Una comida de pastores en verano
Es un día de tórrido verano en La Mancha. El sol se agarra a la nuca con incómoda insistencia, la misma con la que las moscas revolotean a nuestro alrededor. Las ovejas pastan a lo lejos, guiadas por el pastor. No parecen estar tan preocupadas por el calor, como de buscar las cabezas de ajos dispersas por el suelo que alguna de ellas engancha con el morro, siempre y cuando el pastor no lo impida, porque si las ovejas comen demasiado ajo, luego la leche sabrá a ajo y entonces, el queso sabrá a ajo también. Estoy en Valdivieso, finca familiar en la que se produce queso manchego. He venido de visita, a pesar de que es verano, a pesar de que no podría imaginarme un enclave más árido, menos apetecible para pasar un día de julio, que este lugar remoto, en medio de la estepa peninsular. Pero la actividad en las queserías continúa también en verano, los animales no cogen vacaciones, no tienen esa buena costumbre, maldita sea.
Después de pasar un rato con el pastor, nos movemos hacia la quesería; vamos a echar una mano a los queseros con la elaboración de esa mañana. De no ser por el calor, no veo un atisbo de verano en la rutina de esta gente: las labores se secuencian exactamente igual que si fuese otro mes cualquiera, y no hay ánimos que parezcan flaquear ante la idea de unas vacaciones inminentes. Yo, en cambio, solo puedo pensar en mi agosto, todavía sin estrenar, como un saco de treinta y una canicas de colores cristalinos esperando su partida. Mientras vuelco la cuajada amarillenta y dulzona —mis antebrazos mojados, pegajosos por el suero— sobre los últimos moldes, me pregunto qué carta de sabores tendrá preparada para mí el mes de agosto: qué platos nuevos constituirán un descubrimiento, qué aromas se quedarán a vivir en mi memoria y me permitirán durante el resto del año regresar con la mente al verano, a través de su recuerdo.
Terminamos la elaboración —los quesos ya en la prensa— y Luis, el dueño de la finca, me comenta que los pastores han preparado gachas manchegas para comer y que nos esperan, ya nerviosos e impacientes porque las gachas se están enfriando, lo cual les disgusta sobremanera. La idea de comer ahora unas gachas —finales de julio, 40 °C a la sombra— cae como un jarro de agua hirviendo sobre mi cabeza. Nos dirigimos hacia el habitáculo que sirve de sala común y comedor a los pastores. Las ventanas están cerradas, la temperatura es tan agradable como cabría imaginar: allí dentro solo hay buena sombra, cervezas frías y unos bancos de madera situados en torno a una cazuela grande en la que reposa una papilla hecha a base de harina de almortas, panceta, pimentón y ajo, con una costra que cubre toda la superficie, tan densa que se diría impenetrable; por eso me sorprende ver la facilidad con la que cede al contacto con el primer pellizco de pan que, guiado por una mano hambrienta, se sumerge hasta el fondo de la cazuela, para regresar a la superficie con la miga completamente embadurnada del delicioso puré. Me olvido del calor. Me siento en el suelo de piedra fría y sumerjo el pan en la cazuela. Este suculento manjar será el primer bocado que registre mi agosto: ni un salmorejo bien frío, ni una ensalada ligera de tomate, ni ningún otro plato refrescante con olor a mediterráneo. Unas gachas manchegas. Y pienso, mientras unto otro pellizco de pan, que no hay grados que un buen chapuzón no aligere, y que para eso, aún me queda un mes entero.
*Clara Diez es activista del queso artesano.
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