Puerto Hurraco, odio a muerte en la España profunda
Décadas de resentimiento entre dos familias de un pueblo de Badajoz acabaron en una tarde de furia con nueve asesinados. Este es el relato del cronista que cubrió el suceso a finales de agosto de 1990
Sucedió el domingo 26 de agosto de 1990 a última hora de la tarde en un lugar llamado Puerto Hurraco, un pueblo profundo de Badajoz con 205 habitantes censados y protegido por dos montes negros con forma de ala. Los hermanos Emilio y Antonio Izquierdo, de 56 y 58 años, se apostaron en un callejón, descargaron sus escopetas de repetición y abatieron a quince personas. Nueve de ellas murieron entre esa fecha y el 10 de septiembre y las seis restantes fueron reponiéndose con desigual fortuna: todas han quedado marcadas por la tragedia, pero algunas tendrán que soportar el recuerdo en una silla de ruedas.
Los sucesos de EL PAÍS
Los reportajes y ensayos de esta veraniega serie han sido extraídos del libro Los sucesos de EL PAÍS, publicado en 1996 como parte de la conmemoración de los 20 años del diario, lanzado el 4 de mayo de 1976. Históricas firmas del periódico, como Rosa Montero, Juan José Millás o Jesús Duva desmenuzan algunos de los crímenes que han marcado la reciente Historia de España, de la matanza de Atocha al crimen de los Marqueses de Urquijo.
En un principio, los hermanos habían venido decididos a asestar un golpe de muerte a la familia Cabanillas —las dos hijas de Antonio Cabanillas, de trece y catorce años, fueron las primeras en caer—, sus enemigos frontales desde los años veinte, pero el olor de la pólvora y la sangre que corría pendiente abajo por la calle principal les dejó clavados en el suelo y en el gatillo. Al final, dispararon sobre todo lo que vieron. Emilio huyó al monte después del primer cargador. Antonio se quedó allí todavía un rato, hasta agotar el segundo. Horas después, de madrugada, la Guardia Civil tuvo que sacar a tiros a los dos hermanos de un cercano olivar en el que se habían refugiado —tanto, que dos guardias civiles resultaron gravemente heridos. Luego, se comentó que por qué no habían huido, por qué habían quedado atrapados en el lugar rabioso de su crimen. Tal vez, la venganza, que les había atado a Puerto Hurraco durante toda la vida, les atara también después de llevarla a cabo.
El suceso se vivió en España con la extrañeza y el temor de quien se encuentra frente a páginas del pasado resucitadas con actores de carne y hueso. La década recién inaugurada quería significar el ineluctable fin de aquella otra España de oscura conciencia, aislada del mundo y sobreviviendo dificultosamente de recursos escasos y entre penas y culpas que se colaban por los callejones históricos del pesimismo y de la tristeza. Eso había terminado. Estábamos en Europa y ya habíamos dado los primeros pasos hacia una modernidad consensuada por los propios y arropada por los extraños. Muchos vieron en Puerto Hurraco una fotografía antigua o el último latigazo de un mundo que se extinguía, pero muchos otros se enfrentaron, con una perplejidad interrogante, a un suceso real y presente que ponía en cuestión la idea actual de España, siempre vista a través del prisma urbano, cubierta por la sombra avanzada de la capital y de las capitales. Aquí se cifraba la incógnita: se trataba del pasado o se trataba de ignorancia del presente.
Dos días después de la matanza, el suplemento dominical del diario EL PAÍS envió a quien esto escribe y al fotógrafo Miguel Gener a buscar las claves de un suceso que reunía paradojas suficientes como para pensar que la averiguación no había concluido con la mera información del desastre.
Detrás de los visillos
La primera impresión de Puerto Hurraco, una estrecha calle principal en cuesta, a última hora de la tarde espesa y caliente de agosto, con una mujer que todavía fregaba en las paredes y en el cemento las manchas de sangre, y puertas cerradas a cal y canto, fue la de estar visitando un pueblo con gente vigilando detrás de los visillos de la ventana. De vez en cuando se escuchaba, casi exageradamente, casi como si uno se lo estuviera inventando o esperase inventárselo, un cerrojo que recorría la calle, que salía del pueblo y que se perdía en una resonancia entre los omóplatos de los dos montes negros que planeaban siniestramente sobre las casas blanqueadas. No había nadie en la calle y las únicas figuras visibles eran las de dos guardias civiles sentados en un cuatro latas ladeado sobre una cuneta a la entrada del pueblo.
De vez en cuando, algún vecino cruzaba velozmente y miraba alrededor como si tuviera que cerciorarse del lugar en que vivía. Con el paso del tiempo, se terminaba descubriendo a otros periodistas y fotógrafos, que salían apresuradamente de una casa para entrar en otra y que ya habían adoptado los hábitos clandestinos de la población. El día que siguió al entierro de las víctimas, entre el fragor de cepillos que intentaban borrar la sangre del domingo, un vecino pidió a los reporteros que no se marcharan, «porque así se sentían más protegidos». Pero, al mismo tiempo, no aceptaba hospedajes «por temor a represalias». La guerra de Antonio y Emilio Izquierdo había derivado en una guerra interna: a ver quién dice y qué a los periodistas.
En los días siguientes a la matanza, uno de los aspectos más sorprendentes —para un recién llegado— era el clima de tensión que se había creado entre los propios vecinos. Daba la impresión de que la alarma no había dejado de sonar todavía y de que esta vez el peligro no iba a venir de afuera —Emilio y Antonio vivían en Monterrubio de la Serena—, sino de los intestinos de la aldea. La razón, sencilla, pero que tardaba en descubrirse, tenía que ver con los intrincados lazos de parentesco de los habitantes de Puerto Hurraco. Los Izquierdo y los Cabanillas se odiaban, y el hecho es que una buena parte de las familias de Puerto Hurraco eran Cabanillas o Izquierdo, pero una parte aún mayor había mezclado sus apellidos con el sistema endogámico tan habitual en las zonas rurales y aisladas del interior de la península. De forma que los Cabanillas Izquierdo o los Izquierdo Cabanillas suponían un verdadero grueso de la población.
El cementerio era una prueba contundente de esta tupida red de peligros. Situado a un costado de la carretera general, rodeado de un campo que parecía en estío permanente, mostraba con toda claridad y en letras de molde la hegemonía de los dos apellidos y de sus mezclas. Para mayor enrarecimiento, en la catástrofe del domingo había muerto una cuñada del marido de Emilia Izquierdo, la tercera hermana en discordia junto a Luciana y Ángela —a las que más tarde se acusaría de haber inducido a sus hermanos al asesinato.
En esos días, cada cual podía imaginar la amenaza en el interior de su propia casa o lindando con la del vecino. Todo dependía del bando en que cada uno decidiera alistarse o se sintiera incluido, habida cuenta de que todos y cada uno tenían innumerables posibilidades de pertenecer a ambos. Por tanto, una cierta arbitrariedad surgida de lo que no se sabía del otro, del próximo, cuyos verdaderos sentimientos podían haber estado escondidos o disimulados para brotar ahora repentinamente, se unía a la conmoción y al miedo generalizado. La ecuación resultante era, pues, miedo más arbitrariedad y su solución, una incógnita. Curiosamente, esos mismos términos habían estado, como se vería después, en el origen de la tragedia.
Los días que siguieron al suceso fueron días temidos. Había miedo al regreso de las hermanas presuntamente instigadoras, Luciana y Ángela, evaporadas desde la semana anterior; miedo a Antonio Cabanillas, el padre de las niñas asesinadas; miedo a la respuesta de las distintas ramas de las distintas f31nilias, dentro y fuera del pueblo; y, sobre todo, un miedo contagioso a que la cuerda del último drama tirase de otros dramas sobre los que el olvido había trabajado como una lápida. Algunos vecinos hablaban ya de hacer las maletas y de cerrar los escasos negocios. Se temía el éxodo.
Fuera de esto, existía también una aprensión —causada por esta estructura de parentesco— relacionada con que ciertas historias salieran a la luz. Una especie de pudor repentino de una aldea endogámica acostumbrada a guardar sus conflictos. Y también un temblor vergonzoso a aparecer como el reflejo miserable de esa España profunda, tan traída y llevada por los libros, por el cine y por la televisión, de niños en las tinajas, campesinos obtusos y sanguinarios, y malevolencia rural.
En el fondo, con unas cosas y con otras, se estaba jugando la supervivencia del pueblo. Había algo más que una disputa sangrienta entre familias: se había puesto en peligro la supervivencia colectiva.
Cuando los vecinos se decidían a hablar era para defender esa supervivencia. Insistían, de un modo que se dirigía en primer lugar a su propio convencimiento, como si la presencia del interlocutor sirviera sobre todo para escucharse a sí mismos, en que el estallido no afectaba más que a los «amadeos» y a los «patas pelás», ramas particulares de los Cabanillas y de los Izquierdo. Aceptar la idea de una guerra entre los Cabanillas y los Izquierdo, sin matices y sin reducciones, era transigir con la idea de una guerra universalizada y con la previsión de una hecatombe a la vuelta de la esquina. Fuera como fuese, el primer gesto de la supervivencia consistía en espantar los fantasmas de una contienda colectiva, particularizando el conflicto hasta contenerlo en su territorio más pequeño.
La supervivencia, además, merecía la pena en términos objetivos. Los términos estaban relacionados con la reciente prosperidad del pueblo, tradicionalmente dedicado a la aceituna, el grano, los cerdos y las ovejas. Las subvenciones estatales y el empleo comunitario habían hecho crecer el nivel de vida en los últimos cinco años. Se veían casas nuevas y reformadas por todas partes, las calles estaban asfaltadas y en los pequeños negocios se respiraban aires de beneficio. Para entenderlo mejor, había que remontarse a la historia de una aldea que no conoció la electricidad hasta los años setenta, el agua corriente hasta los ochenta y el asfaltado de las calles hasta hacía seis años. Por primera vez, aquella conciencia colectiva, secularmente cerrada al mundo, había empezado a asomarse a él. Los defensores de la tesis de la tragedia aislada luchaban contra la memoria en una atmósfera de pólvora antigua. Era la memoria de una aldea fundada por familias Izquierdo provenientes del cercano Helechal en el siglo pasado y que, a principios de la centuria, se encuentran conviviendo con extraños que regresan de una emigración cubana.
En ese momento comenzó la guerra, la guerra de los Camariches (Izquierdo) contra los Habaneros (Cabanillas). Es decir, la guerra de los fundadores contra una familia de intrusos llegada de Cuba. A la vista del entramado presente de parentescos, la resurrección de ese conflicto significaría la guerra de todos contra todos. Después de tantos años, y estando tan cerca ya del mundo contemporáneo, los habitantes de Puerto Hurraco temían, tras el nefasto domingo de agosto, levantarse por la mañana pensando que cualquiera podía ser un enemigo, que la fiera dormida podía despertar y llenar el aire de zarpazos. Como si no hubiera pasado el tiempo o como si hubiera dado igual que el tiempo hubiera pasado. En ese aspecto, sus sentimientos eran muy semejantes a los sentimientos con que el resto del país les contemplaba. Mientras el país entero, a su vez, se sentía observado por los nuevos y modernos amigos europeos, los mismos que habían surtido la leyenda negra española de hechos que la confirmaban ejemplarmente, de hechos muy semejantes a los de Puerto Hurraco. Seguramente, Puerto Hurraco hizo que los españoles se volvieran tan hipersensibles a la observación como los propios vecinos, y también desde esa oscura culpabilidad nutrida por la incertidumbre y la ignorancia.
La historia olvidada
Existía, por tanto, una historia de Puerto Hurraco, una historia escondida y, al parecer, fatalmente olvidada, a la que se había regresado brutalmente a causa de ese mismo olvido.
Hacia 1920. Unos niños juegan en el polvo marrón de una callejuela. Los hombres arrastran sus mulas en el campo y las dos lenguas de piedra negra que desde la montaña lamen Puerto Hurraco lanzan chispazos de luz. Los niños son Ángel Cabanillas, apodado El Rapa, y los hijos de La Torcía y La Daniela, ambas de familia Izquierdo. De pronto, se enredan en una gresca. El Rapa, de catorce años, se marcha a su casa. Al cabo de un rato, cuando quiere salir de nuevo a la calle, La Torcía y La Daniela le esperan armadas. La madre de Ángel Cabanillas no le deja salir. El incidente crea una tensión desproporcionada entre las familias. No hay un previo conflicto de tierras, ni otro conocido. Pero la tensión alcanza los años siguientes, cuando las familias aparecen en la historia completamente enconadas.
Año 1928 o 1929. Luis Cabanillas se interpone en la amistad de su hermana Matilde con Alejandro García Izquierdo. Alejandro pide ayuda a los parientes Izquierdo y traman esperar a Luis a la salida del salón de baile de Marcelo Merino. Son las últimas horas de la fiesta, el ambiente del salón está espeso y un amigo de Luis abre la ventana. Por encima de los tejados distingue el perfil lunar de los montes y, con la misma luz, a Alejandro y a sus primos apostados en una de las callejuelas. Luis hace cuestión de honor en salir mientras tantea la navaja que lleva en el bolsillo del pantalón. Antes de que los Izquierdo reaccionen, asesta una puñalada en el cuello a Alejandro García. El acuchillado nunca llegó a recuperarse totalmente. «Se quedó como atontado.» Luis Cabanillas fue condenado a siete meses de cárcel ya posterior destierro en Peñarroya.
Año 1935. Se repite el suceso con distintos protagonistas e inversa fortuna. Un baile en una fiesta cercana. Basilio Cabanillas ronda a Amelia Izquierdo, prima de Daniel Izquierdo, por mote El Dentista. Al parecer, Basilio y Amelia se entienden. El Dentista interrumpe la escena y discute con Basilio. El clima se caldea a lo largo de la noche. Finalmente, El Dentista lanza una amenaza y se marcha. Basilio regresa al pueblo caminando, sorteando pedregales y olivos en una noche cerrada. El Dentista surge de entre unos matorrales y le apalea hasta tumbarlo. Basilio consigue llegar a su casa y de allí a un hospital de Badajoz, donde tardará semanas en reponerse. Daniel Izquierdo, El Dentista, fue encarcelado y años después tuvo que pagar fianza para conseguir la licencia de escopeta.
Hasta estas fechas, los conflictos responden al esquema de Camariches contra Habaneros. No hay disputas materiales de ninguna especie. Las disputas tienen trasfondo grupal y las heredan los parientes por extensión consanguínea y cronológica. Se trata de los fundadores y de los emigrantes que legan a su descendencia una probable competitividad a escala local y sólo explicable dentro de un entorno cerrado donde el roce produce una marca cuya exposición continua tiende a pasar por herida.
El resto forma parte de una historia más y mejor manejada por los que todavía viven. Pasaron 26 años desde las andanzas de El Dentista hasta la desgracia siguiente. En ese plazo largo, que no sería el único de magnitud que mediaría entre catástrofes, los Cabanillas y los Izquierdo debieron de fundirse en una maraña de lazos de parentela, que hoy son inextricables y amenazadores. Estos lazos parecían configurar una paz decisiva. Pero en Puerto Hurraco la paz ni se decide ni tiene dueños.
Años 50. Amadeo Cabanillas Caballero y Manuel Izquierdo, llamado Mal Tiempo, echan ovejas en los tristes pastos de Puerto Hurraco. Las fincas lindan. No hay cercado, sólo un golpe largo de tierra amontonada que las separa. Las ovejas entienden mal la delimitación y se la saltan sin reflexionar. Otra gresca, de no grandes dimensiones, pero que se conserva en la memoria como un hito de este prolongado camino de desavenencias. El que algo así se conserve en la memoria es lo más inquietante de todo.
Año 1961. Se produce el primer choque entre Antonio Cabanillas -el padre de las niñas asesinadas-, todavía niño, y los futuros criminales de sus hijas, Emilio y Antonio Izquierdo. «Al niño le tupieron la boca de hierba.» El padre de las niñas asesinadas negó en esos días aciagos de agosto que tuviera jamás un roce con Antonio y Emilio. Aunque lo negaba no como si negara el hecho, sino como si negara cualquier especie de memoria. Mientras se dirigía con su tractor al campo, dos días después de las desgraciadas pérdidas, de la boca de Antonio Cabanillas se escapaba la palabra «maldad» con una certeza religiosa.
El caso es que, sin moverse de la fecha, Amadeo Cabanillas Rivera, hijo del otro Amadeo y hermano de Antonio, discutió con Jerónimo y Luciana, hermanos de Antonio y Emilio por el asunto del chaval. Luciana se rompe un brazo al caer empujada por Amadeo: ésta es toda la historia de amor que vivieron y que en 1990 levantaba especulaciones acerca de un despecho sentimental que habría alimentado la última fase del resentimiento. Jerónimo esperó en la finca de Las Pelícanas a Amadeo y lo mató de una cuchillada. Años de cárcel, psiquiátrico y destierro a Monterrubio, a seis kilómetros. El pueblo donde vivían y desde el que tramaron los hermanos Izquierdo la matanza.
1984, veintitrés años más tarde. La casa de Isabel Izquierdo, madre de los convictos y hermana de Mal Tiempo, se incendia. La madre muere, y las hermanas, que estaban esa noche en la casa, acusan a Antonio Cabanillas de haber prendido el fuego y al pueblo entero de no haberles ayudado. Lo cierto es que olvidaron a su madre entre las llamas y que muy pocos vecinos llegaron a despertarse esa noche.
1986. Jerónimo repite cuchillada en la Cooperativa de Monterrubio, esta vez sobre Antonio Cabanillas, que tiene que ser ingresado. A partir de este momento, los Patas Pelás se enclaustran en su feudo de Monterrubio. Los hermanos se dedican a jugar a las cartas y a toma: helados de corte, una especie de pasión. Luciana y Ángela van clamando justicia por las calles, se arrodillan delante del cuartelillo de la Guardia Civil y obligan a los vecinos a desenchufar los frigoríficos ya parar los relojes de pared, por temor a que camuflaran bombas. Una existencia entre la locura y el miedo, alimentada por confidentes y enzarzadores. Después de que la locura y el miedo hubieran fermentado lo suficiente y se hubieran descompuesto en su propio caldo de cultivo, llegó el domingo sangriento, tras las fiestas de agosto. «Vengo a por el Puerto, esto vengo esperando hace seis años», dicen que gritaba Emilio Izquierdo desde el callejón entre descarga y descarga de su repetidora.
Ruido de cerrojos
Esta historia pudo componerse a partir de fragmentos, de confidencias a media voz, hechas en el pequeño bar donde los parroquianos se limitaban a jugar a las cartas y a vigilar permanentemente a los periodistas o, tras llamar a alguna puerta, atravesar un largo pasillo y quedarse en el patio del fondo mientras los dueños de la casa echaban los cerrojos. Jamás se confiaban en grupo. Las únicas posibilidades dependían de encontrar a solas al interlocutor o de sacarle de la proximidad de los otros. Las mujeres y los hombres hablaban en su casa sólo a condición de que no estuviera el cónyuge. La mutua vigilancia a que todos se sometían daba como resultado un silencio a medias y, muchas veces, ficciones o falsedades.
Los más proclives a soltarse, y no mucho, eran los emigrantes que habían regresado para las fiestas y los que habían tomado la decisión de marcharse. Por lo general, se negaban a dar el nombre y sólo apuntaban la rama de Izquierdo o Cabanillas a la que pertenecían y cuya posición estratégica en el conflicto era prácticamente imposible desentrañar para el forastero. La mayoría hablaba como Cabanillas en esos momentos, pero un ligero contraste con el siguiente interlocutor arrojaba la idea contraria. No decían su nombre, aunque se denunciaban entre ellos. «Ése con el que dice que ha hablado es un Amadeo» o «ese es un Pata Pelá».
Al llegar la noche, los guardias civiles recomendaban severamente que los periodistas dejaran el pueblo. Entonces sí que sonaban los cerrojos más allá de toda atmósfera literaria. Miguel Gener hizo unas espléndidas fotografías de lo que era la noche en Puerto Hurraco, aguantando en aquella oscuridad tensa en la que las luces de los faroles se pegaban al suelo y dejaban recortado por encima el cielo ancho, espeso y nocturno, de las tierras pacenses. Esas fotografías consiguieron reproducir las tenebrosas impresiones que podría haber sentido cualquiera que se acercara a Puerto Hurraco horas después de la, carnicería. Algo así como meterse en un poblado fantasma del viejo Oeste, pero sin épica, cruzado por caminos que se fundían en la noche y con una carretera cercana que parecía el tramo final de todas las carreteras del mundo. Dentro de las casas, las luces se apagaban enseguida y entonces el cielo oscuro empezaba a pesar y a desplomarse como la tapa de un ataúd.
En Esparragosa o en Zalamea, a pocos kilómetros, la noche se vivía de muy distinta manera. La gente salía a tomar el fresco al quicio de la puerta, se veían corros de adolescentes en las puentecillas y paseantes que se adentraban en la tiniebla de los senderos. Eran las horas para respirar un poco de aire, después de los cuarenta grados de secano que habían carbonizado el día. En Puerto Hurraco no se respiraba, los habitantes parecían contener el aliento hasta que pasara algo que se sentía próximo y fatal. Esa noche calurosa de encierro daba la verdadera temperatura del ánimo de la gente.
El día 30 de agosto las hermanas Izquierdo, Ángela y Luciana, salieron de un escondrijo de Madrid y tomaron el expreso de Badajoz. A partir de ese momento iniciaron su escabroso periplo entre las pretensiones del fiscal, que las acusó de conspirar junto a sus hermanos -aunque la Audiencia de Badajoz revocó en febrero de 1992 el auto de procesamiento-, y su inexorable destino psiquiátrico en Mérida. Pero durante los cuatro días en que estuvieron desaparecidas, Ángela y Luciana se presentaban como la clave que podía descifrar los enigmas. Y también disolver el sentimiento de amenaza inmediata que todavía pesaba sobre las gentes de Puerto Hurraco. Su desaparición había prolongado la inquietud, porque, sin lugar a dudas, tanto para los de Puerto Hurraco como para quienes estaban al tanto en Monterrubio de la Serena, había una diferencia sustancial entre el dedo que había apretado el gatillo y el cerebro que había enviado la orden.
La casa de Monterrubio era una casa de pueblo de dos plantas pequeñas embutida en una hilera y tan cerrada a cal y canto como, según decían, lo había estado en los últimos años, cuando los hermanos y hermanas Izquierdo vivían en ella. El diagnóstico del vecindario era tan concluyente como lo fue después el de la Audiencia. Eran dos mujeres mayores, de 49 y 63 años, prematuramente envejecidas, cuya existencia estaba organizada alrededor de los líos vecinales, que salían dando gritos de su casa y recorrían las calles insultando a sus parientes de Puerto Hurraco y a cualquiera de Monterrubio que se cruzara con ellas, que peregrinaban regularmente al cuartelillo y que, simplemente, «no podían estar bien». En contraste, Emilio y Antonio rara vez protagonizaban un altercado. Parecían bastante pacíficos o quizá sólo tranquilos y, según la opinión del coro popular de Monterrubio, absolutamente dominados por sus hermanas.
Ninguno de los cuatro se había casado. La única pista sentimental relacionaba a Luciana con Amadeo Cabanillas, en el famoso episodio que concluyó con fractura de huesos para la mujer y que inauguró la última fase criminal entre las familias antagonistas. Luciana negó en días posteriores que hubiera existido semejante posibilidad, como no podía ser de otra manera. Los cuatro hermanos, por lo demás, apenas salían de la casa de Monterrubio, donde las persianas estaban permanentemente bajadas y los pestillos echados. Allí fueron re cociendo su animadversión y sus malos sentimientos durante seis años.
Con todo ello viene el dilema. La matanza de Puerto Hurraco puede ser contemplada a la luz de una historia secular de rencillas y conflictos que culminó de esa manera como podía haber culminado de cualquier otra parecida, o bien esa tragedia hay que observarla a través de esta última escena, mucho más reducida, mucho más actual, mucho mejor iluminada. Si fuera así, lo que se ofrece a la vista es el cuadro de cuatro hermanos encerrados en sí mismos, con antecedentes psiquiátricos y con manifestaciones de desequilibrio patentes, aislados en un pueblo de Badajoz que ni siquiera es el suyo, armados hasta los dientes y profiriendo amenazas constantes, ante la pasividad de instituciones y vecinos. Después se conocería el dominio patológico que los mayores ejercían sobre los pequeños y también saldrían a la luz abultados rumores sobre la vida de los Izquierdo. Pero no había ninguna necesidad de ello, porque un simple vistazo a los historiales clínicos, al entorno familiar en el que habían crecido y aprendido, a su vida cotidiana y a sus hechos cotidianos, habría bastado para anticipar un pronóstico de lo que podría ocurrir y de lo que fatalmente ocurrió.
Los desheredados
La historia de la España negra y profunda siempre ha servido hacia dentro y desde fuera. Desde fuera, el que más y el que menos ya sabe cómo ha funcionado. Pero, paradójicamente, también ha sido eficaz a la inversa, tapando la desidia de la sociedad civil y de las instituciones públicas, y arrojando al pozo sin fondo de la conciencia de un pueblo que se ha movido entre la supervivencia y el olvido todos los desastres que nadie era capaz de asumir.
Desde un punto de vista literario y dramático conmueve descubrir que un pueblo de doscientos habitantes guarde en su memoria centenaria un arsenal de disputas que van desde lo ridículo hasta lo catastrófico, con nombres y apellidos, con detalles minúsculos trasmitidos de padres a hijos como las palabras de una liturgia, y que la tragedia corone finalmente esta memoria. Pero desde el punto de vista de los hechos, lo único que se acerca a los motivos verdaderos —más allá de las leyendas que nos dejan tan enaltecidos como vulnerables— es la constatación de que cuatro personas enfermas, individual y socialmente enfermas, armadas, aisladas y sin escapatoria ante el mundo, explotaron un mal día en un clima colectivo de asombro que sustituyó automáticamente a una colectiva indiferencia.
Como en las malas películas, todo trató de resolverse judicialmente. Los juicios tienen la virtud de aplicar condenas y de trasferir las ideas de bien y mal a la potestad de un tribunal o de un jurado que, en realidad, sólo se ocupa de crímenes y castigos. El juicio de los hermanos Izquierdo causó la misma expectación que la tragedia y dejó las cosas en el lugar donde se quedan las cosas intocables.
El 17 de enero de 1994, Antonio y Emilio Izquierdo se sentaron en el banquillo de los acusados, cuando ya se había decidido la reclusión de sus hermanas en el hospital psiquiátrico de Mérida con un diagnóstico de «delirios paranoides». José Gómez Romero, el psiquiatra que las tenía a su cargo, declaraba en esas fechas, tres años y medio después de su ingreso, que «Luciana y Ángela han mejorado algo, poco a poco, pasean con otras internas y, sobre todo, Ángela ha desarrollado un poco de su personalidad, condicionada por la de su hermana hasta el punto de que, al principio, las cogías por separado y te hablaba utilizando las mismas expresiones que Luciana» (EL PAÍS, 23 de enero de 1994). En el juicio, los peritos psiquiátricos llegaron a la conclusión de que Emilio y Antonio Izquierdo sufrían «alteración de la personalidad de carácter paranoide». Cosa que, al parecer, «no alteraba el plano de la conciencia», si bien «sobre esta personalidad, que constituye terreno abonado, hay una vivencia (la muerte de la madre) que es vivida de forma muy traumática por estas personas y se convierte en una idea sobrevalorada (la venganza) que invade el campo psíquico del sujeto. En este sentido estimamos que su capacidad volitiva podría estar disminuida» (EL PAÍS, 18 de enero de 1994). Dado que la psiquiatría se mueve por el mundo como si fuera una ciencia, hay cosas que los legos no pueden entender. Por ejemplo, el que la conciencia no se altere cuando hay una idea sobrevalorada que invade el campo psíquico del sujeto, disminuyendo además su capacidad volitiva. Misterios del ser.
Los magistrados, en los fundamentos de derecho, afirmaron además que Emilio y Antonio no eran enfermos mentales, exponiendo el hecho de que ambos «eran capaces de manejar un rebaño de ovejas de unas 1.000 cabezas» y que tenían fincas arrendadas, «consiguiendo, a pesar de la crisis por la que atraviesa el campo, poseer una cartilla de ahorros con unos diez millones» (EL PAÍS, 26 de enero de 1994). Es decir, habría una relación inequívoca entre la salud mental y la gestión económica y agropecuaria. Estaríamos aquí ante una especie de protestantismo psicológico —visto a través de la doctrina de la predestinación mental.
Así pues, los delirios paranoides de los hermanos y de las hermanas Izquierdo tuvieron distinto final como consecuencia de la diferente relación con el gatillo. La justicia actuó sobre los hechos y se limitó a sancionarlos, salomónicamente, con sus dos espadas contemporáneas: el psiquiátrico y la cárcel. El 25 de enero de 1994, Antonio y Emilio Izquierdo fueron condenados a 688 años de cárcel perfectamente divididos entre ambos como autores criminalmente responsables de nueve asesinatos consumados y seis frustrados. Los ponentes afirmaron que los dos hermanos prepararon por «venganza» un «plan de exterminio del mayor número de habitantes posible de Puerto Hurraco».
Aunque la Justicia dictó sentencia, y con ella la sentencia del olvido o del comienzo del olvido, lo cierto es que, más que disipar la temida imagen de España, la reveló en fotografías nuevas. La mitad locos o idiotas, la mitad asesinos carniceros. Y, sin embargo, habían pasado muchas otras cosas sobre las que no se podía dictar sentencia como la abrumada existencia de esas cuatro personas encerradas en una casa de Monterrubio de la Serena hablando con sus fantasmas en un idioma delirante, o la supervivencia en un entorno capaz de trasmitir de generación en generación la forma en que unas ovejas se saltaron unas lindes de tierra amontonada para provocar una refriega. El mundo es complicado y la ley lo simplifica en términos de habitabilidad convencional, cuando la ley se cumple. Pero, con toda certeza, la masacre de Puerto Hurraco debió servir para llevar a la superficie una imagen de la España actual más allá de los tópicos y de las ideas conformadas a las que invita la desidia intelectual de la que somos ancestrales herederos. Muchas regiones rurales españolas están todavía iniciando el siglo XX y esta situación no se refiere solamente a medios materiales de vida o a capacidad de promover recursos, sino también al lugar que ocupan en el proyecto de este país. El abandono a su locura de los cuatro hermanos Izquierdo podría ser también el abandono a que se ha sometido a una vasta extensión de la vida española que no encuentra su sitio en ningún proyecto y que no se ve reflejada en ningún futuro. La España negra no está hecha de ningún material particular. Si está hecha de algo es de los ojos que no quieren mirarla.
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