Perdedores o perdidos
Este año hemos demostrado que se nos da bien ganar Eurovisión de una manera: de mentira. Y por partida doble
Hemos vuelto a perder Eurovisión, quién podría haberlo imaginado. Ojalá al menos tuviéramos la certeza de que, como cantaba Hilario Camacho en la sintonía de Tristeza de amor, lo hemos hecho jugando a ganar. Pero nada disipa ese perenne rumor sobre las verdaderas intenciones de RTVE. Un rumor que sirve de consuelo vano: ¡porque no queremos, que si no, se iban a enterar! Cada cual lidia con el fracaso como puede: hemos perdido a conciencia o, en conciencia, estamos perdidos.
Pero no todo va a ser regodeo en la derrota. Este año hemos demostrado por partida doble que se nos da bien ganar Eurovisión de una manera. De mentira. Ganamos en la votación simulada del primer ensayo general el viernes en Róterdam. Y el jueves vencimos con carácter retroactivo gracias a 1990: La victoria decisiva, un falso documental que emitió La 2, idea original de César Vallejo de Castro y Alberto Fernández y guion de Paco Tomás. La ucronía que plantea es estupenda: las Azúcar Moreno ganaron Eurovisión porque no sufrieron el fallo de sonido que deslució el arranque de su actuación en Zagrev, ocurrió en un ensayo.
Pese a nuestra mala racha —seis años consecutivos por debajo del vigésimo puesto— y a la caída de audiencia con respecto a 2019, más de cuatro millones de espectadores vieron Eurovisión desde España. Aunque le pese a ciertos esnobs, las competiciones internacionales hechas espectáculo siguen triunfando. Y lo hacen porque apelan sin complejos a lo popular y a un patriotismo tan desprejuiciado y lúdico como desatendido. Nos vendría muy bien ganar Eurovisión por el ánimo. Y por el bolsillo porque, como dijo Noemí Argüelles sobre el Tinder en Paquita Salas, si eres lista, organizar el festival da dinero. Quizás algún experto esté pensando ya en Eurovisión 2050. Después de haberlo hecho en pasado y en presente, podemos mentirnos también a futuro.
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