Acribillada con sus hijos
Juvy Capion fue asesinada en Filipinas por oponerse a un megaproyecto minero El archipiélago es el país más difícil de Asia para los activistas
El único crimen que cometió la activista filipina Juvy Capion fue el de proteger las tierras de sus ancestros de la etnia b'laan. Se opuso a su explotación por la empresa Xtrata-Saggitarius Mining Inc. (SMI), que lidera en la sureña isla de Mindanao el macroproyecto de la mina de cobre de Tampakan, y pagó cara su osadía: un grupo de hombres armados acribilló su casa el 19 de octubre de 2012. Ella murió de tres balazos, y sus dos hijos, de 8 y 13 años, sufrieron la misma suerte. Además, según diferentes medios de comunicación, la joven de 27 años estaba embarazada.
Testigos aseguraron en el juicio celebrado para esclarecer la masacre de los Capion que los asesinos eran militares del 27º Batallón de Infantería del Ejército de Filipinas. Pero, el pasado 5 de agosto, el juez desestimó la denuncia contra el teniente Dante Jiménez y 15 de sus hombres. Adujo que no se puede probar que los proyectiles de los fusiles M-1 y M-14 que mataron a la familia perteneciesen a las tropas regulares. El magistrado sí otorgó veracidad a los soldados, que aseguraron haber actuado en respuesta al ataque del marido de Capion, un guerrillero del movimiento comunista Nuevo Ejército Popular. Él, aunque reconoce su militancia armada y la considera una reacción lógica en la situación actual, ha negado siempre que se encontrase en el lugar. Y a la misma conclusión llegó un grupo de 30 ONG que abrió una investigación sobre el caso.
Por eso, Juvy Capion es uno de los nombres de la lista que ha elaborado Global Witness con los 67 ecologistas que han sido asesinados en la excolonia española entre 2002 y 2013. La ONG internacional asegura que muchos de ellos han muerto a manos de agentes del Estado. O sea, sus Fuerzas Armadas y los grupos paramilitares que controla. “La situación comenzó a empeorar a partir del 2001, y continúa deteriorándose”, denuncia a EL PAÍS Clemente Bautista, coordinador nacional de la red de organizaciones ecologistas Kalikasan-PNE y uno de los investigadores que ha trabajado con Global Witness en la elaboración del estudio.
“Muchas de las muertes las provocan las Fuerzas de Protección de Inversiones (IDF), un grupo paramilitar que ha evolucionado de las SCAA de la década de los noventa y que ha contado con el visto bueno tanto de la presidenta Gloria Macapagal Arroyo como de su sucesor Beningo Aquino. Estas fuerzas, integradas muchas veces por militares regulares, protegen los intereses de las empresas que deforestan los bosques y explotan los recursos mineros en proyectos de gran envergadura”, explica Bautista. Sin ir más lejos, la mina de Tampakan por la que fue asesinada Capion ha supuesto una inversión de unos 4.300 millones de euros. Pero en la mayoría de los casos no se tienen en cuenta ni el impacto en el Medio Ambiente ni los derechos de los propietarios de las tierras, muchas veces pertenecientes a minorías étnicas.
“Además, el sistema judicial es solo un órgano más del Gobierno, cuyos funcionarios corruptos se lucran con las licitaciones de estos proyectos”, apunta el activista filipino. “Muy pocos sospechosos son arrestados, y, menos aún, son los que acaban en la cárcel. Hemos presentado multitud de denuncias pero la mayoría es desestimada”. No en vano, Global Witness asegura que la mayoría de los asesinatos son difíciles de esclarecer porque son cometidos por dos hombres que viajan rápido en una motocicleta. A pesar de ello, la ONG asegura que ha documentado 14 crímenes perpetrados por el Ejército, tres a manos de funcionarios locales, y dos cometidos por la Policía.
Pese a ello, el coronel Arnulfo Burgos aseguró a finales del año pasado que todo eso son invenciones. “Las Fuerzas de Seguridad nunca han utilizado la fuerza más allá de lo que permite la ley”, recalcó en una rueda de prensa destinada a responder a las acusaciones que lanzó otra ONG, Human Rights Watch, en términos similares. “Pero entenderán que su deber es protegerse de los grupos armados que operan en la isla de Mindanao”, sentenció. Diferentes grupos activistas acusan al Gobierno de encubrir sus operaciones contra ecologistas bajo el amplio paraguas del a campaña de pacificación destinada a derrotar a los grupos guerrilleros.
“Con la divulgación del informe esperamos que la comunidad internacional se involucre más en lo que sucede y haga presión para que se investigue el aumento de las violaciones de los Derechos Humanos. Por otra parte, esperamos que las comunidades locales se unan para luchar juntas con más fuerza”, comenta esperanzado Bautista, consciente de que él y todos sus colaboradores están ahora en el punto de mira. “Los intereses económicos que mueven las industrias de la madera y de la minería son enormes. Además, el 95% de las materias primas que obtienen se exporta al extranjero y es vital para el crecimiento de países como China”.
Allí, de hecho, la situación de los ecologistas no es mucho mejor. El asesinato es raro, pero no así la coacción y la amenaza, que llegan en muchas ocasiones con la complicidad del Gobierno. Lo sabe bien Deng Ping, la joven investigadora de Greenpeace que lideró hace unos meses la primera investigación que la ONG internacional dirigía contra un coloso estatal chino, la mayor minera del mundo: Shenhua. “No ha venido casi ninguno de los periodistas chinos a los que hemos invitado, y quienes sí han escuchado la presentación del informe reconocen que han recibido orden expresa de no escribir nada al respecto. Además, hemos constatado que había agentes secretos infiltrados en la rueda de prensa”, contó Deng a este periódico el día en el que Greenpeace denunció cómo Shenhua está agotando los recursos hídricos de la provincia de Mongolia Interior.
“El deterioro del medio ambiente en China está ligado al crecimiento de un sistema económico insostenible”, reconoce un ecologista de Shanghái que prefiere mantenerse en el anonimato. “Su impacto se siente en nuestro país, pero también en toda Asia, de donde vienen muchos de los recursos que necesita consumir China para mantener el ritmo. Es lógico que las autoridades traten de amedrentarnos para no poner en peligro la mentira en la que vivimos, y la presión que ejercen va en aumento de forma proporcional a la preocupación de la población por el medio ambiente”.
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