Carreras ganadoras
Un grupo de profesionales de éxito cuentan cómo escogieron los grados que convertirían su pasión en su oficio: de arquitectura a educación física Un camino no siempre fácil
Lezo, Donostia, 1984. Un estudiante de 3º de BUP de 16 años lleva los cafés del restaurante de su tío a la redacción de La Voz de Euskadi, que está enfrente; le permiten escribir piezas pequeñas, temas de agenda y cosas por el estilo. Un viernes, los periodistas almuerzan el menú del día cuando alguien entra gritando: “¡Han matado a Casas! [candidato socialista a lehendakari asesinado por los Comandos Autónomos Anticapitalistas el 23 de febrero de 1984]”. Los plumillas dejan los garbanzos a medias y empiezan a organizarse. Tú a la delegación del Gobierno, tú a la policía, tú a la calle. El chaval sigue sus movimientos pensando: “Yo, de mayor, quiero ser esto”. Veintinueve años, una licenciatura en Periodismo en la Universidad del País Vasco, unos estudios de doctorado en Relaciones Internacionales y un máster de EL PAÍS después, aquel chico, de nombre Jon Sistiaga (Irún, 1967), bien puede decir que lo ha logrado. Él es uno de los seis profesionales de éxito que hemos reunido en un reportaje inspirador para futuros universitarios. Porque apostaron por su vocación, se formaron para ello. Y acertaron.
Dicho así parece muy fácil. No lo ha sido. Benjamín Bango (Gijón, 1965) comenta que consiguió llegar a los Juegos Olímpicos de Londres como entrenador de la selección española de gimnasia artística masculina por carreteras de curvas más que por una autovía rectilínea. “He tardado más tiempo, pero, a cambio, he conocido más cosas, y tengo más perspectiva”, razona este exgimnasta cuyo primer título fue una diplomatura en Magisterio que lo cualificaba como profe de naturales. Nada que ver con entrenar deportistas. Su sueño hubiera sido INEF, pero la Universidad de Oviedo no ofrecía esta titulación. A cambio, sí anunciaba la implantación inminente de Magisterio por Educación Física. La opción de Ciencias Naturales le pareció una buena alternativa mientras arrancaba esta última especialidad, para no perder el año. Hizo primero, segundo, y cuando terminó tercero se inauguró, por fin, Educación Física en su facultad. Así que se matriculó y se diplomó en ella en 1994.
FORMACIÓN CONSTANTE
Benjamín siempre ha compaginado el trabajo con la formación, que, en su opinión, “ha de ser continua, acompañarte toda la vida. El mundo está en constante movimiento; si te paras, te quedas atrás”. Hace una década se mudó a Madrid, donde se licenció en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte en la Universidad Europea. “Me dio una base más sólida, una visión general, me abrió un abanico de posibilidades; puedo decir que, profesionalmente hablando, sacaron lo mejor de mí”, afirma convencido. De ahí pasó a un máster de INEF (Universidad Politécnica de Madrid), donde actualmente es profesor asociado. “Me siento muy satisfecho por haberme arriesgado y confiado en mis posibilidades”, concluye.
Igual que Clotilde Vázquez (Alicante, 1952), endocrinóloga, jefa de nutrición del hospital Ramón y Cajal de Madrid, que tuvo claro que quería ser médico cuando cursaba 2º de Químicas. “Tuve una intuición fortísima y fui fiel a ella”, dice llanamente. Otro buen ejemplo de que a veces hay que retroceder un par de pasos para avanzar seis.
La joven Clotilde, alumna brillante procedente de un entorno humilde, “pero muy rico culturalmente”, estudió a golpe de beca. Por eso le parecen tan injustos y discriminatorios los recortes y la subida de la nota para conseguir una. “Hay que favorecer que todo el mundo pueda llegar”, enfatiza. A ella le interesaban las ciencias de la vida, sobre todo la Biología, pero esa carrera no existía en su ciudad y su familia no podía costear sus estudios fuera. Se metió en Químicas. Y ahí le llegó esa especie de revelación: su futuro era la medicina. “Qué bien haber hecho caso al instinto, al estómago; siempre he procurado fiarme de ellos, con más prudencia, pero al final las cosas salen por algo”, reflexiona. La situación familiar mejoró un poco y pudieron enviar a la niña a Valencia, a cumplir su sueño. “Era dos años mayor que el resto y no conocía a nadie, pero era lo que quería, me interesaba la vida y no quería encerrarme en un laboratorio”, describe.
La jefa de nutrición del hospital Ramón y Cajal abandonó Químicas en segundo. No quería encerrarse en un laboratorio
Sistiaga vivió también varias revelaciones, momentos clave en los que un interés aún vago o impreciso cobra definición, se concreta. El asesinato de Casas fue uno. El segundo le llegó en su doctorado en Relaciones Internaciones, cuando estalló la primera guerra del Golfo (1991). “El profesor hacía un diagrama de las posibilidades de que Estados Unidos entrara en guerra”. Tuvo claro que lo que le apetecía era estar en Kuwait y contarlo desde allí. “La formación me ha venido muy bien en cuanto a metodología, pero mi espíritu no es muy académico”, confiesa este reportero que lleva años sin perderse un conflicto. Ruanda, Colombia, Oriente Próximo, Kosovo, Afganistán, Corea del Norte… La carrera le pareció sencilla, demasiado academicista y no merecedora de los cinco años que duró; se dedicó a aprobar sin más y a exprimir la experiencia de estar fuera de casa. “Si me preguntas que dónde aprendí a jugar al mus, te diré que en la cafetería de la Facultad de Periodismo de Lejona”. Si pudiera echar marcha atrás, probablemente estudiaría Ciencias Políticas y luego, sin dudarlo, repetiría el máster de EL PAÍS, de carácter mucho más práctico.
María Langarita (Zaragoza, 1979) y Víctor Navarro (Madrid, 1979) abogan por la incorporación de arquitectos jóvenes en ejercicio a la Universidad, en convivencia con los académicos, custodios del saber. Reconocen que, en general, las carreras tardan en adaptarse a las condiciones económicas de la sociedad en la que se encuentran, y que en concreto la suya está demasiado volcada en la edificación. “Hay más campos”, puntualizan estos dos jóvenes abocados a los planos y a los proyectos casi desde la cuna. Al padre de María le hubiera gustado ser arquitecto; el padre de Víctor lo es, y su madre, urbanista. De pequeña, sin embargo, María quería regentar un hotel; Víctor fue siempre a piñón fijo, o Arquitectura o Bellas Artes. A María, alumna excelente en el instituto, el primer curso de Universidad le pareció durísimo: lo dio todo para mantener su expediente sin la mácula de un suspenso, y terminó con el Primer Premio Nacional Fin de Carrera 2004; a Víctor la licenciatura le divirtió, no le pareció difícil, sino exigente, al alcance de cualquiera “con interés y dedicación”.
Si volviese atrás, Jon Sistiaga no estudiaría Periodismo, sino Ciencias Políticas. Pero sí repetiría su máster en EL PAÍS, mucho más práctico
Ambos forman el estudio Langarita-Navarro y combinan proyectos como la transformación de la Nave 15 de Matadero en la Red Bull Music Academy con la docencia. María, en la Universidad de Alicante; Víctor, en la Europea de Madrid. En sus reflexiones se mezcla su experiencia aún no lejana como alumnos con su faceta profesional y con su actual rol de profesores. “La arquitectura atraviesa épocas y prevé a futuro, necesitamos esa visión para entender estos tiempos convulsos. Necesitamos arquitectura, falta arquitectura”, defienden a una. Como también defienden el carácter participativo, de equipo, de su profesión. “Hay que ser capaz de ver el campo global y trabajar con la complejidad, con muchos factores implicados: tecnología, historia, antropología, sociología”, apunta Víctor. “He descubierto que la arquitectura es aún más colaborativa de lo que pensaba; el mito romántico del exitoso solitario no se da tanto; el nuestro es un trabajo de conversación y reflexión constante con los colegas”, aporta María. Y todo eso, resaltan, se aprende desde la carrera.
¿ECONÓMICAS O EMPRESARIALES?
Superadas las aspiraciones infantiles de convertirse en astronauta o arquitecto, un BUP de ciencias mixtas y COU cursado en Estados Unidos, Marta Esteve (Madrid, 1973), hija de empresario, sabía que quería montar su propio negocio. Se decantó por Empresariales, en la Universidad Autónoma de Madrid. “Jugué bastante al mus, pero saqué buenas notas”, rememora la fundadora de Rentalia y cofundadora de Toprural.
Considera que la carrera estaba más enfocada a trabajar en una compañía que a crear una propia. De hecho, la facultad le enfrió el afán emprendedor. Pero no se arrepiente de haber pasado por sus aulas. “Una licenciatura te arma la cabeza, aunque es verdad que no ayuda a montar tu primera empresa”.
Completó su formación con un MBA por la Université Catholique de Louvain (Bélgica) y comenzó su carrera profesional en Bélgica, en Coca-Cola Enterprises (CCE), donde trabajó hasta que volvió a España y se incorporó a Domeus (start-up filial de T-Online).
Marta conoció en Bélgica a su socio y marido, François Derbaix, y pudo palpar la pujanza de Internet mucho antes de que se tuvieran noticias de ella en España. “Nos impresionó”, reconoce. “En 1998 o 1999, cada vez se consultaba más Internet, y todo el mundo tenía móvil, pero en España las casas rurales se seguían mirando en papel”, compara. Así que la pareja decidió montar una web de turismo rural desde Madrid. Ahí empezó todo. En 2012 vendieron Toprural y Rentalia y se embarcaron en SoySuper, una plataforma a través de la que comprar en cualquiera de los supermercados integrados en ella. “Si vamos a lo práctico, lo que más nos ayudó para montar la empresa fue un curso a distancia de la CEOE, pero lo que te da amplitud de miras, y contactos, es salir fuera. Son los idiomas, y la gente que conoces, más que lo que aprendes”, insiste. Aconseja “no tener vergüenza; la gente tiene muchas ganas de ayudar”.
A todos nuestros entrevistados les han quedado buenos recuerdos. Aquel profesor que escribía una columna tan respetada en El Correo. O las clases magistrales de aquellos catedráticos de Medicina a la antigua usanza, “capaces de transmitirnos no solo la materia, también la curiosidad”, evoca Vázquez. También las experiencias extraacadémicas tienen su cabida, como la lucha estudiantil de la promoción de Clotilde por mejorar el plan de estudios de su titulación. Un escrito suyo resumiendo un curso de movilizaciones se llevó la medalla del diario Levante a la mejor carta al director del año. “Se ve que empezaba a desarrollar mis dotes de comunicación”, sonríe. Y luego su residencia en la Fundación Jiménez Díaz, “fantástica, moderna y buenísima”, donde se especializó en endocrinología, el “lenguaje de las células”, como ella lo llama, desde el que atiende “a los altos y a los bajos, a los gordos y a los flacos”. Piensa que tomó las decisiones correctas, pero que si hubiera optado por otras “hubiera podido desarrollar su vocación igualmente. Si uno se mueve y busca, al final encuentra su camino”.
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