El miedo habla en voz baja
El autor relata cómo la población de Milán se enfrenta al aislamiento impuesto por el Gobierno italiano
La mañana siguiente parece la mañana anterior. En plena noche, el Gobierno ha decretado el cierre de Lombardía y de 14 provincias, incluida Milán, la ciudad más rica y moderna de Italia. Las calles están más vacías, pero quien las viera por primera vez no se daría cuenta. Solo ante el supermercado, desde las 10 de la mañana, hay cola. La gente espera su turno para entrar, manteniendo cierta distancia. Dejo atrás el área del Lazareto, el edificio donde antiguamente se amontonaban los contagiados, y me dirijo hacia Corso Venezia, la misma calle que recorrió Renzo cuando entró a Milán durante la epidemia de peste de 1630 en Los novios de Alessandro Manzoni, la novela italiana más famosa. Hace un día precioso. Las unidades de cuidados intensivos saturadas, los trágicos testimonios de los médicos, la impresionante propagación de la infección, aún no han llegado aquí. El miedo habla en voz baja, los muertos siguen callando. Hay familias que pasean con niños, ancianos, dueños de perros, gente que corre, habla por teléfono o lee el periódico en los bancos.
Parecería un día normal si no fuera por la serpenteante reorganización de las distancias entre los cuerpos. En los semáforos nos mantenemos alejados unos de otros, nuestras manos están más a menudo en los bolsillos y, cuando nos cruzamos en la acera, evitamos caminar rozando las paredes y nos mantenemos apartados de los demás. Se han diluido, en cambio, las distancias sociales, porque todos, desde el mendigo al gerente, podrían estar infectados. Al comienzo de la avenida Vittorio Emanuele, a la altura del lugar donde se encontraba el horno que fue atacado en Los novios, dos policías leen juntos el decreto para entender si el cierre de las tiendas los días festivos ya ha entrado en vigor. Me acerco, pero no mucho, para preguntar. Vienen más personas, hablamos. La policía dice que no han recibido instrucciones, saben menos que nosotros, luego una mujer tose e inmediatamente nos dispersamos, como palomas.
Hasta anoche, todos los locales estaban llenos, e incluso hoy, en Navigli y en todas partes, la gente está tomando el aperitivo. Para otros, la preocupación es si regresar o no de la sierra, donde se han cerrado las instalaciones. En Milán, los colegios llevan semanas cerrados, se han suspendido las presentaciones de libros, solo los familiares cercanos pueden asistir a bodas y funerales, pero se garantiza una dispensa especial a los cócteles. Nunca como hoy el lema de “Milán para beber” parece una profecía, la demostración de que en los últimos años la ciudad estaba tan excitada por su modernidad y riqueza, por el esfuerzo y el trabajo y por su contrapunto, la necesidad de diversión, que creía ser más fuerte que la naturaleza, que no podía ni debía detenerse.
La plaza del Duomo está más vacía de lo habitual. Sobre todo, hay menos deseo de hacerse selfies. Las tiendas de la Galería están abiertas, a pesar de la prohibición de abrir los días festivos. Dos jóvenes soldados del sur, de patrulla, hablan entre ellos; no se puede obligar, dicen, hay que ser flexibles. Parecen aturdidos, como todos, o al menos como muchos, los más civilizados. Lo más extraño en estos días en que todo parece estar del revés - la epidemia estalló en los días del carnaval ambrosiano, establecido tarde en comparación con el resto de Italia debido a otra epidemia – ha sido ver que los menos inclinados a confiar en médicos y científicos son aquellos que, hasta el día anterior, se habían presentado como defensores de la cultura y la ciencia. En la plaza de la Scala, frente al Ayuntamiento, dos niñas rubias y extranjeras juegan, saltando arriba y abajo de un banco. El padre y la madre hablan en voz baja en un idioma desconocido, podrían ser letones. Tienen una expresión perdida, probablemente se sienten atrapados y quieren saber si, cuándo y cómo podrán volver a casa. Por la noche, cuando se difundió el primer borrador del decreto, la Estación Central fue asaltada por personas que huían de la ciudad que los habían aceptado para llevar el virus a otra parte. Porque una cosa está clara, aunque nadie lo diga: la cuarentena no sirve para proteger las zonas afectadas, sino para frenar la infección en otras partes del país.
Es domingo, pero no se puede celebrar misa en la iglesia de San José, en Via Verdi, a 400 metros de la casa Manzoni. En los reclinatorios de la primera fila, dos mujeres rezan. Sobre el atril, el misal está abierto por el Éxodo. Un cartel anuncia para el día siguiente una novena, a cuyo término se dará a besar la reliquia del santo. Le pregunto al sacristán, un anciano de Nápoles que está encendiendo las velas, si realmente se podrá besar la reliquia. Él responde sacudiendo la cabeza que no sabe, no sabe nada. Ahora hay más gente en la calle. En las redes sociales, el eslogan #milanononsiferma [milannosepara] está en declive, sustituido gradualmente por #iomifermo [yomeparo] y #fermiamoloinsieme [paremoslojuntos]. Ya casi he llegado a casa. Es 8 de marzo, día de la mujer, pero no he visto mimosas [en el Día de la Mujer, la tradición en Italia es regalar un ramito de mimosas a las mujeres].
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