La fascinante historia de los bolsos de Takashi Murakami reeditados por Louis Vuitton
No fue una colaboración más. Estos bolsos cambiaron para siempre las reglas no escritas del lujo.
Fue un experimento. Nadie esperaba que se vendieran 300 millones de dólares en un año. Hasta a la propia firma le pilló de sorpresa. Marc Jacobs, entonces director creativo de Louis Vuitton, estaba obsesionado con modernizar los históricos bolsos de la casa, que eran vistos como demasiado clásicos. En 2001 llamó a su amigo el artista urbano Stephen Sprouse para que convirtiera el logo de la enseña en un grafiti que estampara bolsos, sudaderas y fulares (Louis Vuitton no tenía línea de prêt-à- porter hasta la llegada de Jacobs, en 1997), el éxito fue tal que el creador neoyorquino quiso explorar la relación no entre la moda y el arte, omnipresente durante todo el siglo XX, sino entre los artistas y las marcas, una colaboración explícitamente comercial y, por entonces, poco transitada. El monograma de Louis Vuitton, que data de 1863 y se creó para evitar falsificaciones, era y es una institución del lujo occidental, un emblema casi inalterable; no estaba bien visto cambiarlo, a no ser que el cambio viniera de la mano de un artista, es decir, de una figura contemplada como única, cuyo aura de exclusividad y genialidad era, salvando las distancias, similar al de ciertos objetos de lujo históricos.
Algo similar debió pensar Jacobs cuando, en 2002, acudió a la Fundación Cartier en París para ver una exposición de Takashi Murakami. Al diseñador ya le atraía el realismo mágico japonés y buscaba inspiración para redefinir el legado de la firma. “Lo primero que me pidieron era renovar el monograma inspirándome en los emblemas japoneses. Supongo que por eso tuvo tanto éxito en Japón”, recuerda ahora el artista.
La primera colaboración entre Louis Vuitton y Murakami fue el bolso Multicolor; el japonés redefinió algunos de los modelos clásicos de la casa interviniendo la L y la V en 33 colores diferentes. Después llegó el Cherry Blossom, que intercalaba el monograma de la enseña con cerezas y caras sonrientes, y el Panda. “Al principio, Marc solo quería que cambiara el emblema, pero poco después dibujó él mismo un boceto, copiando un panda que aparecía en algunas de mis obras, y me lo envió y así fue como poco a poco mis personajes fueron apareciendo en los bolsos”, explica Murakami refiriéndose a la familia Superflat, es decir, a aquellos dibujos que mezclaban el imaginario otaku con la iconografía de la posguerra japonesa y que lo encumbraron más allá de su país natal.
La colaboración fue tal éxito que se extendió durante 10 años, hasta la salida de Jacobs de la casa en 2013. Juntos crearon, entre otros, el primer bolso de lujo con estampado de camuflaje o una serie de maletas en color pastel repletas de flores. Solo el primer año, vendieron bolsos por valor de 300 millones de dólares (hay que tener en cuenta que en 2003 un bolso de la firma costaba un tercio de lo que cuesta ahora). “Fue un matrimonio monumental entre arte y comercio”, rememoraba Jacobs tiempo después. Y precisamente por eso, el muchas veces opaco mundo del arte no lo vio con buenos ojos al principio. Murakami recuerda que “cuando lo lanzamos, la escena neoyorquina era muy conservadora, y la fusión de arte y moda no era demasiado aceptada. Con el arte urbano era diferente, pero recuerdo que cuando mostré por primera vez mis pinturas sobre el monogram en una galería, todo el mundo levantaba las cejas”.
Algo muy distinto sucedía en la otra costa norteamericana. Era la época de lo que hoy llamamos Y2K, es decir, el estilo desprejuiciado de los primeros años del siglo XXI y el auge de prescriptoras como Paris Hilton, Lindsay Lohan o Nicole Richie. Todas lucían su Murakami colgado del brazo. Así que el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles (MOCA) decidió en 2007 vender un bolso Nerverfull intervenido por el artista para la ocasión de forma exclusiva en su tienda. Fue la primera vez que una marca de lujo creaba un ‘objeto de arte y consumo’ para un museo o, como dijo Jacobs en aquel momento: “No solo se han roto las barreras entre el arte y la moda, sino que hemos llevado esas barreras rotas al espacio cultural”.
Un año más tarde, el Museo Brooklyn dedicaba una muestra a ambos, Louis Vuitton y Murakami, que más tarde viajaría al Guggenheim de Bilbao. A Jacobs se le ocurrió neutralizar las críticas que generaba la colaboración en ciertos entornos organizando un top manta similar a los que en la época poblaban Chinatown en la puerta del museo, con el pequeño matiz de que los bolsos, ademas de auténticos, eran de edición limitada.
Más allá de los prejuicios provenientes de los círculos del arte, el comprador canónico de lujo no veía con buenos ojos que ciertas estrellas del rap lucieran la colaboración. A principios de los 2000, y pese a tener decenas de miles de seguidores, este elitista sector consideraba que ciertos músicos no seguían las estrictas (y ficticias) normas del buen gusto. No por causalidad aquella noche en el Museo Brooklyn, Kanye West fue el maestro de ceremonias: “Ellos (los artistas de hip-hop) son los que lo han seguido llevando años después. Eso es lo que ha hecho que este sea un buen momento para reeditarla”, opina Murakami.
En los últimos años, el revival de los primeros 2000 y el poder prescriptor de Rihanna o Zendaya (imagen de la nueva campaña) han hecho que aquellos bolsos coticen alto en las webs de reventa. Lo lógico era que la marca volviera a lanzarlos. “Mirando atrás, yo no tenía ni idea al principio de qué tipo de marca era Louis Vuitton, así que me costó entender el impacto”, recuerda el japonés, “ahora sí lo veo”. No solo lo ve él, sino que lo contempla todo el planeta.
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