El científico paciente
Izpisúa, director de los equipos que han creado los minirriñones, padece una enfermedad renal
Lo fácil sería titular esta pieza “Un científico se salva a sí mismo”. Para un periodista, créanme, la tentación es muy fuerte, y hay unos cuantos elementos que parecerían justificarlo: el jefe de la investigación para construir riñones humanos a partir de células madre, Juan Carlos Izpisúa, está enfermo del riñón. De ambos riñones. Sabe que esta dolencia, una enfermedad autoinmune que hace que sus anticuerpos se empecinen en destruir a sus propias células, le puede costar la vida, y que la medicina actual no sabe evitarlo. Es uno de los científicos más avanzados del planeta en el campo emergente de las células madre y la medicina regenerativa. Y hasta admite que su enfermedad fue, al menos en parte, lo que le empujó a desarrollar esta línea de investigación hace unos años. Un científico se salva a sí mismo, ¿no es cierto?
Y no, no es cierto. Porque ese titular corto, redondo y brutal deja escapar todos los matices interesantes, y por tanto no capta las verdaderas motivaciones que han guiado a Izpisúa el investigador, ni tampoco a Izpisúa el paciente. “Para estudiar directamente mi enfermedad”, dice a este diario desde La Jolla, California, “tendríamos que habernos enfocado en el sistema inmune, que es el responsable de destruir mi tejido renal”. En ese sentido, la investigación de Izpisúa no se explica por su dolencia.
Pero hay otro sentido, quizá más profundo, en el que la enfermedad ha sido disparador crucial. “Compartir las consecuencias de la enfermedad con otros pacientes”, prosigue el científico, “me hizo abrir los ojos y darme cuenta de que los problemas de riñón afectan a muchísima gente; pensemos, por ejemplo, que los pacientes con diabetes pueden al final desarrollar problemas renales; y reparar también en que no disponemos de ningún tipo de estrategia curativa; ver una sala de diálisis y compartir la penuria de todos los afectados a la espera de donante compatible te toca una fibra sensible”.
“¿Y entonces por qué no tratar de ayudar?”, se preguntó el científico, más que el paciente. “La gran mayoría de pacientes se pasan una buena parte de su enfermedad esperando un trasplante que, en muchísimos casos, nunca llega debido a la falta de donantes; y cuando hace años empezamos a trabajar con células madre este era precisamente el objetivo general, el de ser capaces de derivar órganos y tejidos que suplieran esta demanda no solo para el tratamiento de enfermedades renales, sino también cardiovasculares, neurodegenerativas, traumas y muchas más. En las últimas décadas el riñón ha sido uno de los órganos en los que menos investigación en medicina regenerativa se ha hecho, y me pareció adecuado entonces intentar llenar este hueco en el campo”.
¿Espera Izpisúa salvarse gracias a sus propias investigaciones? “Sería iluso e irracional pensar así”, responde el científico. “Estas enfermedades son muy complejas y hay que abordarlas desde muchos ángulos, con médicos, investigadores clínicos y básicos… Lo que a mí me movió en realidad, desde más dentro, fue pensar que mi granito de arena puede ayudar a alguien algún día, es mucho más importante que mi propia situación”.
¿Son distintas las esperanzas que uno tiene como científico de las que tiene como paciente? “Como paciente te preocupas sobre todo por no saber; el desconocimiento genera ansiedad, miedo; como científico es todo lo contrario: las ganas de saber, de explicar nuestro entorno, de conocer el porqué de las cosas es lo que me anima y me da confianza; el ser humano tiene la capacidad de cambiar su propio destino con independencia de sus miedos; si logras encontrar el equilibrio apropiado entre miedo y autoconfianza, entre ansiedad y pasión, has dado un gran paso para convertir tus esperanzas en realidad”.
Ahora juzgue el lector: ¿Habría servido el titular “Un científico se salva a sí mismo”? Ya se ve que no, pero la historia es en el fondo más interesante y sutil, más pegada al suelo o a la vida. Y con un final más abierto.
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