Una vida falsa para ocultar una matanza histórica
García Juliá, uno de los autores de los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha, se escondió en un barrio de paso de Sãu Paulo, plagado de hostales y camellos
En las calles al este de Barra Funda, un desamparado barrio del centro de São Paulo, casi nada prospera por mucho tiempo. En cuanto las cosas le van un poco bien a un vecino o a un negocio, se marcha a otro lado. A un sitio que no esté formado por talleres de reparación, camellos, drogadictos y restaurantes de freidora. Si, por el contrario, les va mal, acaban con los yonkis de última clase en Cracolandia, a unos kilómetros al este. El resto de vecinos permanece, la mayoría de paso, lo que explica por qué en estas calles hay tantos hostales y pensiones y hasta las viviendas se alquilan por días. Uno de esos vecinos, Genaro Antonio Materán, le había encontrado una utilidad clave a la naturaleza de este barrio: aquí podría vivir en paz una vida de mentira. Tenía un nombre falso, una nacionalidad —venezolana— que no era la suya, una novia —Ray— que no conocía su verdadera identidad y un trabajo conduciendo para Uber un coche a nombre de ella. Todo esto es más de lo que los vecinos le iban a preguntar.
En realidad, Genaro es español, se llama Carlos García Juliá y durante 41 años ha arrastrado a sus espaldas uno de los momentos más negros de la Transición española. Fue uno de los pistoleros ultraderechistas que, a las 22.30 del 24 de enero de 1977, se plantó en un despacho laboralista del número 55 de la madrileña calle Atocha y asesinó a cinco personas. En aquel momento fue difícil valorar qué consecuencias tendría ese atentado para un país que acababa de enterrar a Franco hacía poco más de un año. Podría haber sido la vuelta de la violencia, la desestabilización definitiva de un proceso que en aquella época iba hacia lo desconocido. García Juliá vivió aquellas tensas repercusiones inmediatas hasta que logró darse a la fuga.
Y fugado vivió prácticamente hasta esta semana, ya con 63 años. El miércoles por la mañana estaba cerrando la puerta metálica de su casa cuando se le acercaron tres hombres. Ni le había dado tiempo a alejarse del portal recién pintado de rojo. “Eran tres policías de la federal, de paisano; él casi no les contestó y no opuso resistencia. Lo subieron a un coche que había aparcado frente a la puerta de su casa, y en cuanto arrancó, le siguieron otros dos coches que había en los extremos de la calle”, recuerda Germano, el corpulento hombre canoso que tiene la tienda de reparaciones frente al portal de García Juliá.
En ese momento se acabó todo. Los años bajo identidades falsas. Guardarle el secreto de su verdadera identidad a su novia. “Lo he descubierto todo por el informativo y por Internet. Todo ha cambiado de un día para otro. Se ha vuelto una persona totalmente extraña”, le contaba Ray a la agencia EFE. “No tenía ni idea de qué estaba pasando”. Para ella, Genaro era un hombre retraído, pero también un amante de los animales y de los niños.
Fue el fin también de su gran periplo de más de dos décadas y por varios países. Carlos García Juliá fue detenido tras un mes a la fuga, en 1977, y condenado en 1980 a 193 años de prisión. En 1991, todo empezó a cambiar. Consiguió la libertad condicional. En 1994 convenció a un juez para que le diese un permiso para ir a América Latina, siguiendo una oportunidad laboral. Una vez allí, en diciembre, se saltó un requerimiento formal y se le declaró desaparecido. Volvió a reaparecer cuando se le detuvo, en Bolivia, por un delito relacionado con el narcotráfico. Logró darse a la fuga antes de que España tramitase la solicitud de extradición.
No se supo de él desde entonces. Viajó con identidades falsas a Chile, Argentina y Venezuela: a veces incluso en avión. En 2001 entró a pie en Brasil por la frontera del nordeste, en Pacaraíma, una ciudad del Estado de Roraíma. En 2009 se registró como extranjero con el nombre con el que se quedaría: Genaro. Debería haberlo renovado en 2011; al no hacerlo despertó las sospechas de las autoridades. Años después, la Policía Nacional, la Interpol y la Policía Federal brasileña estaban cooperando en la investigación. El miércoles, ocurrió lo inevitable en el portal rojo de Barra Funda. Nada prospera por mucho tiempo allí.
Era retraído, callado y evitaba relacionarse
Carlos García Juliá cumplió por poco con el tópico del asesino a quien sus vecinos recuerdan como alguien que “siempre saludaba”. Saludaba pero generalmente nunca iba a más en sus afectos. Es más, sus allegados en el barrio le recuerdan como un tipo más bien callado, retraído y que se relacionaba con poca gente.
El Salchicha, gerente del bar de la esquina al que Juliá solía acudir a tomar cerveza (marca Brahma: brasileña y barata), y al que algunos sábados por la tarde visitaba para homenajear a su novia con un plato combinado, incluso le defiende en su aparente normalidad. "Solo tenía el acento, por lo que pensaba que era argentino". Un asesino, protagonista de una matanza que hizo historia en España, llevaba a cientos y cientos de clientes por la zona. "Cogía el coche por la mañana y lo traía de vuelta por la noche: por eso no acabó de hacer mucha huella en el barrio", explica Raimundo, propietario de una tienda de aires acondicionados cercana al portal donde vivía García Juliá. Y aporta un poco de contexto: "El otro día, aquí, prácticamente pegado a mi portal, un negro de dos metros cayó muerto. Llevaba varias bolsas de droga en el estómago, era una mula, una reventó y no pudo aguantar.En este barrio, nunca miras al señor mayor que toma cerveza".
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