He disfrutado muchísimo
«He disfrutado muchísimo». Recuerdo que estas palabras salieron de mi boca como un chorro de agua fresca, con una contundencia que nacía de lo más profundo de mi ser. Me sorprendió incluso a mí misma. Fue al terminar de comer en un pequeño restaurante en la deliciosa Oporto (llamemos a esta ciudad deliciosa porque lo es y porque decadente ya huele) en una escapada a finales de agosto que tuvo lugar con la única finalidad de exprimirle muy fuerte los últimos días al verano. Unas gambas à guilho y unas amêijoas à bulhão, platos exquisitamente preparados en un sencillo restaurante ubicado en una callejuela empinada que va a dar directamente al Duero, fueron las causantes de este arrebato de plenitud gastronómica. Eso y la felicidad de comprobar que sigue siendo posible encontrar locales modestos, con buena selección de producto y personal, en los que disfrutar de una propuesta honesta y sin pretensiones.
Salí de aquel restaurante con una tremenda sensación de satisfacción que, estoy segura, iba más allá de los platos. De hecho, es posible que a fin de cuentas, no fuesen para tanto. Quizá nunca ninguna comida es para tanto. Pero si está correctamente enmarcada, puede convertirse en una referencia inolvidable, pues comemos desde la emoción, lo cual es, a la par que subjetivo, inexorable.
Han pasado siete años desde que comenzase mi andadura en el mundo de la artesanía alimentaria y por ende, en el universo gastronómico. Casi una década durante la que he podido presenciar desde dentro la vertiginosa evolución que el cosmos alimenticio ha experimentado, una evolución apoyada por una sociedad cada vez más concienciada y receptiva, más informada y, por ello, más consciente. En los últimos 10 años, la ecología ha pasado de ser la fijación de unos pocos a la prioridad de una masa crítica cada vez más amplia. El bio es, más allá de un reconocimiento comercial, un reflejo de cómo van virando nuestros intereses alimentarios hacia un consumo más agudo e incisivo. Hemos presenciado la consolidación de proyectos gastronómicos que en su día asomaban la cabeza y hoy son grandes referentes. El interés por la trazabilidad ha promovido el desarrollo de aplicaciones (como la tecnología blockchain) que garanticen un seguimiento exhaustivo de los pasos que recorre el alimento desde que es producido hasta que llega a nuestra mesa. La proliferación de mil y un locales que proponen diferentes fórmulas para nutrirnos mejor. La aparición de una jerga completa en torno al comer: healthy, veggie, los probióticos, el real food, la defensa del producto local, la sostenibilidad por delante de todo lo demás. La llegada del universo tecnológico a la alimentación: las foodtech, empresas a la vanguardia que cotizan en bolsa y que utilizan la recopilación de datos para diseñar las que se convertirán en las tendencias gastronómicas que querremos abrazar mañana. La aparición de Heura, la proteína vegetal que incluso Burger King ha utilizado para lanzar su primera Whopper vegetal.
El universo de la alimentación evoluciona a pasos agigantados, definiendo un caldo de cultivo donde la supervivencia de los proyectos está íntimamente ligada a su capacidad para ofrecer un discurso sólido que convenza a un cliente que no ha venido a comprar comida, sino filosofía. ¿Resulta intimidante? Un poco. Y sin embargo, no olvidemos que nos alimentamos para sobrevivir: comer responde, ni más ni menos, a una necesidad biológica. Como consumidores, hemos de luchar para que la evolución del sector alimentario avance en profunda conexión con nuestros intereses personales, sociales y antropológicos. Comemos para vivir mejor, esa es la piedra angular. Cuando el ruido, las tendencias y la novedad desaparecen, queremos un plato honesto encima de la mesa que nos haga sentir reconfortados en nuestras necesidades más básicas. Fue eso lo que sentí en aquel restaurante en Oporto. Después de una mañana entregada a la caminata, con el hambre a flor de piel, encontramos refugio en un manjar sencillo, en un lugar al amparo del ruido que en ocasiones ensordece y empaña la finalidad última del comer. Brindo por otra década de gastronomía que evolucione estrechamente ligada a la capa del bienestar en la que se sitúa la emoción. Por muchas comidas en las que al terminar nos nazca decir, a bocajarro y sin pensarlo mucho: «He disfrutado muchísimo».
Clara Diez es activista del queso artesano.
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