París aprende a vivir encerrada
Los franceses asumen poco a poco la obligación de recluirse mientras las estaciones de tren se llenan de parisinos que marchan al campo
París ha visto de todo. Pestes negras y revoluciones. Ocupaciones militares y barricadas estudiantiles. Atentados terroristas, una catedral en llamas.
Lo que nunca había visto, y este martes ha empezado a ver, es la reclusión de toda su población —sus más de dos millones de habitantes—en sus casas, las calles desiertas, las brasseries clausuradas, los transportes públicos con una o dos personas por vagón y los escasos transeúntes con mascarilla o con la mirada grave.
A las cinco de la tarde del martes 17 de marzo, en los Campos Elíseos, circulaban algunos automóviles, unos ancianos descansaban en un banco, y por “la más bella avenida del mundo” cruzaban bicicletas de reparto de comida a domicilio. Un furgón de la policía hacía guardia al pie del Arco del Triunfo, pero los agentes no pedían explicaciones a nadie por vulnerar la orden vigente desde el mediodía.
“Sin duda la imagen que vendrá a la mente es la de la ocupación. En junio de 1940, París estaba vacía. Cuando Hitler y los alemanes desfilaron, había muy poca gente”, dice por teléfono el escritor Pierre Assouline, autor de varias novelas situadas en el periodo histórico, entre 1940 y 1944, en el que la Alemania nazi ocupó Francia. Sólo el 15 de agosto ofrece una quietud comparable. “La gente estaba encerrada en casa, pero también fue el momento del éxodo hacia el campo ante la llegada del ejército”, añade Assouline. Después, durante los siguientes años de ocupación, fue distinto: durante el día la vida continuaba con más o menos normalidad dadas las circunstancias; por la noche era el toque de queda, hacía falta un documento, el Ausweis.
“Estamos en guerra”, repitió hasta seis veces Emmanuel Macron en el discurso en el que, el lunes por la noche, ordenó a los 67 millones de franceses a recluirse en sus casas para combatir la propagación del coronavirus. El enemigo en esta guerra no es un ejército ni un país —no es un nuevo Hitler—, pero la retórica del presidente de la República, y las medidas para movilizar al estado con todo su peso y para concienciar a la población del riesgo existencial, evocan voluntariamente otras épocas. La diferencia: entonces París fue una ciudad abierta, preparada para dejar entrar el enemigo sin luchar; hoy es una ciudad cerrada.
Sin prisas, los franceses —en la capital, en las ciudades, en el campo— se adaptaron a lo largo del día a la nueva situación.
Por la mañana, media hora antes de confinamiento forzoso, en el distrito 15 paseaban familias con carritos de bebé, por las aceras circulaban los patinetes, adolescentes jugaban al fútbol en césped y tres niños subían y bajaban por el tobogán, como si fuese el inicio de un largo fin de semana inesperado. En el Campo de Marte, la explanada frente a la Torre Eiffel, los deportistas corrían y hacían su ejercicio matinal. El mariscal Joffre, el héroe de la Primera Guerra Mundial cuya estatua se erige frente a la Escuela Militar, les observaba con severidad.
Podría haber sido un domingo cualquiera en París. Único signo se anormalidad: los cafés cerrados, los autobuses vacíos, las colas antes farmacias y supermercados con la distancia adecuada de seguridad, no siempre respetada, como pudo verse en las imágenes de una multitud apelotonada a la entrada de un comercio, emitidas por la cadena BFMTV de un supermercado en las afueras de la capital.
En la hora D, se suponía que todo el mundo debería haberse encerrado en casa, pero no se notó un cambio brusco. Todo fue paulatino. Menos gente en la calle quizá —aunque los niños seguían en los columpios— y más mascarillas.
El metro iba vacío. Parada: Montparnasse-Bienvenüe. Era como si todos los que no estaban encerrados se hubiesen congregado en la Gare Montparnasse, una de las grandes estaciones ferroviarias de París, de donde parten los trenes al oeste y al suroeste de Francia. La orden de confinamiento estaba vigente desde hacía media hora, pero ahí estaban, centenares de personas esperando abandonar de la ciudad para refugiarse en la segunda residencia o volver al pueblo. El Gobierno aprobó la decisión, siempre que en el nuevo destino los emigrantes del virus se confinase también y no visitase a personas de edad.
Sentados en el suelo, unos viajeros comían platos preparados o bebían café del Starbucks abierto en la estación, otros tenían la mirada fija en las pantallas, una mujer estaba absorta el ejemplar del diario Ouest France que destacaba el estado bélico decretado peor Macron y un hombre leía la novela El salario del miedo. En los altavoces sonaban consignas caducas: no salir si uno se encuentra mal, mantener la distancia, lavarse las manos…
Durante días, muchos franceses han parecido vivir con despreocupación el combate contra la Covid-19. El domingo aún, los parques y los mercados estaban llenos, y el presidente Macron llamaba a votar en las elecciones municipales. La impresión estos días ha sido de que algunos en Francia encaraban la epidemia con el espíritu de Je suis Charlie o Yo soy Charlie: la actitud con la que respondieron a los atentados islamistas de 2015 contra el semanario Charlie Hebdo y contra la sala de conciertos Bataclan y otros puntos de París. Aquella actitud, que consistía en llenar los cafés y terrazas para desafiar el terror, es todo lo contrario de lo que ahora exige el momento.
“Los franceses son bon vivants, son indisciplinados, no tienen mucho espíritu cívico. Pero hace cinco años bastó con Charlie Hebdo y el Bataclan para que hubiese una unidad nacional. Entonces ya hubo una reacción de los franceses para violentar su propio carácter y, por ejemplo, prestar atención al terrorismo”, dice Pierre Assouline. Una inversión del espíritu Charlie es posible ahora. “Ayer y hoy he hecho cola en la farmacia y en el supermercado durante casi una hora y no solo nadie se queja sino que naturalmente respetan la distancia de un metro y medio. Se crea una solidaridad, lo que permite esperar que haya correcciones en su temperamento”.
A medida que avanzaba la tarde, la calles se vaciaban; quedaban quienes volvían del trabajo, los despistados, los clochards: los sin techo parisinos. Todo toque de queda es un aprendizaje. Las imágenes de hace dos días en España o hace una semana en Italia se reproducen milimétricamente. También París aprende a vivir en el nuevo mundo.
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