Tres eutanasias, tres finales para la vida muy distintos: de una despedida íntima a una “pesadilla”
Un total de 172 personas han recibido ayuda para morir en el primer año de la ley, pero no en todas las comunidades autónomas dan las mismas facilidades
Almudena (nombre ficticio de un caso real) no quería que le pasara como a su hermana: vio cómo pasaba los últimos años de su vida con una demencia avanzada, prácticamente sorda y ciega, recibiendo comida por una sonda nasogástrica, a menudo atada a su cama. Por eso, en 2007 hizo un testamento vital en el que especificaba que cuando ya no pudiera hacer sus actividades cotidianas quería que le aplicaran la eutanasia, en caso de que esto fuera legal.
Hubo que esperar todavía 14 años para que el Congreso aprobara una ley que permitiera ejercer ese derecho. Cuando llegó, Almudena ya no la entendía. Era el momento de cumplir con su testamento. Pero no fue sencillo. Este sábado la ley de eutanasia cumple su primer aniversario en vigor y al menos 172 personas han recibido asistencia para morir. Pero no siempre ha sido fácil. La predisposición de cada comunidad autónoma ha cambiado mucho el panorama de los enfermos que querían dejar de sufrir, lo que también ha llevado a unas cifras de aplicación completamente dispares: Andalucía ha realizado seis veces menos eutanasias que Cataluña, a pesar de tener un millón de habitantes más, y menos de la mitad que el País Vasco, pese a cuadruplicar su población.
Estos son tres casos de esos 172. Tres finales de vidas en los que las cosas rodaron como la seda, se encontraron con más obstáculos de los necesarios o, directamente, se convirtieron en un calvario.
“El caso de mi madre fue un fracaso del sistema”
La historia de Almudena la cuentan su hijo y su nuera, que piden no ser identificados para relatar su historia. La eutanasia se solicitó, aludiendo al claro testamento vital que había dejado la paciente, en febrero de este año, y no se ejecutó hasta mayo. En medio de ese proceso: varias negativas de médicos, el problema de no saber dónde acudir, profesionales que no les informaban ni estaban informados de cómo debían proceder. “Fue un fracaso del sistema. Sin la ayuda de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD) no creo que lo pudiéramos haber hecho”, relatan.
Almudena, de 94 años, vivía en una residencia. Después de meditarlo, su familia decidió cumplir la voluntad que había dejado por escrito. Según cuentan, ya no era ella, tenía una demencia muy avanzada, estaba aislada porque prácticamente no veía ni oía. “No quiero morir así”, les había dicho.
Lo primero que hicieron fue acudir al personal médico de la residencia, que se negó en rotundo. Están en su derecho a objetar, pero lo que les vinieron a decir es que en ese centro no se realizaba esa prestación: no solo ellos, sino que nadie podía acudir a hacerla allí. Esto se sale de la ley, que permite al paciente que la pueda recibir en su domicilio: en este caso, la residencia.
El segundo paso fue acudir al centro de salud. Encontraron muchas negativas y ninguna solución. “Para empezar no nos daban cita. Nos tuvimos que presentar nosotros para hablar con la coordinadora. Como no conocían la ley, nos discutían todo, que nos presentásemos en nombre de mi madre, dudaban que una persona pudiera dar instrucciones previas”, explica el hijo de Almudena. Ante la insistencia, la dirección del centro designó a una médica suplente, que fue a ver a su madre y rechazó la eutanasia. “Ni siquiera estudió los informes médicos y psicológicos del centro que mostraban lo mal que estaba, determinó que no se le podía hacer después de 10 minutos con ella”, asegura.
El tercer intento fue en el hospital que tenían más cerca. Pero allí también les rechazaron: como no se trataba de una paciente ingresada, no era su competencia y les volvieron a remitir a la Atención Primaria.
La Comunidad de Madrid, donde sucedió todo, fue una de las que más tardó en formar el comité de garantías, el órgano que tiene que dar el visto bueno para practicar la eutanasia. Y no ha puesto en marcha grupos de referentes para que los médicos que se encuentran con un caso y no saben qué hacer puedan consultar para asesorarse o derivarlo.
El hijo de Almudena finalmente acudió a DMD, la asociación que les ayudó a solucionar la situación. Les asesoraron para que apelaran directamente al comité de garantías. “Fue nuestra salvación, porque tienen a una psiquiatra experta en demencias que pudo ver la realidad de lo que estaba pasando”. Finalmente, como dice la ley, la eutanasia se hizo en su domicilio (la residencia). Pero todo con la ayuda de una ONG, que fue la que les proporcionó el médico. “Si no fuera por ellos, no sé qué habría pasado”, confiesa su nuera.
Cuando todo va bien: “Quiero hacerlo ahora”
Jesús Medina, un médico de Leganés, hizo su primera eutanasia el 15 de noviembre de 2021. Apenas dos semanas después, recibió la llamada de un paciente con una enfermedad neurodegenerativa: “Ha llegado el momento: no puedo moverme, no puedo tragar, necesito máquina para respirar. He exprimido mi vida todo lo que he podido, pero tengo miedo a todo lo que me está pasando. Quiero hacerlo ahora”.
Cuando sonó su móvil y vio la procedencia del número, Medina ya sospechaba de qué se trataría. Hacía un año que el paciente le dijo que se encontraba muy mal. “En una unidad de cuidados paliativos le ayudaron a solucionar algunos de sus problemas físicos y le proporcionaron un año más de vida. Tuvo acceso a muchos cuidados, ayudas técnicas, una piscina, algo por encima de la media. Pero, a finales de noviembre, vio que le había llegado el momento”, relata Medina. Empezaron los trámites y para sorpresa de este médico todo fluía bien, al contrario de lo que sucedió en la primera eutanasia. A diferencia de esta, la segunda no se hizo en Madrid, sino en la comunidad donde vive el paciente, que prefiere no desvelar para no identificar el caso (es una donde se han practicado muy pocas).
El paciente quería donar sus órganos. Eso implica “perder el control”, en palabras de Medina. Porque ya no se realiza en casa, sino que tiene que practicarse en un hospital, dentro de un quirófano para extraer los órganos con garantías. “Pero para él era más importante donar; no solo quería poner fin a su sufrimiento, sino que su muerte tuviera un sentido y darle la oportunidad a otras personas que lo necesitan. La coordinadora del hospital tuvo una gran calidad humana y técnica impresionante”, narra el médico.
Para principios de enero todo estaba listo. Ya solo dependía de que el paciente eligiera un día. Pero quería despedirse: de su familia, de todos sus grupos de amigos. Eligió una primera fecha, pero la víspera decidió que quería posponerlo. Todavía necesitaba quedarse unos días más. “Me llamó a finales de enero diciendo: va a ser pasado mañana, ven para acá”, cuenta Medina, que pasó el día previo con el paciente y su familia tras haber estrechado lazos durante años de enfermedad. “Al día siguiente fue el procedimiento. Y, a pesar de ser en un hospital, hubo momentos de intimidad en familia y nos pudimos despedir todos”.
“Una pesadilla dentro de otra pesadilla”
Estrella López recibió la eutanasia el pasado 2 de abril en Sevilla. Antes de morir quiso dejar constancia del viacrucis que le había hecho pasar la Junta de Andalucía para poder ejercer su derecho a una muerte digna, en una carta que publicó este diario dos días después. Estrella, con 58 años y 34 conviviendo con la esclerosis múltiple, se encontraba en muy mal estado de salud, pero, fiel a su espíritu combativo, sacó fuerzas para denunciar que en el proceso tuvo que “sortear una auténtica carrera de obstáculos y dilaciones, cuando no vejaciones, intromisiones en la intimidad de mi pena y la de los míos, ha sido añadir sufrimiento al sufrimiento”.
Su marido, Rafael Torrente, cambia las palabras y describe ese trance como “una pesadilla dentro de otra pesadilla”. En el salón de su casa en el barrio de Los Bermejales, en Sevilla, rodeado de cuadros pintados por Estrella, pone fecha al inicio de ese mal sueño. “En agosto de 2020 me paró y me dijo: ‘Rafa yo así no quiero seguir viviendo”. Entonces, aún era capaz de escuchar música y leer, pero casi no podía salir a la calle y no aguantaba más de una conversación al teléfono. “Ella ya tenía un plan B, se había informado por internet, pero yo le dije que esperara porque se iba a aprobar la ley”, explica.
Para cuando por fin entró en vigor, casi un año después, Estrella, a quien la vida le había obligado a preverlo todo, tenía muy claro cómo iba a pasar sus últimos días. “Mi hijo vive en Bélgica y en verano tiene más tiempo libre y mi mujer tenía pensado que viniera y estuviéramos unas semanas juntos antes de recibir la eutanasia”, cuenta. Pero la inacción de la Junta de Andalucía desbarató sus planes. Y no fue la única vez en ese proceso.
Andalucía fue la última comunidad en regular sobre la Comisión de Garantía y Evaluación, encargada de verificar y controlar el cumplimiento de la ley y sus procedimientos. El 10 de noviembre, mucho más tarde del plazo estipulado por la norma, la Junta —que alegó que quería asegurar un desarrollo “muy garantista” de la legislación sobre la eutanasia—, constituyó el órgano y 12 días después, Estrella firmaba su solicitud ante su médica de referencia, que llevaba atendiéndola desde que ella tenía 30 años, ocho después de que le detectaran la esclerosis múltiple. Iniciaba un proceso en el que, si se hubieran seguido los plazos estipulados, su muerte no se hubiera demorado más de 40 días. En su caso, se prolongó durante cuatro meses.
“No había ningún tipo de planificación”, precisa Torrente. “La médico de referencia no sabía a quién entregar la solicitud y ningún superior le daba respuesta”, explica. Peor fue la forma de conseguir al médico consultor. “Tuvimos que escribir a la comisión para que nombraran a uno”, abunda. La elegida tampoco ayudó en el proceso. Durante la entrevista a Estrella para hacer el informe, en la que estuvo acompañada por otros dos facultativos —uno de los cuales declinó hacer preguntas por ser objetor, algo que en la DMD consideran que roza la ilegalidad— la médico consultor se sorprendió porque ella aún disfrutaba de cierta movilidad. “No estoy aquí porque no tenga un poquito de fuerza en el brazo, estoy porque no puedo hacer lo que me gusta, no puedo ni hablar por teléfono con mi hijo y solo pido que respeten mi voluntad”, recuerda Torrente que respondió su mujer.
Tampoco lo hizo y redactó un informe desfavorable, que ambos recurrieron ante la Comisión, que dictaminó por unanimidad a favor de Estrella. Por entonces era el 22 de marzo, habían transcurrido cuatro meses, pero aún no había pasado lo peor. En el Hospital Virgen del Rocío, donde iba a morir, le especificaron que únicamente podría hacerlo los sábados, pero como muchos coincidían con festividades de Semana Santa, las opciones se reducían. “Un lunes o martes me llamaron y me dijeron que o se hacía el sábado siguiente o tendríamos que esperar un mes”, cuenta Torrente.
Meticulosa y controladora de todos los detalles, la brusca premura de la Administración obligó a Estrella a trastocar de nuevo el plan que con más detalle había preparado. Su hijo tuvo que desplazarse deprisa y corriendo y las despedidas con sus familiares y amigos fueron más abruptas y aceleradas de lo que hubiera querido y, sobre todo, merecido. Y, sin embargo, aún quedaban más humillaciones.
“Nunca ingresó como paciente en el Virgen del Rocío, parecía que estuviéramos haciendo algo clandestino”, recuerda con rabia Torrente. Él se metió en la habitación con su mujer y la médico responsable, encargada de ayudarla a morir. En otra habitación esperaban el resto de familiares y amigos. Cuando todo concluyó, ellos no estaban allí. “Una facultativa me explicó que el hospital les había pedido que no mostraran señales de duelo porque no era una zona adecuada para eso”, zanja. No les permitieron ni llorarla en sus últimos minutos de vida.
Estrella apenas pasaba de la cama al salón en sus últimos meses de vida. Su intención era aprovechar los momentos en los que su dolor le daba un respiro para completar con su marido un álbum con las fotos más importantes de su vida en común —una vida larguísima, porque se conocieron con 11 años y se fueron a vivir juntos con 18—. Sin embargo, ese tiempo se fue en preparar escritos y reclamaciones para que ella pudiera por fin abandonar una vida que siempre se esforzó porque fuera plena, pero en el último año se había convertido en un tormento. “Los últimos días Estrella estaba tan mal… Se caía aún estando sentada. Sus últimos días fueron puro sufrimiento, puro sufrimiento que se podría haber evitado”.
Torrente ha presentado una denuncia ante el Defensor del Pueblo. Como Estrella con su artículo, él quiere evitar que el ensañamiento yfalta de sensibilidad por parte de la administración se cebe con quien en el futuro solicite la eutanasia en Andalucía.
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