Una ucronía analógica: así habría sido la crisis del coronavirus sin Internet
En 1995 la pandemia se habría propagado más lentamente. Pero hubieran sido imposibles el teletrabajo y la educación online, y nuestra oferta de ocio en el confinamiento habría sido mucho más limitada
La killer aplication, la aplicación definitiva que convertiría nuestras vidas en completamente digitales ha sido un virus. Y no un virus informático, sino biológico. Durante esta cuarentena, los españoles pasamos una media de 79 horas de las 168 que tiene la semana conectados de una u otra forma a Internet, según un estudio de Nielsen y Dynadata. Casi la mitad de nuestro tiempo. El tráfico de la red ha crecido un 80% desde el inicio de la crisis. El uso de WhatsApp ha llegado a multiplicarse por seis. Plataformas como Netflix, HBO o la recién llegada Disney llenan de euros sus cuentas de resultados y de películas y series nuestro tiempo en casa. Convertidos en adictos, la posibilidad de que pudiéramos quedarnos sin conexión nos aterra. Las operadoras nos tranquilizan: el colapso es imposible. Pero, ¿y si nunca hubiera existido? Ahora que la adaptación de David Simon para televisión de la fabulosa novela de Philip Roth La conjura contra América ha puesto de moda la ucronía (ficción basada en versiones alternativas de la historia), planteemos una analógica. ¿Cómo sería esta crisis si hubiera llegado antes de que Internet entrara en nuestras vidas? ¿Cómo hubiera sido esta pandemia en 1995?
Viajábamos menos. Los virus también
La globalización ya existía en 1995, pero era diferente. Thomas Friedman dice que ahora vivimos la globalización 3.0. La primera ola la lideraron los países. La segunda, las empresas. Esta tercera, las personas. Ya no son imperios o multinacionales los protagonistas de ese proceso. Somos nosotros. Internet logró en gran medida vencer al espacio, matar las distancias. Cualquiera puede tener amigos a los que nuca ha abrazado en otro continente o conocer a su media naranja al otro lado del océano sin haberla besado.
Según la Organización Mundial para las Migraciones, en 2019 en el mundo había 271 millones de migrantes. El país virtual que formarían todas las personas que habitan uno distinto del que les vio nacer sería el cuarto más poblado del planeta. Más relevantes son las cifras del turismo. Según la Organización Mundial del Turismo, en 2019 se registraron 1.500 millones de llegadas de visitantes internacionales en el mundo. En 1995, antes de que se creara Expedia, la primera agencia de viajes online, 527 millones.
Internet ha democratizado el viaje. Come, Fly with me, cantaba Sinatra. Volar era una experiencia especial hasta la llegada, en el ocaso del siglo, de las aerolíneas low cost. Según un estudio de la universidad de Oxford, volar al extranjero en el siglo XXI es un 70% más barato que en el XX. Se viajaba menos veces y a menos sitios. Según datos de OAG, en 1990 había 7.000 conexiones aéreas directas en el mundo. En 2010 superaban las 15.000. Los turistas quieren ser viajeros y comienzan a salir de las rutas tradicionales en una diáspora que llega a todas partes. Miles de personas descubren destinos en blogs, redes y cuentas de Instagram como la de Paula Solís. Para ella “las redes han acercado los destinos. Viajar hoy es menos caro y complicado. La gente huye de los paquetes buscando lugares con menos turistas”. Una paradoja, turistas huyendo del turismo.
Sin quererlo, estos viajeros por razones profesionales o en búsqueda de lo “auténtico” son mecanismos de transmisión como lo fueron los conquistadores españoles en las epidemias que diezmaron la población indígena de América. En 1995 se viajaba mucho menos que hoy, a menos sitios y en una temporada mucho más corta. Por eso cabe pensar que si una pandemia hubiera asolado el mundo entonces su propagación global habría sido más lenta. La expansión de unos países a otros no habría sido de horas o días, sino de semanas o meses como en la gripe española de 1918, que se vio acelerada por el movimiento de tropas en la Primera Guerra Mundial.
La crisis del COVID-19 tendrá un impacto importante sobre la movilidad de personas y el turismo. Para Solís, “los viajes internacionales tardarán en recuperarse. Tendremos miedo, nadie quiere pasar una cuarentena fuera de su casa”. Además, “algunas compañías aéreas quebrarán, se reducirá la oferta, los precios subirán y el turismo internacional ya no será tan asequible para todos”. Viajar después del coronavirus se parecerá más a como viajábamos en 1995. Será más caro, más complicado y a menos destinos con numerosos países obligando a realizar cuarentenas a sus visitantes. En el verano de 1996 un spot publicitario popularizó el “¿dónde está Curro?”. A lo mejor por un tiempo Curro se quedará en España.
El teléfono no dejaba de comunicar
Este encierro ha supuesto la explosión de la videoconferencia. Sirve para tomar cañas en remoto con los amigos ―las ventas de cerveza, patatas y aceitunas no dejan de subir―, tener reuniones con la familia y hasta para formar algunas con bodas virtuales. Pedro Sánchez y sus ministros la utilizaban en sus ruedas de prensa sin periodistas y van camino de convertirse en un género televisivo en sí mismo utilizadas en cada plató de directo para conectar con alguno de los cientos de expertos en pandemias que súbitamente han aparecido en la programación matinal. Zoom, la app de moda para realizarlas, es, según Statista, la más descargada de la cuarentena, aunque ese éxito le ha acarreado múltiples problemas. Los amigos ya no discuten por el bar donde tomar el vermú, sino por la plataforma en que ver sus caras desenfocadas y mal iluminadas.
En 1995 hubiéramos tenido que conformarnos con la voz. Si en esta crisis las llamadas tradicionales se han doblado creciendo más aún que los datos, entonces, cuando eran el único canal para cuidar y ser cuidado en medio del aislamiento, se habrían disparado. No poder ver la cara del receptor hubiera sido el menor de los problemas. A finales de 1995 solo el 2% de los españoles tenían teléfono móvil. Telefónica, el único operador en dar servicio, cerró el año con 928.955 usuarios. Aunque en 1993 se habían empezado a comercializar los teléfonos Moviline, con precios cercanos a las 100.000 pesetas (600 euros) y desde 1976 en Madrid y Barcelona podían usarse unos enormes y pesados aparatos para el coche, no fue hasta 1995 cuando en España se empezó a ofrecer, como un artículo de lujo, la telefonía móvil digital GSM.
La cuota fija mensual era de 4.000 pesetas, unos 24 euros, y el precio de la llamada oscilaba entre 45 y 18 pesetas el minuto, dependiendo de la franja horaria. Todos los números móviles empezaban por 909 y los SMS eran gratis porque nadie pensaba que pudieran interesar a alguien. Por eso la telefonía era abrumadoramente fija. Y en casa aunque era habitual tener varios receptores solo se tenía una línea por lo que padres e hijos compartían un único canal de comunicación. El “corta ya” era una de las frases más repetidas y es difícil explicar al que no lo ha vivido la experiencia del adolescente que no llama a su novia, sino al teléfono de casa de sus padres. Un confinamiento con un solo teléfono en cada hogar, siempre comunicando, hubiera sido motivo de disputa. Quizás hubiera habido que decretar las cabinas como servicio esencial para evitar cismas familiares.
Teletrabajar era imposible... y alegal
Aunque el primer servidor web español, el de la Universidad Jaume I que aprovechaba el directorio del CERN, apareció en 1993, en 1995 prácticamente ningún hogar tenía conexión a Internet. En septiembre de ese año Telefónica lanzaría Infovía, una conexión lenta. La tarifa plana no llegaría hasta casi el año 2000. En 1995 el teletrabajo habría sido imposible aunque podría haberse puesto en marcha su antepasado más antiguo: el trabajo desde casa. En 1665, cuando la Universidad de Cambridge se vio obligada a cerrar temporalmente debido a la propagación de la peste bubónica, el físico Isaac Newton desarrolló desde su hogar la idea clave de su ley de la gravitación universal.
El concepto de teletrabajo tampoco es nuevo. En 1973, en plena crisis del petróleo en Estados Unidos, el físico e ingeniero Jack Nilles comenzó a pensar en formas de optimizar recursos no renovables como los combustibles fósiles. Su idea era “llevar el trabajo al trabajador” y no al revés. Intentó implementarlo en la aseguradora en la que trabajaba conectando los teclados y pantallas de sus compañeros a estaciones remotas. Pero la idea era técnicamente inviable entonces y lo seguía siendo en la España de 1995.
Pablo Teijeira, director para empresas de VmWare, multinacional especializada en virtualizar el puesto de trabajo, asegura que “aunque la tecnología ya lo permita y el 71% de las grandes compañías lo recojan en sus políticas de recursos humanos, en 2018 solo el 3,2% de los ocupados teletrabajó en España, según el INE, lejos del 25% de Suecia o el 43% de los EE UU ”. Pese a esto, muchas empresas han conseguido poner en marcha en tiempo récord planes de contingencia que han permitido a sus empleados seguir trabajando desde casa. “Las que estaban preparadas dieron el paso inmediatamente. Muchas incluso lo recomendaron días antes del estado de alarma," explica Teijeira. “Para los que no lo estaban, hemos dado acceso a aplicaciones críticas desde cualquier lugar a más de 20.000 usuarios en menos de cinco días hábiles”.
Hace 25 años la tecnología no era la única limitación para trasladar la actividad productiva a los hogares. La primera proposición de ley para regular el teletrabajo en España se presentó en 2010. Fue rechazada y hasta 2012 no se incluyó en el artículo 13 del Estatuto de los Trabajadores. “Sin teletrabajo, el impacto hubiera sido devastador”, afirma Teijeira. Muchas empresas se habrían visto abocadas al cierre, la destrucción de empleo hubiera sido enorme y los trabajadores de sectores esenciales hubieran tenido que seguir acudiendo a sus centros de trabajo con lo que las medidas de confinamiento hubieran sido menos efectivas.
Las clases online que siguen estos días millones de alumnos en sus casas también serían imposibles. Quizá el Gobierno habría tenido que organizar un curso de formación a gran escala para todos ellos a través de la radiotelevisión pública o mediante algún tipo de boletines en papel que se vendieran en los quioscos.
Las nuevas tecnologías no solo han ayudado a poner en marcha el teletrabajo y mantener la actividad docente. En 1995 quizá Internet no hubiera salvado ni la economía ni el curso escolar, pero sí la vida de muchas de las personas que ahora están recibiendo asistencia domiciliaria y diagnósticos en remoto.
Menos opciones de ocio y menos miedo a aburrirse
En 1995, como hoy, el principal entretenimiento para un confinamiento era la televisión. Pero el significado de esa palabra hoy es muy diferente. Siguiendo la famosa frase de Paul L. Klein, en 1995 la gente no veía programas, veía televisión. Según la teoría del “programa menos objetable” del propio Klein, esta no debía encantar a unos pocos, sino desagradar a casi nadie. Esa televisión generalista estaba tremendamente alejada de la ultrasegmentación y personalización que permiten hoy las plataformas digitales: del consumo grupal y simultáneo hemos pasado al individual y asíncrono.
En un hipotético confinamiento en 1995, el ocio se habría basado en el “a ver que echan”, según el catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos, José María Álvarez Monzoncillo, quien escribió en 2004 El futuro del entretenimiento en el hogar. Monzoncillo cree que ese futuro, que ahora es pasado, cambió radicalmente en tres aspectos: pasamos de la escasez a la abundancia, del consumo familiar al personal y de la homogeneidad a la segmentación.
Las cadenas privadas se habían estrenado en nuestro país en 1990 con lo que la oferta televisiva era de cuatro canales en abierto y Canal+, la única opción de pago, aún emitía en analógico y por tanto en modo lineal y sin capacidad alguna de elección. A estas se sumaban las autonómicas en algunas comunidades, los canales internacionales que proporcionaban las antenas parabólicas que habían sobrevivido a la moda de los 80 y las cintas de vídeo. Tal vez una crisis así en el 95 hubiera servido para ver aquellas grabaciones caseras de videocámaras, el último grito en los primeros 90, memoria documental de los que fueron niños en esa época.
Pero por grande que fuera la videoteca doméstica familiar y teniendo en cuenta que el videoclub difícilmente hubiera colado como servicio esencial (tal vez el cartel hubiera cambiado a rebobinar y desinfectar antes de entregar), la carta del menú audiovisual era infinitamente menos amplia. Los canales infantiles no existían aún y la programación para niños se reducía a unas franjas horarias muy determinadas. La única posibilidad para ver cine alejado del mainstream era el vídeo o esperarse al lunes a las 22.30 en Qué grande es el cine, estrenado en 1995, el primer contacto que muchos tuvieron con el cine clásico que hoy se consume en Filmin.
La escasez de oferta llevaba en cambio a la concentración de la audiencia. Médico de familia, que se estrenó ese año promediaba 8,5 millones espectadores y su capítulo final, dos años después superó los 10,5. La casa de papel, que es un éxito indiscutible hoy en nuestro país tiene poco más de 2 millones y de forma no simultánea. Para el profesor Monzoncillo, hoy somos más adictos al contenido: ”Queremos todo ya. Hay un nuevo ciclo de ansiedad, frustración y tedio. En un entorno de ciberfetichismo, aburrirse se considera un fracaso y divertirse una obligación”.
Como no todo es televisión, en el 95 la música hubiera sido compañera fundamental del aislamiento. Los equipos de alta fidelidad habían llegado el hogar desde finales de los 80, y el CD había desterrado a las cintas casetes a las gasolineras. En 1995 no había Spotify pero fue el año del debut de Tricky y Pj Harvey, de Common People de Pulp y de Wonderworld de Oasis. Ahora tenemos trap.
Colas para el periódico de papel
La información que habríamos tenido los ciudadanos sobre la pandemia también hubiera sido radicalmente diferente en 1995. Entonces el único contenido diario accesible online era el BOE y la revista cultural valenciana Els Temps con versión electrónica en la red Servicom desde 1994. EL PAÍS no tuvo presencia en Internet hasta mayo de 1996 coincidiendo con el 20 aniversario de su lanzamiento. Un fenómeno curioso y hoy casi olvidado es el de las publicaciones electrónicas en CD. La experiencia pionera había sido el Diario Expo 92, disponible en CD-ROM y en los quioscos electrónicos instalados en la feria sevillana conectados mediante fibra óptica. Algunos medios se habían sumado a esa moda, pero en 1995 la prensa era casi exclusivamente en papel. EL PAÍS vendía más de un millón de ejemplares todos los domingos y en una situación como la actual hubiera disparado la tirada, probablemente con más de una edición diaria.
El consumo de radio, que ha aumentado significativamente durante esta pandemia y es además, según un estudio de Havas Group, el medio en el que más confiamos para informarnos del coronavirus, habría sido igualmente significativo en 1995. No escucharíamos podcast, ni radio en streamming o apps sino que lo haríamos en la difunta onda media, pero Iñaki Gabilondo o Encarna Sánchez nos acompañarían en nuestro encierro como hoy lo hacen Angels Barceló y Carlos Alsina. La televisión era todavía, en palabras de Román Gubern, “un púlpito disfrazado de ventana”. Generalista y de flujo, con enorme poder en la opinión pública y en la creación de consensos sociales, habría desempeñado también un papel clave en la información.
También habría fake news aunque las llamaríamos solo noticias falsas. De hecho, la gripe española del 18 debe su nombre a la manipulación informativa que impidió que la información sobre la pandemia se publicara en los países que combatían en la Gran Guerra. Los medios españoles, con la neutralidad de su país en la contienda, fueron los primeros en el mundo en escribir sobre el virus y dieron así nombre a la epidemia para siempre.
La diferencia fundamental con la situación actual estaría en la propagación de esos bulos. Sin Internet ni redes sociales sería más difícil que se hicieran virales. Las autoridades sanitarias tendrían más fácil controlar la desinformación y sin la crispación que se ha adueñado de Twitter el debate público seguramente sería más sosegado. En opinión del profesor Álvarez Monzoncillo, “informativamente, la televisión, la radio y la prensa hubieran sido la referencia controlada. Ahora las noticias fluyen por otras vías. De hecho, durante este confinamiento el conflicto político, y la propia agenda pública, la han marcado los usuarios y las redes digitales lo que está fomentando la polarización”. Es una muestra más de lo que Moisés Naím llama “el fin del poder”.
La ciencia iría más despacio
En 1995, como hoy, sería la ciencia la que nos sacara de esta crisis. Pero la investigación entonces era muy diferente sin las tecnologías que se han popularizado después. Como explica la catedrática de Química Física de La Universidad Complutense de Madrid y ex secretaria de estado de Innovación, Ciencia y Universidad, Ángeles Heras, ”Internet es un invento de los científicos".
En los años 80, primero en algunas Universidades norteamericanas y después en el CERN en Europa fueron desplegando redes para interconectar sus centros de investigación. El impacto fue enorme, tanto en la ciencia en sí como en la forma de pensar y leer bibliografía para plantear los proyectos, diseñar los experimentos, analizar resultados, publicar artículos y difundir el conocimiento. El método científico sigue siendo igual pero antes de Internet necesitábamos mucho más tiempo para obtener los mismos resultados.
Heras cuenta su propia historia como ejemplo. Su tesis Doctoral fue la primera que se escribió en un procesador de texto en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Córdoba en 1983. La bibliografía la pedía al CINDOC (CSIC), los resultados los analizaba a bolígrafo y los artículos los escribía en una máquina específica. Aún recuerda el primer artículo que envió desde la Universidad de Córdoba en 1989 por correo electrónico y no por correo postal certificado, como era habitual hasta entonces.
“Hemos ganado mucho en inmediatez y facilidades. La red ha permitido colaborar y compartir conocimiento. A principios de los 90“, explica la catedrática, “teníamos un solo ordenador con email para toda la Facultad de Ciencias. En los Congresos de cada área se trataba de coincidir con científicos que se conocían de los artículos y principalmente por carta. Yo empecé a colaborar con la UCM y el CSIC desde Córdoba en 1986. Visitaba el Instituto Rocasolano del CSIC, porque tenía y tiene, una de las mejores bibliotecas de Física y Química. Llegaba a Madrid con muchísimas referencias de artículos que fotocopiaba y me llevaba en papel a mi Facultad de Córdoba. De tantos viajes y muchas conversaciones científicas, en 1990 me acabé trasladando a la UCM".
Cartas, congresos, fotocopias y viajes de cientos kilómetros para hacer una consulta en una biblioteca hacían la investigación mucho más lenta. Hoy, explica Heras,”se comparten más ideas y se colabora de una forma muy natural entre científicos de cualquier país del mundo. El programa genoma humano habría sido imposible sin Internet, que será también clave para hallar una vacuna del coronavirus”.
En 1995 los científicos trabajarían sin descanso para encontrar tratamientos y vacunas, pero sin poder poner en común esa información de forma global el proceso habría sido mucho más largo. Sin embargo, tampoco podemos exigir milagros. Internet puede acelerar las fases de investigación y descubrimiento, pero las fases preclínica y clínica tienen sus tiempos. Tal vez esta crisis nos sirva para confiar más en la ciencia y menos en los cantos de sirena de la tecnología. Esta pandemia ha matado al Homo Deus de Yuval Noah Harari. Nos dijeron que la tecnología nos permitiría dominar la naturaleza. La Covid-19 ha demostrado que mentían.
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