La resistencia
La escritora, que vive desde hace tres años en Shanghái, relata cómo les ha cambiado la vida con el coronavirus
Para entender lo que aquí pasa hay que saber primero cómo era Shanghái antes del coronavirus. Imaginad el lujo de París, el ajetreo de Londres, el glamur de Nueva York, la hospitalidad de Madrid, todo al alcance de la mano. Shanghái es una de las ciudades más bonitas del mundo y vivir aquí es una aventura apasionante. No es una ilusión: esta ciudad es la ONU, donde convivimos todas las nacionalidades. No hay guetos ni barrios divididos por raza o religión. Aquí todos somos hijos de la misma madre y vestimos como queremos. Eso sí, unos más pobres y otros más ricos, unos con los ojos rasgados y otros con cara de laowais (extranjeros). Hay sitio para todos, todos estamos mezclados, nadie mira a nadie raro, y menos los chinos, que conviven con los extranjeros con total naturalidad. Sales a la calle y de golpe te encuentras con la vida, terrazas, puestos callejeros, miles de restaurantes, gente por las aceras, bailando en los parques, motos, bicicletas, 23 millones de personas, podrían parecer demasiadas, pero se produce la magia y enseguida te unes a esa marea viva que casi te lleva en volandas.
Por eso, la pérdida es tan significativa en estos días. A ver, Shanghái no es Wuhan, en términos de infectados, pero las medidas nos afectan por igual, y cada vez más. Poca gente por las calles, muchos locales cerrados. Sin cines ni museos. Líneas de autobuses cortadas. No hay colegios. La ciudad late ahora más despacio, a medio gas. La epidemia nos ha cogido a traición. Ha impregnado todo de una belleza triste y un desconcierto inesperado. La perla de Oriente, uno de los ombligos del mundo, el espectacular símbolo del nivel de desarrollo y prosperidad de China, está sufriendo en silencio la amenaza de la enfermedad.
Lo de las mascarillas es lo más impactante. Cada vez que me la pongo me cambia la perspectiva. De pronto te ves inmerso en una película de futuro distópico, y miras a todos lados esperando hordas de zombis o tener que poner a prueba tu capacidad de supervivencia. La culpa es de Netflix, se podría decir. Aprietas el culo y avanzas despacio porque la mascarilla quita visibilidad y agobia bastante.
Somos una de tantas familias de españoles que vivimos expatriados en Shanghái. Muchos se han marchado aprovechando los últimos vuelos antes del cierre de las aerolíneas, que afecta a toda China. Pero no todo el mundo se puede ir. Muchos tienen su casa y su trabajo aquí. No es tan sencillo como coger un vuelo y decir adiós sin mirar atrás. Además, muchos no queremos irnos, entendemos la gravedad de la situación, pero vivir es peligroso de por sí. En contextos como este desdramatizar es obligado. Aun con todo, la psicosis, alimentada por noticias de todo pelaje, es el pan de cada día, que intentamos aliviar mediante los grupos de WeChat (el WhatsApp chino). El de “Españoles en Shanghái”, con casi 400 miembros, es muy activo, el cordón umbilical de los españoles que seguimos aquí. Y ahora, las chicas, que somos muy organizadas, hemos abierto uno propio, que hemos bautizado como “La resistencia”.
En él estamos apuntadas todas las mujeres españolas que permanecemos en la ciudad. Su motivación: compartir información de primera necesidad, traducir, ofrecer ayuda, consejos, entre nosotras. Hay embarazadas, con niños pequeños, mujeres solas, pero, sobre todo, mujeres valientes y generosas, dispuestas a echar una mano, y no os podéis imaginar lo que consuela, la humilde alegría compartida, el bálsamo que representa levantarse por las mañanas y lo primero, leer el chat de tus compañeras de fatigas aquí en Shanghái. Aportar tus conocimientos o preguntar a tu vez cómo haces para conseguir esto o aquello, en qué súper hay existencias, qué tienda reparte online, dónde pillar mascarillas, ahora mismo lo más complicado.
Los chinos son divertidos, originales, amables, y eso sigue igual. Los extranjeros dependemos de ellos en muchos aspectos y siempre hay alguien que te ayuda. Incluso ahora, cuando da más miedo acercarse a alguien, la gente te echa un cable, no sale corriendo, y de pronto te ves en animada conversación hablando a través de las mascarillas. Ya no son artilugios que nos deshumanizan. Son entonces los ojos los que hablan, sonríen o te dan confianza. El tono de voz, el gesto de las manos, son matices que empiezas a apreciar, que buscas. Y esos pequeños detalles definen mejor que ninguno lo que es este país. Sé que no es el mejor momento para una recomendación turística, pero merece la pena que lo apuntéis en la agenda. En contra de lo que pueda parecer desde fuera, China no es un Gobierno o un partido. Lo mejor de China está en cada persona.
Hay que conocer un poco la terrible historia de China para darse cuenta de que comer murciélagos o serpientes es apenas hoy una lejana y localizada reminiscencia de lo que en tiempos resultó una forma bien creativa de paliar la hambruna que asolaba el país. Esta gente ha sufrido mucho. Todo cambia según cómo lo mires. Eso es lo que he aprendido en estos años viviendo en Shanghái. Viendo a la ciudad resistir, y la gente firme, tranquila, organizada, te das cuenta de que ni hay conspiración ni ganas. Esto no es una serie de la tele, todo es tratar de salir adelante.
No me gustan algunas cosas de este país, no estoy ciega ni me embarga un sentimentalismo barato. Echo pestes cuando no puedo abrir mi correo de Gmail o buscar en Google, entrar en Twitter, Facebook, Instagram, o en la página web de este periódico, sin ir más lejos. Toda esta censura inútil. Y, sin embargo, ahora es el momento de estar a la altura de la situación, echar todos un cable, calmar los ánimos, tranquilizar, apoyar. Aunque somos españoles, también, ahora mismo, somos todos de aquí.
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