Khashoggi, el disidente improbable
De los muchos escalofríos que me dieron mientras veía ‘El disidente’, me siguen destemplando los que tienen que ver con su perfil biográfico
De los muchos escalofríos que me dieron mientras veía El disidente (Filmin), me siguen destemplando los más sutiles, los que tienen que ver con el perfil biográfico de Jamal Khashoggi. No encaja con la idea del disidente que sugiere el título, lo que tal vez explica la ingenuidad con la que acudió al consulado de Arabia Saudí en Turquía donde lo mataron. En el documental aparecen otros disidentes, como Omar Abdulaziz, que toman las precauciones propias de la clandestinidad y no se acercan a menos de un kilómetro de una legación saudí.
La película de Bryan Fogel, que se adscribe mejor al género de terror que al político y hace bueno el tópico de que la realidad supera a cualquier ficción, presenta a Khashoggi como una figura que descubre muy tarde la crueldad totalitaria del régimen. Hasta su exilio en 2017, con 59 años, templó muchísimas más gaitas de las que cualquier demócrata decente templaría jamás. Incluso como persona non grata instalada en Estados Unidos, su prosa no dejaba de transmitir un reformismo pacato. Los verdaderos disidentes no se fían de él al principio, lo tienen por un topo, y no le toman en serio hasta que no pone cinco mil dólares para financiar actividades clandestinas.
Por mucho que firmase tribunas en The Washington Post (tibias y complacientes a ojos de cualquier occidental acostumbrado a la gresca), cuesta comprender que el régimen saudí lo viera como un enemigo tan peligroso como para asesinarlo y descuartizarlo. Ni siquiera poniéndose en la piel del sátrapa se justifica una inquina que solo admite explicaciones psiquiátricas. Mohamed bin Salam (MBS, en el documental) interpreta en este cuento a la madrastra de Blancanieves: cuando se miraba en el espejo del Washington Post y preguntaba quién era el príncipe más guapo, no soportaba que un tal Kashoggi respondiese que no era él.
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