Óliver Laxe, el viaje a la raíz
El director de cine se convierte en el único residente de Vilela, la aldea donde rodó 'O que arde', para impulsar un proyecto de desarrollo rural que ayude a reanimar la comarca de Os Ancares
El cineasta que compitió hace unos meses por el Goya a la mejor dirección por O que arde avanza con dificultad por el río Ser, con el agua hasta la cintura, detrás de las ramas de árboles que un vecino de Os Ancares (Lugo) está cortando con una motosierra. Óliver Laxe (París, 38 años) saluda sin dejar de hacer lo que ha venido a hacer en la ribera de este afluente del Navia: desbrozar para que el sol penetre hasta el río y convierta la poza en un lugar idílico para el baño. En las tareas le ayudan Vicente Vázquez, videoartista al que conoció cuando ambos ganaron un premio Injuve, y tres vecinos: Manolo Rodríguez (una mezcla de filósofo y sherpa, dirá de él poco después) y sus hijos Lucía y Aitor. Si alguien sospechaba que el retiro de Laxe, el cineasta español del que más se ha encaprichado Cannes (ha premiado todas sus películas), iba de neorruralismo o postureo ecológico, solo necesita acompañarle unas horas para descartarlo.
Su decisión de instalarse en Vilela, la aldea de la comarca de Os Ancares donde nació su familia antes de emigrar a París, es una apuesta radical. Como su cine. Como su manera de instalarse en la vida. Tanteando caminos secundarios a menudo tortuosos y siempre más largos. Haciéndose bombero para rodar O que arde y batallando contra los riscos del Atlas marroquí para Mimosas. Haciéndose ahora campesino, ganadero y apicultor para revivir lo que recuerda de sus veranos de infancia, cuando acompañaba a su abuelo en tareas que estos días desempeña en solitario. Un viaje hacia las raíces que parece tener mucho de exploración de sí mismo.
Laxe es hoy el único vecino de Vilela, la aldea abandonada del municipio de Navia de Suarna donde rodó O que arde en 2018. Todo este mundo que le rodea está en esa ficción: el tronco de un castaño de 300 o 400 años donde Benedicta, la protagonista, se refugia de la lluvia, los pastos de sus vacas, la casa a la que regresa Amador tras salir de la cárcel. O que arde sacudió la fosilizada autoestima de Os Ancares. Una de esas películas que conectan y transforman un estado de ánimo colectivo.
Casi cada tarde de verano el director recibe la visita de emigrantes de la comarca que regresan de vacaciones y que desean descubrir los escenarios de la ficción y, lo que acaso sea más importante para ellos, ese proyecto que está montando para rebelarse contra la extinción de un estilo de vida y para contribuir a devolver ilusiones a una tierra bella y deshabitada. “Las tierras de Vilela tienen que volver a producir. El hombre y la naturaleza pueden ser un buen binomio de cuidados mutuos”, reflexiona.
Hasta el río Ser se acerca una familia establecida en Barcelona a saludarle. Hablan de conocidos comunes hasta que Laxe pregunta.
—¿Y cuándo volvéis?
—A finales de mes —responden.
—No, no, pregunto que cuándo volvéis aquí definitivamente.
Esa es la pulsión final del cineasta, que está usando fama y contactos para implicar a científicos, políticos y académicos en un proyecto que ha recibido fondos de la Unión Europea y que desea convertirse en un imán para otras iniciativas y otros residentes. “Yo no quiero venir aquí con 50 o 60 años a descansar. Quiero vivir aquí en mi momento de mayor energía. Soy muy obstinado y poseo la cultura del esfuerzo que tiene la gente de aquí. Tengo la certeza de que estoy haciendo lo que tengo que hacer, que estoy en el lugar donde tengo que estar, un lugar al que pertenezco”.
Un cineasta que quiere salvar el mundo, al menos el que le rodea, con todos los recursos que pueda emplear: su filmografía, sus contactos, su dinero. Laxe piensa que hacer películas y tener un rebaño de cabras van de la mano. Ambas acciones se pueden desarrollar desde el compromiso, con vocación de servir a los demás.
“En la sociedad actual tenemos todos demasiado mundo interior y ensimismamiento. Vivimos en el elogio permanente de la personalidad, tenemos que ser alguien, ser originales... Creo que debemos hacer lo contrario: no ser nada. La personalidad vela nuestra esencia, y si se trabaja el arte desde ese velo psicológico dará como resultado un arte egótico y muerto. Para abrirle el corazón al espectador, antes tienes que abrir el tuyo. Estoy ahí, en un momento de vaciado, de desaprendizaje”.
Dicho ello, en un lugar de Os Ancares donde solo suena el agua, los pájaros y las hojas de los árboles al airearse, Laxe hace autocrítica: “No he hecho más que desplazar mi neurosis de lugar, sea cine o emprendimiento rural, mi relación excesiva con el trabajo es sospechosa. Sigo en la cultura del proyecto, esa que como sociedad nos ha traído a este momento tan delicado”.
Tiene aliados. Todos quieren ayudar. Para eso sirve la fama. Por Vilela han pasado dos conselleiros de la Xunta (de Cultura y de Medio Rural) y una vicerrectora de la Universidad de Santiago. Varias instituciones más están aportando fondos al proyecto para rehabilitar Casa Quindós, la antigua vivienda de la madre del cineasta, para convertirla en un espacio polivalente donde desarrollar talleres relacionados con las actividades de la zona (silvopastoreo, poda en altura, recuperación de carballos antiguos, apicultura, cantería o hierbas aromáticas) e iniciativas culturales, incluido un cineclub, donde los vecinos podrán programar.
Laxe ha invitado a los albañiles que se encargan de la obra, diseñada por los arquitectos Xosé Allegue y Jorge Duarte, a seleccionar algunos pases. Braveheart o El último mohicano no son exactamente los títulos que elegiría el cineasta de Todos vós sodes capitáns, un filme artesanal rodado en Tánger con niños de un centro de acogida y premiada tras su paso por la Quincena de Realizadores de Cannes con el Fipresci de la crítica internacional en 2010.
“Quiero vivir aquí en mi momento de mayor energía”, dice el cineasta
Después de estudiar cine en la Pompeu Fabra, un Laxe en pleno desconcierto interior se instaló en Marruecos, haciendo un poco de todo (documentales para la tele, talleres para niños y también alguna experiencia radical —su palabra fetiche— como vivir en un palmeral en el desierto) hasta que se decidió a hacer cine con el cine: una película sobre niños que ruedan una película, también una historia de rebeldía y engañosa autoficción. Un filme raro que conmovió en Cannes y le colocó en la órbita del cine español. “Pensé que después de Todos vós sodes capitáns, conseguir financiación para la siguiente película sería fácil. Pero no lo fue”.
Necesitó cinco años para culminar Mimosas, un viaje tan místico como geográfico por la fe y las montañas del Atlas, que obtuvo el Gran Premio de la Semana de la Crítica de Cannes en 2016. Un paso más en esa filmografía periférica, que explora otras maneras de estar en el mundo alejadas de la hegemónica vida urbana. Una road movie sin asfalto y con caballos construida alrededor del traslado del cadáver de un cheikh (un hombre venerado por su religiosidad y sabiduría en el islam) hasta su aldea natal. “No creo que mi responsabilidad sea entretener o hacer que la gente se evada, mi responsabilidad es que la gente viaje hacia dentro”, sostiene.
Mimosas fue también el primer guion que coescribió junto a Santiago Fillol, que había sido su profesor en la Pompeu Fabra y que estos días de agosto se ha instalado en el caserón de Vilela donde Laxe ha pasado el confinamiento y donde nació su abuela Manuela Quindós. Allí le han dado un acelerón a su próximo proyecto, una película de aventuras que rescata la tradición artúrica y que se rodará entre Mauritania y Marruecos.
Juntos escribieron también el guion de O que arde, una obra a contracorriente que atrajo a las salas, antes de su cierre por la pandemia, a más de 100.000 personas. Otra radicalidad de Laxe que entusiasmó también a la crítica y a los festivales (premio del jurado en Cannes y dos Goyas en 2019). “Hay una intención noble y pura cuando hago películas, todas las he experimentado, desde ser bombero a estar en los monasterios sufíes, pero también están en ellas una parte de mis miedos, carencias y neurosis. Hacer películas es una manera de pedir amor muy extrema, por eso pienso que no es sano. Hay otras formas de conseguir amor más sencillas”, reflexiona sentado junto a una pequeña cascada.
Humanos en peligro
Hace una década vivían en Vilela medio centenar de personas. Laxe rodó a los últimos habitantes antes de que se esfumasen por completo. Ahora que él es el único vecino —se empadronó hace cinco años y se instaló hace unos meses—, pugna por implicar a otros en resucitar una tierra con una densidad demográfica no muy alejada de Islandia (4,43 habitantes por kilómetro cuadrado en Navia de Suarna), un paraíso natural protegido como reserva de la biosfera, hábitat de urogallos, lobos y osos pardos, y con los humanos en peligro de extinción desde que la emigración vació los pueblos en un goteo constante desde 1920, acrecentado a partir de los sesenta con éxodos hacia Barcelona o París. Como los padres de Laxe, que se conocieron en los bailes de emigrantes de la sala Bataclán de la capital francesa. Después de que su padre, Jacinto Lage, ganase un concurso de fotografía —una escena cotidiana del verano de 1988: el abuelo tirando de un carro de vacas con sus nietos franceses por Vilela—, la familia se instaló en Cataluña. Pero Laxe siempre sintió una conexión casi orgánica con el universo de Os Ancares, aunque para instalarse en él haya necesitado pasar unos años en el desierto.
Dejar el cine no figura en su futuro inmediato —prevé dedicar a Casa Quindós, nombre con el que ha bautizado el proyecto, los próximos dos años y rodar de nuevo en 2023—, pero sí planea sobre el lejano: “Con el tiempo haré una transición y dejaré de hacer películas. Pero con el ego hay que ir despacio”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.