1976. Históricas firmas del periódico, como Rosa Montero, Juan José Millás o Jesús Duva desmenuzan algunos de los crímenes que han marcado la reciente Historia de España, del asesinato de los Marqueses de Urquijo al secuestro de Melodie.

—¿Y tú cómo ves la situación?

—¿Cómo quieres que la vea? Pues muy preocupante.

Desde luego no se puede decir que este año de 1977 haya empe­zado demasiado bien: la ofensiva feroz de ETA y del GRAPO, los ru­mores, la tensión creciente... Los abogados del despacho laboralista de Atocha 55, montado por Comisiones Obreras, se están tomando unas cañas en El Globo, el bar de enfrente. Hoy, 21 de enero, es vier­nes, y siempre llegan a los viernes agotados. Para peor, están en me­dio de una huelga de transporte y tienen trabajo acumulado para el fin de semana. Así es que sorben sus cervezas y discuten, cómo no, sobre el monotema: la situación política. El cansancio les pone un poco lúgubres.

—Yo estoy seguro de que todo esto es un intento claramente de­sestabilizador: los atentados a los policías, los secuestros de Oriol y Villaescusa ...

Es extraño. Durante años han trabajado eficazmente bajo la re­presión y el riesgo. Rozando siempre la ilegalidad, los despachos laboralistas de gente de partido han realizado durante los últimos años del franquismo una labor política y social incalculable. Ahí están, por ejemplo, Francisco Javier Sauquillo y Lola González, metidos en esto desde hace mucho. Se casaron en el 73, los dos con el título recién sacado bajo el brazo. Son de buena familia, y te­nían perspectivas de un futuro profesional triunfante. Pero ellos optaron por el trabajo colectivo. Concretamente por la acción ciudadana: ejercen como abogados en las barriadas fabriles de Alcor­cón y de Móstoles. Así es que todas las mañanas tienen que tomar las camionetas de extrarradio, reventadas de gente y sueño insa­tisfecho.

No es una vida fácil la que han escogido, ni ellos ni todos los de­más. Gran parte de los abogados del Partido Comunista son delfines veinteañeros de la clase acomodada. Muchos tenían delante de sí un futuro muy cómodo: hubiera bastado con seguir el camino marcado, con instalarse confortablemente dentro del elitista e individualista estatus de abogado. Como Luis Javier Benavides, que viene de una familia tan fina y tan tradicional que hace un año tuvo un gran dis­gusto con su madre viuda cuando decidió irse a vivir con Elisa sin casarse con ella. O como Enrique Valdevira: su padre es un patrono del vidrio, del sindicato vertical. Muy vertical, muy patrono. Parece mentira que Enrique haya salido así, tan idealista, tan contracul­tural, tan inocente. Todo el día dando la tabarra con el ecologismo, con la contaminación y con el medio ambiente: quiere un mundo nuevo para su hijo de diez meses.

Y como ellos todos los demás, el resto de los laboralistas, que son una pandilla de locos generosos. Todos escogieron el anonimato in­dividual, un sueldo risible de 30.000 pesetas al mes y un trabajo so­brehumano (eso no lo escogieron, pero resultó ser así). Por la maña­na hay que ir a los juicios, a la delegación de trabajo, a cumplir papeleos. Por las tardes, y hasta las diez o las once de la noche, hay que atender las consultas en el despacho, colas y colas de obreros, todos pensando que su caso es el más grave. Y es que, en estos tiem­pos agitados, un laboralista es una extraña mezcla entre padre, con­fesor, abogado, psicoanalista y colega.

—Señor Enrique, que el jefe me ha dicho que ...

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—Luis Javier, que nos ponen en la calle.

Es extraño, sí, piensa ahora Nacho Montejo, uno de los abogados de Atocha 55. Tanto tiempo trabajando en la ilegalidad, con el ries­go cercano y tangible de la cárcel. Tanto tiempo dejando de lado to­das esas cosas fundamentales de la vida, leer, pensar, ir al cine, li­gar, hablar con tu mujer o con tu hombre, ver crecer a tus hijos. Tanto tiempo metidos hasta el cuello en una situación límite y, sin embargo, es ahora, tras la muerte de Franco, cuando todo parece adquirir dimensiones irreales. Cuando empiezas a no poder soportar el repetitivo aburrimiento de las reuniones, cuando las discusiones se te antojan vacías. Cuando a veces tienes la sensación de estar mani­pulado. Y en esos momentos, en las horas bajas, te preguntas: este entregar la vida, ¿merece la pena?

Las cosas están cambiando tan deprisa ahora, la situación políti­ca es tan distinta, que lo que antes era épica personal y aventura idealista y entrega solidaria, hoy parece un esfuerzo embrutecedor y poco claro. Sí, ¡sí!, tiene que merecer la pena todavía. Pero el es­fuerzo que impone esta labor colectiva resulta hoy más duro que nunca. Tal vez sea el estar sobrepasados de trabajo, o el cansancio y el miedo que han acumulado después de tantos años. Porque el mie­do no cede, eso es algo inquietante. Casi tienen ahora más miedo que antes, y eso que ahora la legalización del PCE debe de estar próxi­ma. Pero hay tal tensión, tal confusión en el ambiente... ¿Quiénes son los grapos, por ejemplo? ¿Quiénes son esos secuestradores de Vi­llaescusa, capaces de atravesarse Madrid a plena luz del día sin que pase nada? ¿Quiénes son los que están asesinando policías? Hay tantos datos que no cuadran ...

—¿A quién favorecen en estos momentos la violencia, el terroris­mo, los muertos?, —se preguntan retóricamente los abogados en la discusión política que sostienen a punta de cerveza y pie de barra en  El Globo. Pues a la derecha más reaccionaria, que ve cómo la si­tuación se les escapa de las manos.

Es como vivir en un polvorín sin saber quién tiene las mechas.

Hace unos meses, en octubre, Nacho recibió una amenaza firmada por el Comando Francisco Franco: «Si no os marcháis, os mata­mos». Después de aquello pasó unas cuantas semanas hecho polvo. Recuerda ahora Nacho ese susto, se traga el resto de su caña y de­clara con resolución:

—Yo es que me voy del país.

—Pero hombre, ¿qué dices? —contesta Javier Sauquillo.

—Que sí, que sí —insiste Nacho Montejo—. Que si las cosas se ponen así, de amenazas, de atentados, yo me largo, que no lo aguanto. Que no se trata sólo de mi seguridad, que se trata también de la de mi mujer y mis hijos.

Piensa en los terrores que ha pasado después de la amenaza.

Ahora ya se va recuperando, pero aun así... No quiere salir el últi­mo, por ejemplo. Se niega a marcharse solo del despacho, a afron­tar los grandes portalones de casa vieja en el desamparo negro de la noche. Menos mal que Ángel Rodríguez, el nuevo conserje del des­pacho, comprende su miedo y le espera. Ángel tiene veintipocos años y apenas si lleva cuatro o cinco meses en Atocha. Es un buen chaval: le echaron de Telefónica, estuvo sin trabajo durante algún tiempo y al fin se colocó en el despacho. Tiene esa actitud leal y ca­riñosa de los obreros que saben que el trabajo de los laboralistas es algo suyo, para ellos. Gracias a Ángel, Nacho puede sobrellevar los miedos nocturnales.

—Pero Montejo, hombre, no digas eso -insiste Sauquillo-o Esas cosas de los anónimos son sólo para asustar. A nosotros no nos pue­de pasar nada, hombre, sería un escándalo demasiado grande. Al fi­nal, la burguesía monopolista es la que controla de verdad la situa­ción, y no permitirá ningún desmadre fascista. Todo lo que hacen es achuchamos con el fantasma de la dictadura, pero no hay riesgo: el conjunto está controlado, no les conviene pasarse.

Sí, se dice Nacho: Sauquillo debe de tener razón. Y así, poco a po­co, con el paso del tiempo, la compañía de Ángel y la lógica de los colegas, Montejo va combatiendo el miedo.

El abanderado

Pepe Femández Cerrá es un tipo más bien bajo, fuerte, muy mo­reno, con los ojos vivísimos, tan negros como botones de azabache. «Para mí España se encuentra en manos de un hatajo de traidores que están metidos a todas las alturas, desde las más elevadas ma­gistraturas hasta la base del pobre pueblo español», dice Cerrá, ro­tundo, dando un trago de su habitual cuba-libre de ron: «La Patria se está desintegrando». En su boca, la palabra Patria siempre se lle­na de mayúsculas.

Es la tarde del sábado 22 de enero y se han reunido todos, como suelen hacerlo, en la cafetería Denver, en la esquina de San Bernar­dino, muy cerca del Sindicato Provincial de Transportes. Son más que buenos amigos: son camaradas, compañeros del deber nacional y la pasión política. Ahí está, por ejemplo, Francisco Albadalejo, que trabaja en el sindicato, saboreando su segunda copa de coñac Mag­no. Está Gloria Herguedas, la compañera de Cerrá, que calla y asien­te. Y Leocadio Jiménez Caravaca, un hombre un poco extraño, sí, pe­ro a fin de cuentas un héroe, un mutilado de guerra de la División Azul. Carlos se siente orgulloso de estar ahí, entre ellos. Carlos Gar­cía Juliá sólo tiene veinte años. Ahora bebe un refresco sin alcohol, escucha a sus mayores y les admira.

Leocadio, por ejemplo. Algunos dicen que está un poco loco, pe­ro Carlos le respeta mucho. Respeta que, a su edad, siga siendo un activista, que se vaya de vez en cuando a quemar un club de rojos o que saque la pistola contra dos comunistas cabrones, aquellos dos  muchachos sobre los que disparó en el metro de Oporto hace algún tiempo. Eso sí que son narices. Como Albadalejo, que lleva 22 años de matrimonio, y tiene cinco hijos, y que a pesar de eso sigue sien­do un tipo duro capaz de arriesgarse cada día: dicen que cuando lo del metro de Oporto también estaba él. O sea que no se han abur­guesado y continúan combatiendo por sus ideas.

Pero el mejor de todos es Cerrá. Carlos le admira mucho: es todo un tío. Pepe ya ha cumplido la treintena y es un hombre seguro de sí, valiente, inteligente. Y la inteligencia es una cosa muy importan­te. Piensa Carlos que Dios quizá no le ha favorecido a él con una gran capacidad intelectual: nunca pudo concentrarse en los estudios ni sacar buenas notas, y por eso decidió dejar el colegio cuando ter­minó sexto.

Es el mayor de nueve hermanos, y además con padre militar.

Nunca hubo demasiado dinero en casa, con tantísimos hijos. No era cosa de perder el tiempo estudiando y siendo una carga para la fa­milia, así es que hizo el servicio militar de voluntario, en paracai­dismo. A Carlos le encanta el Ejército: desde muy chiquito le han educado en el sentido del honor y la disciplina castrense, y siendo aún casi un bebé ya jugaba con las tres colecciones de su padre, la de armas, la de soldaditos de plomo y la de balas. De manera que, cuando terminó la mili, intentó meterse en la Academia Militar. Pe­ro también ahí había que estudiar mucho. Bueno, pues si para mili­tar no servía, si Dios no le había dado esa capacidad de concentra­ción y estudio, a cambio le dio fortaleza física, voluntad, limpieza moral, resistencia.

Con placer, Carlos ha ido viendo cómo sus músculos adolescentes se robustecían. A los veinte años se ha convertido en un muchacho­te fuerte, fuerte. No es que haya hecho nada por serlo, no. Ni gim­nasios ni nada de eso. Eso sí, lleva una vida natural, sana, deporti­va, como debe ser. Desde muy niño estuvo acostumbrado a duras y  largas marchas campo a través, a trepar montañas, a no quejarse ante los esfuerzos físicos y las penalidades: así es como se forjan los verdaderos hombres.

Eso ha hecho su madre con él: forjarle, educarle en el bien, en­carrilarle. Pese a tener tantos hijos, su madre ha sabido conservar una moral política activa e intachable: sigue yendo a mítines, a ma­nifestaciones. Recuerda todavía Carlos a sus hermanas pequeñas ju­gando al corro de la patata con la letra del Cara al sol. Con una ma­dre así, tan apasionada y aguerrida, Carlos pudo desarrollar una temprana vocación política. De niño pertenecía a la Organización Juvenil Española (OJE) y llegó a ser jefe regional de Juventudes. Con catorce, con quince, con dieciséis años, ya era de sobra conocido por los líderes: Carlos, Carlitos, ese muchacho guapo al que le gusta ves­tir ropas militares, botas, pantalones bávaros, gorra de sobre.

Y para las grandes ocasiones, la camisa azul y los guantes de cue­ro. Así vestido cumplió sus guardias de abanderado: hay que aguan­tar hora tras hora, inmóvil, en vela, aguantar hora tras hora en el Valle de los Caídos, por ejemplo, sin parpadear siquiera, sintiendo que tus músculos quinceañero s gimen y se acalambran, haciendo un supremo esfuerzo por vencer el agotamiento, por vencerte a ti mis­mo, por ser mejor. Carlos apareció en una portada del Abc con la bandera, ¡y fue tan emocionante!: en primer término BIas Piñar y él justo al Iado, agarrado al mástil, la mirada limpia y niña observan­do al frente un destino sin sombra de dudas. Porque después de la OJE Carlos estuvo en Fuerza Nueva, y luego, hace sólo unos meses, se pasó a Falange. Y en ambos sitios es conocido, querido, respeta­do. Eso es un orgullo.

El día del último discurso del Generalísimo en la plaza de Orien­te salió incluso por televisión. Estaban todos: BIas Piñar, Fernández Cuesta, Girón, los importantes. Y él: Carlos García Juliá. Un adoles­cente. El único joven en el grupo de grandes hombres. Había conseguido ganarse su confianza a pesar de su corta edad, a pesar de su inexperiencia. Qué honor que los grandes reclamaran su presencia. Ser abanderado, acompañante, guarda personal. Qué honor poder estar cerca de ellos, aprender de ellos, escuchar sus consejos.

Y sí, en efecto, los líderes le dieron alguna vez una palmada viril en el hombro: muy bien, muchacho, sigue así por España. Qué sa­tisfacción en esos momentos, qué calor húmedo que desborda el al­ma. Sí, a cambio de la inteligencia Dios le ha dado honradez, capa­cidad de sacrificio, hombría y fuerza. Puede que no sirva para la Academia Militar, pero tiene una gran labor que hacer fuera de ella por la Patria. Siendo obediente. Siendo útil. Teniendo una fe sin po­ros en los jefes. Acatando las decisiones de la jerarquía sin cuestio­narse nada, como debe hacer un buen soldado.

Porque Carlos se considera a sí mismo un soldado, un comba­tiente de la nueva guerra civil que se avecina. Ya lo dicen los líderes: los marxistas salen de sus covachas de intrigantes y parece que incluso van a legalizar el Partido Comunista. Llega el caos, será de nuevo la quema de conventos, los caramelos envenenados a los ni­ños, la violación en masa de mujeres. Las hordas marxistas se han infiltrado en todas partes, el poder está corrompido, hay que luchar por salvar a la Patria.

Carlos ha luchado ya, y con arrojo. Ha participado en todas las acciones que ha podido. Y ahora, que le piden más, está dispuesto. Sobre todo si la acción es con Cerrá, al que admira tanto. Para él es como el hermano mayor del que carece. Cerrá también pertenece a Falange; antes estuvo en la Guardia de Franco, y aun antes, siendo casi un niño, en el Frente de Juventudes. Se decía, además, que ha­bía participado en Guipúzcoa en los ATE, los famosos comandos Antiterrorismo ETA. Fuera o no verdad, lo cierto es que se había ca­sado con una vasca y que sus dos hijas, Cristinita y Arancha, son medio del Norte. Luego el matrimonio salió mal y Cerrá se ha separado hace unos meses. Ahora vive arrejuntado con Gloria, lo cual no es muy decente para un cristiano, pero en fin, la verdad es que Glo­ria es una chica estupenda, una excelente camarada.

Además Cerrá tiene el mérito de ser un hombre del pueblo que se ha hecho a sí mismo. Comenzó a trabajar desde muy joven, prime­ro en una empresa de publicidad, después en unos laboratorios, luego como vendedor de Espasa Calpe. En esto, Carlos se siente más identificado con Pepe que con su otro camarada y amigo, Fernando Lerdo de Tejada, aunque Lerdo y él sean casi de la misma edad: Fer­nando tiene 22 años. Carlos y Lerdo se conocen desde hace cinco o seis años de las convocatorias y los actos de Fuerza Nueva. Su padre también es militar, como el de Carlos, pero es de mejor posición eco­nómica: tienen fincas en El Toboso y buenas relaciones. Son amigos personales de Blas Piñar desde siempre, desde que éste se instaló en Madrid como notario en los años cincuenta. Amigos hasta tal punto que si hoy, sábado 22, Lerdo no está aquí en la cafetería Denver, es porque se encuentra en el pueblo asistiendo a la boda de su herma­no Luis, de la que es padrino el dirigente de Fuerza Nueva. De he­cho la madre de Fernando pertenece a FN desde siempre, es una cer­cana colaboradora de Piñar. Y piensa Carlos, con respecto a Lerdo, que tener unos antecedentes así es un poco como entrar en la vida y en la política por la puerta grande. Pero de todas formas Fernando es un buen camarada, un chico políticamente concienciado que in­gresó en FN a los dieciséis años. La verdad es que siempre se ha ne­gado a ser el guapo niño de Serrano que sólo se preocupa por la lí­nea del pantalón o los zapatos Lotus. Hizo el bachillerato, estudió informática y después se puso a trabajar en una empresa relaciona­da con el petróleo, aunque ahora acaba de despedirse. Curiosamen­te, también él dejó Fuerza Nueva más o menos al mismo tiempo que lo hizo Carlos, y también él ingresó en Falange: la trayectoria de sus vidas parece de algún modo paralela. Como si estuvieran cumpliendo los movimientos necesarios para cerrar el mecanismo de sus des­tinos.

Ahora está hablando Albadalejo. A Francisco Albadalejo, que trabaja en el sindicalismo vertical desde 1948 y que ahora es secre­tario provincial del sindicato de Transporte, le gusta contar que a su padre lo fusilaron los rojos en 1936, y que él pertenece a Falange desde 1935:

—Me apuntó mi padre, porque yo entonces tenía sólo siete años. Su padre era falangista, claro está, como el de Cerrá. y Albada­lejo le ha sido fiel en sus creencias. En esta tarde fría de un frío mes de enero, Carlos escucha cómo el veterano sindicalista habla de la si­tuación política con su habitual vehemencia:

—Hace apenas meses de la muerte del Generalísimo y ya todo se tambalea: huelgas salvajes, piquetes de delincuentes que se dicen obreros ... Como la huelga feroz que estamos sufriendo en estos días, precisamente, en el sector de Transportes. Y todo por esos marxistas canallesco s que quieren volver al 36. Y mientras tanto, secuestran a Villaescusa, a Oriol: es la destrucción de la Patria. Hay que luchar, hay que responderles.

El exacto mecanismo de sus destinos.

Una jornada normal

El despacho de Atocha 55 ha estado todo el día abarrotado de gen­te. No sólo están los obreros normales, sino que hay una reunión de los del transporte para estudiar la huelga que terminó exactamente ayer, a los seis días de comenzar. Hoy, 24 de enero de 1977, se ha fir­mado el convenio, y los de Comisiones, con Joaquín Navarro al fren­te, están haciendo recuento de la batalla. Son los inconvenientes del uso plural de los despachos: dan cobijo a todas aquellas reuniones la­borales que, por no haber una situación legal clara, carecen de local para llevarse a cabo. Y así pasa que el despacho está de bote en bote.

Largo día, éste. Por la noche habrá aquí una reunión de los abogados que trabajan en el asesoramiento de las asociaciones ciudadanas.

—Ah, Gloria, pasa, pasa, que ya acabo.

A Nacho Montejo aún le quedan unos cuantos clientes por aten­der. Sin embargo son cerca ya de las diez y quiere ver una película. Su mujer ha venido a buscarle y hoy, pase lo que pase, está dis­puesto a irse al cine. Ya está bien: trabajar tanto es una forma de imbecilidad. Los del transporte, que son ciento y la madre, han ter­minado ya y parece que empiezan a irse. La puerta del despacho es­tá abierta y hay un trasiego de personas que entran, que salen. Que se asoman. Como ese hombre bajo y fuerte, con los ojos muy negros, que acaba de echar un rápido vistazo al interior.

—Hay mucha gente todavía —dice a los dos muchachos que le acompañan.

De modo que Carlos, Cerrá y Lerdo dan media vuelta y siguen es­caleras arriba, al cuarto piso, que es el inmediato superior al despa­cho laboralista. Desde el descansillo, con la luz que se enciende y se apaga, escuchan voces y bromas que llegan desde abajo. Despedi­das, risas, pasos en el viejo entarimado de madera. Son la diez en punto. Hay tiempo.

Todavía no se han terminado de ir los del transporte cuando ya empiezan a llegar los abogados de la reunión de barrios: esto nunca se acaba. Primero entran Lola y Javier Sauquillo, que vienen del despacho de Españoleto. Luego, Luis Javier. Está Luis Javier algo fastidiado porque lleva unos días medio enfadado con Elisa, y hay un gesto de preocupación en su cara aniñada. Pero ahí llega Enrique Valdevira: vaya entrada triunfal, estrena una capa con sobrepelliz que es alabada por todo el mundo.

—Tú lo que quieres es epatarnos.

—Exactamente —ríe Enrique, encantado del éxito. —¿Queréis un mordisco?,  y ofrece el bocadillo de jamón que viene comiendo y que com­parte con alguno. Es una típica escena de esta vida de locos, sin tiempo para nada: un bocata comprado en el bar de la esquina y la perspectiva de una noche de discusión y de trabajo. Una reunión más, mil palabras de cuya utilidad a veces se duda.

Inmediatamente después ha entrado Luis Ramos, encogido por el frío, pareciendo más alto y delgado que nunca. Es un hombre muy afectuoso, algo mayor que los demás abogados: está cerca ya de los cuarenta. Lo mismo le pasa a Miguel Saravia, que aparece ahora. Miguel tiene 46 años y ha entrado al partido hace poco, al despacho hace menos. Todavía no se ha integrado del todo en esa hermandad, a veces un poco colegial, que reina entre los otros. En ese compartir bocadillos aceitosos que manchan los sesudos papeles en los que hay que recoger las conclusiones.

A las diez y veinte, con retraso, llega Alejandro Ruiz. Viene de Va­llecas y está reventado: como a los demás, le desborda el trabajo. Se cruza en el vestíbulo con Navarro, éste está a punto de marcharse. Luego saluda a Sauquillo: es la primera vez que se ven desde Navi­dades. Los abogados de la reunión de barrios van entrando en la sa­la principal y toman asiento, a la espera de que lleguen los que faltan. Valdevira saca mágicamente otro bocadillo del bolsillo y lo ofrece: se lo comen a medias entre Alejandro y Luis Javier.

Comentan, cómo no, la situación política, mientras escuchan de­crecer el ruido de las voces de los que se marchan. Sauquillo cuenta que acaba de tomar un tentempié en El Globo con Manuela Carme­na y que han estado hablando de la tensión del ambiente. "Cuando venía para acá" —ha dicho Manuela—, "he visto en la calle a un hom­bre que se acercaba a mí con un objeto extraño, metálico, en un cos­tado, y me he asustado, fíjate. Después, cuando llegó a mi altura, me he dado cuenta de que era un turista japonés y de que el objeto me­tálico era una cámara. Esto ya es pura paranoia".

Aún le quedan dos personas por recibir a Nacho, pero son las diez y veinte pasadas y si sigue ahí no va a llegar a ningún cine. De mo­do que, en un rapto de locura, decide pedirles mil disculpas y ro­garles que vuelvan al día siguiente. El despacho está ahora tranqui­lo. Aparte de los de la reunión, ellos son los últimos en salir: Ángel el conserje, Joaquín Navarro, Javier López Roberts, Nacho Montejo y Gloria, su mujer.

—¿Te vienes? —le gritan a Serafín Holgado.

—Ahora voy, tengo que recoger unos papeles.

Serafín tiene sólo veinticuatro años. Es un chico callado, mas bien gordito y muy trabajador. Hijo de un ferroviario de Salaman­ca, se ha hecho la carrera de Derecho con grandes apuros. Lleva só­lo cuatro meses en el despacho, sin sueldo, aprendiendo el oficio, recibiendo únicamente una especie de ayuda de 5.000 pesetas al mes. Naturalmente, el pobre no tiene un duro y ha de malvivir en una sórdida pensión cerca de Atocha. Como es tímido, le ha costa­do hacerse al ambiente del despacho, pero últimamente parece que va entrando. Si ahora no se viene con ellos no es ya por timidez, ni porque tenga que recoger unos papeles, como dice. Eso es una ex­cusa: todos saben que se queda para llamar por teléfono a sus pa­dres, a Salamanca. y es justo que lo haga, porque no tiene dinero para pagar conferencias.

De modo que los otros bajan sin esperarle. La escalera está silen­ciosa, pero ellos la llenan con sus voces, con sus bromas. En un ab­soluto silencio quizá se hubiera podido escuchar ese leve rumor, ese roce, esa respiración ahogada del descansillo de arriba. Una vez en la calle, Nacho y Gloria corren a su cine. Los demás entran en El Glo­bo a tomar algo: una ronda de chatos y de cañas. Es entonces cuan­do Ángel, el conserje, recuerda que ha olvidado el Mundo Obrero.

—Ir pidiendo algo de picar que ahora bajo.

Sale del bar, cruza la calle y, como el ascensor está estropeado, empieza a subir las escaleras sin saber que ya no volverá a bajarlas nunca más.

Mientras tanto, agazapados en el rellano del cuarto piso, Carlos Juliá, José Cerrá y Fernando Lerdo han oído salir a decenas de per­sonas. Abogados, se dicen abogados. ¿Pero qué abogado trabaja más allá de las diez de la noche? Allí los que están son todos los rojos que han hecho la huelga del transporte, todos los que reciben consignas desde fuera, todos los que matan policías, sucios marxistas cobardes.

—Yo creo que ya podemos ir.

Es lo que les ha dicho Albadalejo que hagan. Aventuran pasos cautos por los escandalosos peldaños de madera. De pronto, uno de ellos hace un gesto imperativo de prudencia: alguien está subiendo las escaleras. Se detienen en seco, amparados en las sombras. Aguan­tan la respiración mientras la mano, helada y húmeda, aprieta la enorme culata de la pistola del nueve largo. Desde arriba, de refilón, ven llegar al despacho a un hombre joven con barba. Jadea mientras abre la puerta con su propia llave: ha subido demasiado deprisa. Cie­rra el hombre la hoja tras de sí y el silencio vuelve a remansarse en la vieja escalera. Se apaga el automático de la luz. Transcurren un par de minutos. No hay un solo ruido.

—Vamos.

Carlos sube el capuchón de su anorak. Las pistolas salen al aire.

Bajan los últimos peldaños.

—Riiiiiiing.

Ángel Rodríguez ha entrado directamente al fondo a coger la re­vista; ha visto a Serafín que, por supuesto, está hablando por teléfo­no. Cuando suena el timbre hace ademán de ir, pero escucha la puerta de la sala: abrirá alguno de los abogados.

—Riiiiing.

Alejandro y Luis Javier están sentados en el mismo banco, de es­paldas a la puerta. Cuando ha sonado el timbre los dos han hecho intentos de levantarse y se han chocado. Risas. Es al fin Luis Javier Benavides quien sale de la habitación, quien abre tranquilo y con­fiado: debe de ser Luis Méndez, un compañero que falta por llegar. Pero no. No es Luis. Es la negrura. Toda la oscuridad del mundo concentrada en una oscurísima pistola que le apunta. La nuca se queda helada, el miedo golpea en el estómago. Una pistola enorme, tres hombres enemigos, una sonrisa irónica. Son ellos, al fin. Des­pués de los anónimos. Son ellos.

Luis Javier, lívido, regresa a la sala encañonado por Cerrá. Todos se ponen inmediatamente de pie sin darse ni siquiera cuenta de que se están moviendo. ¿Qué sucede?, ¿son de verdad las armas?, ¿qué quieren de nosotros?, ¿es posible que nos esté pasando esto? El sú­bito espasmo de pavor se mezcla con la incredulidad. Cerrá sonríe, le chisporrotean los ojos, habla con guasa hiriente:

—A ver, poneos todos juntos, más juntitos, así, y levantad las ma­nitas, más arriba, a ver, más arriba.

Y los abogados levantan las manos sin tiempo y sin ánimos ni pa­ra mirarse entre ellos, ante el terror uno siempre está solo, tremen­damente solo delante del agujero negro de la pistola. Hay otro hom­bre más, también está armado, que arranca cables telefónicos y sale de la habitación para recorrer el piso; y probablemente haya otro más, un tercer hombre, tal vez en el pasillo, aunque ellos ahora no lo ven. Miedo, un miedo atenazante que sólo te permite mirar al hombre que está enfrente, a ese hombre que te encañona y que pre­gunta ahora:

—¿Dónde está Navarro?

—No sabemos quién es —contesta un abogado.

—Sí, hombre, uno bajito, rubio, con la cara como picada de viruelas ... Venga, no os hagáis los tontos —dice el pistolero con desde­ñosa zumba.

Luis Ramos, Miguel Saravia, Lola González, Alejandro Ruiz, Luis Javier Benavides, Javier Sauquilllo, Enrique Valdevira ... Todos permanecen quietos e intentan imaginar qué es lo que puede pasar, el miedo es ahora una sustancia sólida que aprieta los pulmones en cada respiración, es un miedo atroz porque es real, un miedo físico sin paliativos ni defensas, Dios, por lo menos de una paliza no nos libra nadie.

Bang. Un tiro resuena por la casa, un estallido seco que repercu­te en el estómago de todos.

—¿Qué pasa? —Cerrá con calma, alzando la voz hacia sus compañeros.

—Venga, veniros para acá de una vez.

Sí, a Carlos se le ha escapado un tiro, quizá arrancando los ca­bles de un teléfono, quizá en un instante de nerviosa confusión: la bala le ha agujereado la manga del anorak pero por fortuna no le ha herido. Suspira aliviado: hubiera sido fatal autolesionarse. Está ten­so Carlos, teme no saber actuar a la altura de las circunstancias, y es necesario que sea eficiente, es necesario dar un escarmiento a es­tos canallas. Ha recogido a punta de pistola a Serafín y a Ángel y ahora observa con desapego sus rostros espantados, bien sabe Car­los que no son hombres, que son unas ratas cobardes. Que son el enemigo. Obedeciendo a Cerrá, Carlos les conduce a la sala para reunirlos junto a los demás. Ellos van delante, Juliá va detrás. Y, de repente ...

De repente un dedo ha apretado el gatillo de la pesada pistola, un dedo sudoroso, un gatillo muy suave, es como un juego, es tan fácil disparar, tan sencillo matar.

Resulta todo tan confuso, tan vertiginoso... ¿Ha sido Carlos el primero que ha disparado?, ¿entrando en la sala, la visibilidad ta­pada por el cuerpo alto, grande y joven de Ángel?, ¿levantando el pistolón con ambas manos, apretando el gatillo, descerrajando ese tiro contra la nuca indefensa, la bala que entra por detrás, que des­troza el cráneo, que sale por la frente, y ese cuerpo que se desploma sorprendentemente, que deja ver con su caída, durante unas déci­mas de segundo, el rostro estupefacto de los abogados?

El primer disparo provoca ecos en el aire quieto. Pero no, ¡no son ecos! Son los siguientes tiros. Cerrá está apretando el gatillo, Carlos también, es increíble lo fácil que es: el mundo se detiene en ese ins­tante extraordinario en el que sólo existen los estampidos de los dis­paros, los gemidos truncados de las víctimas, ese grito de «asesinos» que alguien dice, el ruido de los cuerpos al caer, el sordo crujido de los huesos reventados; enemigos, son nuestros enemigos, ésta es una guerra por la salvación de España, a los altos hay que dispararles al corazón, a los bajos a la cabeza, Dios, Dios, ¿es esto posible? Nos es­tán matando.

Silencio. Qué silencio tan ensordecedor. Lerdo se asoma: está muy nervioso, sujeta desmayadamente su pistola, que no está car­gada. Hay tanta sangre... Es curioso, sangran como personas y sin embargo mientras se desplomaban parecían muñecos. Es Cerrá quien primero reacciona.

—Calma, calma.

Sin perder un minuto, salen los tres del despacho, cerrando la puerta despacito detrás de ellos. Bajan las escaleras con paso nor­mal, abren el portal desde dentro, el aire frío les golpea las mejillas, son las once de la noche y por la calle pasea un viejo que ha sacado a mear al perro.

El horror colectivo

Silencio. ¿Se han ido? Sí, parece que se han ido. Los cuerpos es­tán unos encima de otros: cuerpos que tiemblan en agonía, cabezas destrozadas. Cada superviviente tiene el convencimiento de ser el único. Y ese desdoblamiento: por un lado el horror, por otro la sen­sación de ser un lejano observador de esta espantosa pesadilla. Hay que arrastrarse por el charco de sangre común, librarse del peso de los compañeros muertos, tan tibios. ¿Qué hacer? Las miradas de los vivos comienzan a encontrarse: nadie dice nada, es suficiente verse reflejado en los ojos moribundos de los otros y sentirse unidos por encima de todo, unidos en esa vida que se escapa. Luis Ramos se arrastra a la ventana, intenta chillar, pedir socorro. Miguel llega has­ta un teléfono que aún funciona: quiere marcar, pero es un aparato de teclado y no lo conoce. A su lado, Alejandro le ayuda sin decir pa­labra. Al fin Miguel llama: ¿y a quién telefonea? Es curioso, la pri­mera llamada es a la familia, a su mujer. ¿Para decir qué? ¿Me es­toy muriendo? Sólo después probará a llamar a la policía.

Alejandro repta trabajosamente hacia la puerta: riiiing, el timbre suena de nuevo. ¿Serán ellos otra vez? ¿Para rematarnos? El terror perdura. Pero no, es Luis, el abogado Luis Méndez, que llega tardí­simo a la reunión, un retraso providencial que le ha salvado. Horro­rizado, Luis sale corriendo a pedir ayuda. Mientras tanto, Alejandro vuelve a cerrar la puerta y se tira ante ella, atravesándola con el cuerpo en un gesto instintivo de defensa: quiere hacer una barrera para impedir que entren ellos de nuevo.

Poco a poco, penosamente, a rastras, van acercándose junto a él esas sombras que son sus compañeros. Miguel, Lola, Luis. Los cua­tro están ahora en el vestíbulo, tirados en el suelo: ¿seremos sólo no­sotros los supervivientes? Y ¿cómo se puede seguir viviendo así, cu­biertos de sangre y con esas heridas espantosas: la cara de Lola destrozada por una bala, el pecho y los muslos de Alejandro aguje­reados, el vientre de Miguel abierto en tantos sitios? Cada respira­ción ¿no es un paso más hacia el final? En el silencio de la espera vi­ven una agonía comunal, una concretísima sensación de muerte: los abogados escogieron una vez vivir colectivamente y también su final es colectivo.

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