La peste del ‘whataboutismo’
Con la coartada del ritmo y el espectáculo, se han abierto paso en las tertulias de televisión los gritones más hábiles en despejar balones al campo del adversario y se han inhibido las voces capaces de matizar y replicar un argumento con otro argumento
Uno de los indicios que delatan una personalidad autoritaria es lo que Anne Applebaum llama el whataboutism, que podría traducirse como yquehaydeísmo (¿y qué hay de…?) o ytumasismo. En castizo, tirar balones fuera o el vicio de responder con “manzanas traigo” a la pregunta de adónde vas, refiriéndose siempre a las manzanas podridas de los demás. Los políticos lo hacen por sistema: si preguntas a uno por algo turbio de su partido, responderá que peores son los demás. Si quien pregunta es un periodista, le acusará de ensañarse con las miserias de su partido mientras ignora las del contrario.
Esta bronca es propia de las redes, pero si ha llegado a dominar la discusión pública se debe a las tertulias de la tele, reducidas desde hace años a un moros y cristianos. Con la coartada del ritmo y el espectáculo, se han abierto paso los gritones más hábiles en despejar balones al campo del adversario y se han inhibido todas las voces irónicas, sosegadas, capaces de matizar y replicar un argumento con otro argumento. Algunas siguen vivas en rincones de la radio, que mantiene aún zonas libres de infección “whataboutista”.
El whataboutista es inmune a cualquier discusión y rechaza todos los argumentos sin tomarse el esfuerzo de contradecirlos. En su versión más cavernícola y trumpiana, al whataboutista le basta el insulto. Rojo, progre, facha, ñordo, lazi, cipotudo, pollavieja, señoro, feminazi, boomer. Una docena de conceptos idiotas acuñados por los más brutos de la clase sustituyen la curiosidad intelectual y el debate. El mundo se reduce así al tamaño de una aldea confortable y predecible, donde cada cual tiene un papel asignado, como en los títeres de cachiporra, y no hay que hacer ningún esfuerzo para entender nada ni perder un segundo en escuchar a los demás. Quien disfruta de esa aldea ha renunciado a vivir en democracia.
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