Empezar la casa por el tejado
Una cosa es revisar la letra pequeña del contrato y otra es echarlo por la borda
Vaya por delante que no parece de buen gusto hablar de la reforma de la Constitución cuando celebramos su aniversario, por la misma razón que, cuando asistimos a un cumpleaños, no recomendamos a nuestro anfitrión o anfitriona hacerse unos arreglos para mejorar su aspecto. Pero el signo de los tiempos va por otros derroteros. No hay conferencia, jornada o seminario en el que el tema no salga a la palestra y con posturas encontradas. Estar a favor de la reforma se ha hecho sinónimo de progresismo, porque cuanto más a la izquierda se está, más reformas se quieren. Si se es conservador, se es inmovilista: tenemos la mejor de las Constituciones posibles y no hace falta poner o quitar una coma.
No está claro que esas posturas obedezcan a la naturaleza de las cosas, porque una cosa es la estructura social y económica y otra las normas jurídicas. Ha habido periodos históricos en los que la derecha, para mantener su estatus, lo reformó todo, convirtiendo sistemas jurídicos democráticos en totalitarios. Y épocas en que la izquierda se aferró a normas que le permitían hacer políticas transformadoras de la realidad, como fue la Constitución de 1931.
Habría que aclarar, también, por qué se dan por supuestas ciertas asociaciones ideológicas: no se acaba de entender por qué velar por la seguridad de las personas sea conservador y montar en bicicleta sea más progresista que ir andando.
Pero, al margen de estas preguntas, que no dejan de ser meras disquisiciones, la dicotomía existe. Y, en la época en que vivimos, esta dicotomía no es una buena.
Hobsbawm tituló sus memorias Tiempos interesantes, quizá para quitar dramatismo a la historia de alguien que había nacido en 1917 y fue testigo de dos guerras mundiales, separadas por el ascenso del nazismo. Los tiempos que vivimos ahora no me parecen interesantes, sino francamente perturbadores. Los Estados sociales están en entredicho, tanto por los efectos de la crisis económica, que siguen notándose en las capas más pobres de la población, como por la incidencia de la globalización y de la revolución tecnológica, cuyo impacto en el mercado de trabajo todavía desconocemos. Los Estados democráticos están en discusión, no sólo por las legítimas aspiraciones de quienes desean más participación, sino también por las ilegítimas de quien pretende imponer la dictadura de la mayoría. Y parece que sólo la Unión Europea se preocupa por el Estado de derecho, que para algunos es mero estado de derechas.
Podemos cambiar muchas cosas sin necesidad de modificar la Constitución, bastaría con revisar leyes
De las últimas estadísticas del CIS se desprende que los españoles no quieren renunciar al Estado social y democrático de derecho que proclamó la Constitución. El pacto social que se forjó en 1978 no debería estar, pues, en entredicho. Eso no significa que no haya que remozarlo. Es más, para conservarlo, tiene que adaptarse a las nuevas circunstancias: nada de malo hay en revisar un contrato cuando las partes que lo firman están de acuerdo en que algunas de sus cláusulas han quedado sin efecto.
Ahora bien, una cosa es revisar la letra pequeña del contrato y otra es echarlo por la borda. Para distinguir lo uno de lo otro, parece necesario seguir tres viejas máximas.
La primera aconseja no hacer nada si no tenemos claro lo que harán los demás. Creo que los matemáticos llaman a esto el equilibrio del miedo, o equilibrio de Nash. Para mí, que considero las matemáticas una ciencia rodeada de misterios, significa tener la seguridad de que no nos den gato por liebre, es, decir, que empecemos a revisar la letra pequeña y, al final, nos acaben rompiendo el contrato.
La segunda es no hacer lo más cuando podemos conseguir lo mismo, pero haciendo lo menos. A esta máxima, los economistas la llaman eficiencia. Para un jurista significa que podemos cambiar muchas cosas sin necesidad de modificar la Constitución: bastaría con revisar leyes orgánicas u ordinarias, cuando no simples reglamentos.
La tercera, que de forma algo provocativa da título a estas líneas, es no empezar la casa por el tejado. Deberíamos esforzarnos, pues, en salir del encasillamiento al que me refería al principio y negociar no la reforma de la Constitución, sino de los aspectos del sistema jurídico que consideremos superados. Hay muchas cosas que cambiar y es preciso llegar a un acuerdo para conseguir, según la palabra de moda, la sostenibilidad de nuestro sistema político, sobre todo pensando en los jóvenes. Una vez que se concrete lo que es preciso modificar, y en qué sentido, será el momento de aclarar cuál de los cambios hay que elevar a rango constitucional. Para los arquitectos (y para cualquiera que tenga sentido común) las casas se empiezan por los cimientos.
Paloma Biglino Campos es catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid.
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