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Madrid y Barcelona
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

De la pugna a la melancolía

Las dos megalópolis españolas llevan desde la segunda mitad del siglo XIX pugnando por todo tipo de hegemonías en un equilibrio inestable

Un hombre con su bebé pasea por el barrio de Entrevías, en Madrid.
Un hombre con su bebé pasea por el barrio de Entrevías, en Madrid.Álvaro García

Es una obviedad, pero Barcelona y Madrid no se parecen en nada. Una está encajonada frente al mar y la otra en lo alto de una meseta y en medio de un páramo. La primera es muy densa: 15.900 personas por km², más del triple que Madrid. Una mira hacia el Mediterráneo y la otra hacia el Atlántico. Las dos megalópolis españolas, que articulan manchas urbanas con más de cinco millones de habitantes, llevan desde la segunda mitad del siglo XIX pugnando por todo tipo de hegemonías en un equilibrio inestable. Los geógrafos coinciden en señalar esta excepcionalidad. Lo habitual, en términos de masa poblacional, es que se cumpla la regla que establece que cada gran ciudad de un país debe tener la mitad de la población de la ciudad que la precede. A mediados del siglo XIX, casi al mismo tiempo, diseñaron sus ensanches, aunque en claves completamente diferentes. En una irónica pirueta de la historia, la capital catalana adoptó —en contra de lo que preferían sus próceres— el modelo revolucionario de Ildefons Cerdá, porque lo impuso el Gobierno liberal de la época, mientras que Madrid optó por el más conservador de Carlos María de Castro, de clara inspiración haussmaniana. En la carrera de la modernidad Barcelona partía con ventaja, potenciada por los efectos de la revolución industrial, mientras Madrid conservaba el poder político y las ventajas que conlleva. El pugilato se mantuvo a lo largo del siglo XX. Durante el franquismo, la capital catalana conservó la preeminencia industrial y económica, y también la hegemonía cultural. Lejos del agobiante y castrante ambiente del régimen, bullían las vanguardias y encontraban cobijo las artes escénicas, el cine, la música, la publicidad, etc., lo que permitió la emergencia y consolidación de una potente industria cultural, que entre otras cosas dominaba el sector editorial en español. En el tardofranquismo, Barcelona era la modernidad, lo más parecido a la Europa soñada.

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Retrato de una ciudad

En un principio al régimen ya le parecía bien que Madrid siguiera siendo una ciudad de funcionarios, clases medias y empleados, protegida de la conflictividad social, pero las corrientes migratorias también desembocaron en la capital y la transformaron. En 1950 tenía millón y medio de habitantes; cuatro décadas más tarde prácticamente había doblado esta cifra. Lo que sí hizo el general Franco para garantizar que la capital del Estado estuviera siempre por delante del resto fue, en 1948, añadirle los 22 municipios de su alfoz, lo que llevó su superficie hasta los 600 km², mientras que Barcelona se quedaba en 101. Esta decisión administrativa, aparentemente simbólica pero también funcional en términos de gestión, ha acabado por ser determinante.

Pese a que la realidad casi siempre acaba por imponerse, y en los últimos años de la dictadura se creó la Corporación Metropolitana de Barcelona (CMB), el instrumento que le permitía gestionar su realidad geográfica, de nuevo fue víctima de decisiones políticas. Jordi Pujol y su partido CiU no soportaban que una sola gran ciudad y su área metropolitana concentrara el 75% de la población catalana. La gran Barcelona rompía el modelo territorial soñado por el nacionalismo conservador: la Cataluña-ciudad y Pujol optó por una cirugía radical. En 1987 consiguió aprobar la Ley de Ordenación Territorial (LOT), que disolvía la CMB. "Las ciudades hanseáticas", dijo para justificarlo, "son ciudades poderosas, pero no tienen un hinterland, no son un país. Un país es mucho más que una ciudad por grande, poderosa y entrañable que sea".

Paradójicamente, justo aquel año la capital catalana consiguió la organización de los Juegos Olímpicos de 1992, la gran operación urbanística —y social— que la convertiría en una de las ciudades "soñadas" del planeta. Eso sí, reducida a su pequeña parcela, una Barcelona-bonsái. Mientras, Madrid empezaba su despegue. Desprovista de un hinterland al que tener que acomodar, se transformaba en una de las grandes metrópolis europeas, sólo por detrás de París y Londres, desparramándose por un territorio casi exento de barreras naturales, apoyándose en la creación de una importante red de infraestructuras radiales entre las que destaca el AVE. Las privatizaciones de las grandes empresas públicas, que desembocaron en lo que se ha dado en llamar el IBEX 35, le proporcionaron la potencia financiera y económica que le faltaba. La apuesta por convertirse en la puerta de Latinoamérica en Europa, casi robándosela a Miami, cerraba este círculo virtuoso.

Barcelona dispone ahora de una herramienta para gestionar su área metropolitana, pero las sinergias creadas durante décadas de reinos de taifas pesan demasiado. La larga pugna por las hegemonías ya ha terminado. Lo vaticinó el gran alcalde Pasqual Maragall en 2001 cuando advirtió en un artículo en este periódico que "Madrid se va" para concluir poco después que "Madrid se ha ido". No hay duda de que, entre los elementos que han configurado el proceso independentista, hay que incluir esta melancolía.

J. M. Martí Font es autor de Barcelona-Madrid. Decadencia y auge. (EDLibros)

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