Menú intergeneracional
“Hoy en nuestras despensas se palpa el momento vital que atraviesa cada uno”
Estoy a punto de cumplir 32 años. Cuando esta columna se publique ya los tendré. Nunca presto excesiva atención a la cifra que trae consigo cada cumpleaños, pero en esta ocasión, algo es distinto. Al intentar visualizarme con dicha edad, una especie de neblina cegadora empaña mi pensamiento: como si de los 25 hubiese aterrizado en los 32. Me asalta la pregunta: ¿cómo he llegado hasta aquí? El tiempo opera de una forma extraña. Aprovechando que mañana es domingo y coincidiendo con que en casa de mis padres hay una alta afluencia de hermanos, he propuesto que celebremos mi cumpleaños con un menú propio de ocasiones especiales: sopas de ajo con costra. La preparan en la panadería de un pueblo vecino, afamada por su elaboración. La versión “con costra’' se consigue dejando que el pan absorba casi todo el caldo hasta convertirse en una masa muy densa, cuya superficie se vuelve crujiente y dorada en el horno. El resultado es divino. He compartido la idea en el grupo de hermanos que tenemos en WhatsApp: el mensaje ya cuenta con los emojis de pulgar arriba necesarios como para que el encuentro gastronómico se lleve a cabo por mayoría absoluta. Mientras me regodeo pensando en las sopas, mi hermano Santiago, que está a mi lado en el coche, comenta que la semana pasada consiguió cocinar el mejor pollo marinado de su vida siguiendo las instrucciones que le había suministrado Chat GPT.
Santi tiene 23 años, nueve menos que yo. Pensé en la dicotomía entre el menú que yo había elegido, esas sopas castellanas que probablemente muchos de mis antepasados disfrutaron antes que yo (ya que he podido comprobar que toda mi genealogía se encuentra enraizada al suelo de Castilla, igual que las sopas de ajo con costra) y la receta creada por mi hermano con inteligencia artificial; quizás lo suficientemente buena como para acabar formando parte del repertorio de recetas de la familia que él forme en un futuro. La convivencia entre dos universos gastronómicos que ya empiezan a engarzarse en el presente: el que nos enraíza y preservamos, y el que vendrá, pero que aún no conocemos. Pienso en el resto de mis hermanos, de generaciones parecidas, y en lo mucho que dice de cada uno de ellos la forma en que se alimentan: Álvaro y sus dietas deportivas, Gonzalo y los platos de cuchara que le sirven de combustible para afrontar sus jornadas atravesando a pie la montaña, Lucía y sus intentos por dominar el arte del batch cooking, Santiago y Jaime sirviéndose de la inteligencia artificial, o Miguel, el pequeño, que tiene al resto alarmado con su dieta ultraprocesada. A todos nos educaron en una misma cocina, pero hoy en nuestras despensas se palpan las necesidades e inquietudes del momento vital que cada uno de nosotros atraviesa. Mi interés por la comida desde una perspectiva culinaria (suena extraño, no parece haber otra forma de pensar en comida, pero sí que la hay: puedes tener un interés nutricional, gastronómico o meramente biológico por los alimentos y no por ello sentirte atraído por los fogones) llegó a mi vida cuando cumplí 30, ni un día antes.
Desde entonces, en la mesa de mi salón hay libros de recetas (el último, Test Kitchen, de Ottolenghi) de autores que apuestan por extraer la deliciosidad de los alimentos sin renunciar a la sencillez en las elaboraciones, adaptándose a los apretados tiempos —clave— de los que hoy disponemos. No sé si esos libros seguirán ahí dentro de unos años, en primera línea de consulta, o si las montañas en las que los apilo seguirán creciendo. En realidad, lo único que me importa es seguir cumpliendo años con sopas de ajo y mi familia.
*Clara Diez es activista del queso artesano.
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