Herencia manual
“En perpetuar un legado artesanal no solo se implican las manos, sino también el alma”
Las primeras imágenes que suelo guardar en mi memoria cuando visito una quesería son las del paisaje que se divisa desde el coche, de camino a la misma. Carreteras secundarias que conectan con caminos aún más pequeños, los cuales solo atraviesan quienes saben a dónde quieren llegar. Desafortunadamente, no puedo hablar de cómo era el paisaje hasta llegar a la quesería de Patrick, porque estaba dormida cuando el coche aparcó. La primera instantánea que mi cerebro capturó, todavía levemente desorientada por la siesta, fue la de un cielo que amenazaba lluvia y un pequeño camino de tierra que accedía a la granja. Desde 1980, Patrick elabora Camembert de Normandie en Champsecret, un pequeño pueblo en el departamento normando de Orne. En la misma granja, su padre y su abuelo lo hicieron antes que él. Seis manos dando forma a un mismo queso durante tres generaciones, unidas por un hilo invisible que imagino plateado.
Me pregunto si los tres pares de manos se parecían entre sí; si las manos de Patrick Mercier tienen algo o mucho que ver con las de su padre o con las de su abuelo: manos labradas con el cincel de una misma profesión. El obrador no es muy diferente (ni en tamaño, ni en herramienta) de lo que sería una cocina casera. Allí, Patrick elabora Camembert con la precisión de un relojero. Corta la cuajada y la traslada con un cazo al molde en el que el queso tomará su forma definitiva, siguiendo el tradicional método de moldeado que diferencia el Camembert de otros quesos, el moulage à la louche. Una cazada, dos cazadas, tres cazadas, así hasta cinco: ni una más ni una menos. Para quien perpetúa un oficio, la tradición es una religión que se profesa con orgullo, fervorosamente.
Salimos de la quesería y nos dirigimos a la sala de ordeño. Dejamos a un lado el pajar, donde filas de alpacas de heno apiladas forman altas torres: recogida durante el verano, la hierba seca servirá de comida a las vacas cuando, con la llegada del invierno, el acceso a las briznas frescas del pastoreo disminuya. Pero aún falta tiempo para eso y durante unos meses, salir a pastar será la única tarea que las vacas de los Mercier tengan marcada en su calendario. A pesar de tener un equipo de 11 personas entre la granja y la quesería, Patrick y su hijo Maurice se reservan la labor de ordeñar. Así sienten que debe ser. Patrick afirma no haber encontrado a nadie que lo lleve a cabo como él o su hijo, con la fluidez, suavidad, esmero y conciencia necesarias.
Además de poner en riesgo el bienestar del animal, un mal ordeño deriva en una mala leche, que a su vez, condena el queso. Me viene a la mente de nuevo ese hilo plateado que parece atravesar y unir las manos de aquellos a quienes les ha sido confiada la tarea de perpetuar un legado, y la inercia con la que parecen asumir que no hay otra forma de hacer las cosas que no sea buscando una pulcritud a la que no se llega solamente con las manos: hay que implicar el alma. Me pregunto: ¿nace el artesano con predisposición a la habilidad? ¿Están sus manos dotadas de una sensibilidad diferente? ¿Se hereda el savoir faire? En su libro El artesano, el sociólogo Richard Sennett afirma que “la habilidad es una práctica adiestrada”, y que la repetición facilita la autocrítica necesaria para mejorar en lo que hacemos. Al hablar de la perfecta sincronía que parece sobrevolar todos los procesos en su granja, Patrick se desquita mérito alguno: según él, “el secreto lo tiene el campo”. Yo digo que el campo… y ese hilo plateado que recorre las manos de quienes lo trabajan.
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