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Obituario
Columna
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Cuando os pregunten quién fue David Gistau

De alguien que tenía la capacidad de hacerte sentir huérfano si desaparecía dos minutos no se escribe un obituario, se escribe una celebración

David Gistau, periodista y escritor, fallecido este domingo. En vídeo, un fragmento de la entrevista que dio a la COPE en diciembre de 2018.Vídeo: JEOSM / CADENA COPE
Manuel Jabois

A Luca, a Leo, a Dante, a Bianca. 

Cuando alguien os pregunte quién fue vuestro padre, si queda algún incauto en España que no lo sepa, mandadlo a leer. Y cuando vuelva leído y aún tenga en la cabeza martilleando el primer relato de Gente que se fue (“se decía a sí mismo que estaba enfadado con la vida porque no se atrevía a admitir que estaba enfadado con su padre”), contadle que era una persona que, cuando se levantaba un segundo de cualquier parte y decía “Ahora vuelvo”, dejaba un vacío absurdo, como si en lugar de levantarse para ir al baño se hubiese levantado para ir al espacio.

De alguien que tenía la capacidad de hacerte sentir huérfano si desaparecía dos minutos no se escribe un obituario, se escribe una celebración. Así que decidle esto a quien pregunte: fue la mejor de nuestras compañías, la más libre y la más feliz de todas. Daba un enorme calor a quien se acercase a él. Era inteligentísimo, brillante, guapo y divertido. Le volvía loco la historia y la mafia, leía clásicos hasta soltarte citas disparatadas, bebía con prudencia en medio de un escuadrón suicida y siempre, a una hora concreta, se iba muerto de risa hacia el ascensor. Tenerlo a tu lado, saber que eras de su equipo, era la sensación más agradable del mundo. Escribirlo en pasado, la peor.

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Su pasión, una pasión obsesiva y maravillosa, era el boxeo. Podía estar horas hablando de boxeo, leyendo de boxeo, viendo películas de boxeo. Y entrenando, por supuesto. En el gimnasio de Jero tenía su cielo en la tierra: el ring, los guantes, el saco y el propio Jero, su amigo. Si hay que morir, que se muera uno en el sitio en que ha sido tan feliz.

Fuera de allí, se ganó el respeto de una profesión a menudo cainita, la de periodista, y lo hizo de una forma tan insobornable que daba vértigo el filo en el que se instalaba respecto a jefes, políticos y lectores; a todos los mandó a paseo. Uno de los espectáculos más íntimos a los que accedíamos quienes éramos sus amigos era el de la generosidad; tenía el raro talento de ayudar por encima de discrepancias, discusiones y enfados. Estaba muy por encima de las pasiones pequeñas que lo envenenan todo, de las mezquindades sin sentido, de ese odio tonto que mucha gente utiliza a veces por entretenimiento. Su vida era más grande que todo eso, por eso sus pasiones se reservaban a acontecimientos mayores, como vosotros, y decía que escribía porque ahora estaba mal visto cazar búfalos. Pero siempre se vio así, un cazador recolector de gran tripa y gran barba que lleva el sustento a la cueva para alimentar la prole de la que él no pudo disfrutar porque su padre un día, cuando él era niño, decidió quitarse de en medio. Él nunca lo haría, dijo. Lo cumplió. Vivió mucho, y lo hizo con una elegancia natural y con una clase tan maravillosa que no bastaba con respetarlo, había que quererlo.

Fue un hombre feliz. Tenía todo en contra para serlo. Tenía todo a favor para ser uno de esos señores que creen que por sus desgracias familiares la vida contrae una deuda con ellos y gastan sus años pretendiéndonosla cobrar a los demás. Supongo que tuvo esa tentación en la adolescencia. Su círculo se cerró cuando no solo se convirtió en el partido de vuelta de su padre contra la vida, como él mismo escribió, sino que se dedicó a jugar ese partido y a ganarlo.

Había sido guionista de la televisión más disparatada de Pepe Navarro, escritor de revistas de viajes, columnista de éxito después, cronista político y extraordinario reportero de sucesos. La Razón, El Mundo, Abc, otra vez El Mundo. Onda Cero (nuestra amada Cultureta, lagrimazas de risa), Cope. Tenía la virtud tan escasa de hacerte pensar, de dar luz, de argumentar, de proporcionar información; tenía el poder, tan raro en estos tiempos, de hacerte cambiar de opinión, y un poder aún mayor, el de cambiar él mismo si otra idea era más interesante o más convincente. Jugaba en ese campo, pertenecía a esa élite.

Cuando lo conocí vivía en la calle Ramón de la Cruz de Madrid y era vecino de Quino, el dibujante. Una vez compartieron ascensor, y David le pidió perdón por el jaleo que tenía diariamente en casa. “Los niños le deben de traer a usted loco”. Quino lo miró y le dijo: “Son niños. Su trabajo es hacer ruido”. Otro día, al cruzarse en el portal, Quino le preguntó a Romina la edad de uno de vosotros. Cuando la supo, dijo: “Tres años... Pronto cumplirá la edad en la que las personas dejan de ser interesantes”. David y Romina son las dos únicas personas que conozco que han hablado con Mafalda.

De aquel piso de Ramón de la Cruz lo echasteis vosotros, sus hijos. Nacisteis muchos. Así que montó su despacho en el Vips de la esquina de Velázquez con Ortega y Gasset; desayunaba unas tostas enormes y un café en el que se podía nadar. Abría el iPad con su tecladito y se ponía a aporrear el artículo del día, o el libro que estuviese escribiendo (en aquella época, Golpes bajos, una novela magnífica sobre boxeo). Yo creo que le gustaba trabajar allí porque así recibía como jefe de una banda mafiosa venida a menos, su adorado Soprano; uno llegaba al Vips, se sentaba en su mesa y podía distinguir, en las mesas de al lado y en la barra, a gente haciendo tiempo y esperando su turno mientras él ponía perdido el plato de sirope.

Durante una época trabajó en el despacho de José Luis Garci, que es padrino del único atlético, Dante: le hizo socio a traición a las horas de nacer. Escribían cada uno en un cuarto. Al rato Garci se levantaba y aparecía en el cuarto de Gistau: “David, un whisky”. Se servían uno solo sin hielo, puro Garci, y a la media hora otra vez: “David…”. El director podía estar así una tarde entera; David a los dos vasos no sabía llegar a su ordenador. “Salgo de allí sin saber lo que escribí”, decía.

La última vez que fui a su despacho del Vips a pasar consulta, antes de que se mudase de piso, fue porque me habían encargado la letra del himno de la Décima del Real Madrid. Se partía de risa. Me recomendó sacar “eres belleza” de la frase “eres lucha, eres belleza” porque tenía incrustado en su memoria sentimental el Madrid heroico de las remontadas sobre el barro, y mi Madrid era la volea de Zidane por televisión. No lo cambié y me arrepentí siempre, no porque no me guste cómo queda, sino por la propuesta para sustituirla que supe después por él: “Eres lucha, eres galerna”. Eso era, así tuvo que haber sido.

Fue un tipo tan extraordinario y con un impacto tan grande en la vida de quienes lo conocían que parece increíble la idea de que su “Ahora vuelvo” sea para siempre. Hasta en estos dos meses injustificados y torturadores dio una última luz, un fogonazo deslumbrante de amor: el de una madre que no se separó de la cama del hospital de su niño hasta el final; el de unas hermanas, el de una mujer, Romi, que dio luz como una vela en la tormenta, imposible de apagar. Era esa fuerza que se devuelve a la misma velocidad con la que llegó, su propia fuerza.

Era algo más que un amigo o un hermano; era una manera de ser, una manera de estar en el mundo que había que tratar de imitar. Lo voy a recordar siempre enseñando su piso nuevo, grandísimo, en la calle Alcalá. Tenía entonces 46 años, una familia numerosa y por fin un despacho propio. Decorado con guantes de boxeo, pósters de ídolos, mesa enorme para un ordenador, vistas al Retiro. Era un día de sol y se metía la luz por todos los rincones. Un salón gigante para la tropa, para vosotros. Nunca lo vi tan dichoso y recuerdo decírselo a mi pareja cuando bajábamos las escaleras, la dicha que transmitía aquel mediodía de sábado en su nueva casa. Él tenía una gran carrera y empezaba a tener unos grandes libros, pero su mayor ambición era un hogar. Salí a la calle imaginándolo escribiendo con el ruido de los niños de fondo, que es el ruido de la vida, ese que el creador de Mafalda exige por contrato. We few, we happy few, we band of brothers. Ese ruido que no se apaga con su muerte y que seguirá siempre gracias a vosotros, que tenéis edad de ser siempre interesantes porque habéis tenido al padre más curioso y más interesante de todos.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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