‘La reina del narco’: auge y caída de un imperio criminal montado desde Iowa
La serie documental de DMAX cuenta la historia de Lori Arnold y su red de tráfico de drogas. “Quería que la gente me admirase, que me respetase. Me sentía empoderada”, asegura a EL PAÍS
La detención de Lori Arnold por narcotráfico en 1991 fue noticia en Estados Unidos porque su hermano, el actor Tom Arnold (Mentiras arriesgadas), estaba casado con una de las mujeres más famosas de Norteamérica, la actriz Roseanne Barr. Pero en Iowa la historia era otra. Allí Tom era conocido por ser el hermano de Lori, la Scarface con falda, cuyo imperio de la droga llegó a generar 200.000 euros a la semana. Su actual pareja, un motero llamado Nick, insiste en que aquel apodo era una exageración: “Lori nunca llevaba falda”.
Cuando Lori nació en 1961 en Ottumwa (Iowa), la pequeña localidad se promocionaba con el eslogan “podría ser cualquier ciudad de Estados Unidos”. Y con ese vídeo arranca la docuserie de tres capítulos La reina del narco (Queen of Meth en su título original), que estrena este viernes 18 de febrero DMAX (seguirá disponible en Discovery +) con un relato puramente americano: tanto Tom como Lori cumplieron el sueño americano, solo que tomando caminos distintos.
“La planta cárnica era el mejor trabajo al que podías aspirar en Ottumwa”, recuerda Tom Arnold en conversación telefónica con EL PAÍS. “Había mucha violencia, alcohol, drogas. Todos los chavales teníamos sueños, pero allí parecían imposibles y te acababas rindiendo. Yo soñaba con salir de allí, con ser el mejor amigo de Robin Williams y Schwarzenegger, con salir por televisión una sola vez para caerle bien a la gente. Y creo que la diferencia entre Lori y yo es que ella nunca tuvo sueños. Ella solo aspiraba a sobrevivir”. Pero Lori sí tenía sueños y lo deja muy claro en la docuserie: “Estaba cansada de ser pobre, me merecía algo mejor”.
“Cuando tenía 14 años mi madre me dio a probar el speed”, explica Lori a EL PAÍS a través de correo electrónico. “Entonces no lo veía como una droga. Me mantenía despierta, me mantenía delgada, me hacía sentir bien. Conocí a mi primer marido también a los 14 años, él tenía 23. Y aquel fue el final de mi infancia”. Según cuenta Scott Arnold, el tercer hermano, “el marido de Lori siempre fue encantador conmigo, pero tengo entendido que había prácticas extracurriculares”, refiriéndose a los malos tratos. El único rasgo de identidad que La reina del narco da sobre Scott es que de pequeño mató un gato atropellándolo repetidamente con la bicicleta y, aunque cada uno de los hermanos experimentó su propio trauma (Tom sufrió abusos sexuales por parte del chico que los cuidaba entre los 4 y los 7 años), los tres arrastran el vacío que dejó su madre cuando los abandonó.
En aquella época empezaba a popularizarse la broma de que el nombre del estado de Iowa, uno de los más golpeados por la recesión de finales de los setenta, era un acrónimo de I Only Want Amphetamines (Yo solo quiero anfetaminas). “La euforia que provocaba la droga sacó al pueblo del aburrimiento, de la depresión y de la falta de autoestima”, analiza ahora Lori. Judy, una de sus mejores amigas, cuenta que vio las metanfetaminas como la solución a su alcoholismo primero y como la solución a su pobreza después. “Yo era una madre soltera en los ochenta, vivía de la caridad y Lori me incluyó en su negocio porque me quería. Y no me vengas con que el dinero no da la felicidad, porque sí la da”, afirma Judy en La reina del narco. Lori compró casas para todas sus amigas, montó un rancho con 52 caballos de carreras (a los que también drogaba) y, en cuestión de meses, las carreteras de Ottumwa se llenaron de Jaguars, Mustangs y Porsches. La matrícula del Corvette de Lori decía “DEALER” (traficante). Su hermano ve impulsos autodestructivos en esta opulencia.
“¿Quién conduce un coche así en un pueblo de granjas? Absolutamente nadie. Hay que ser muy descarada para eso. Ahí me di cuenta de que Lori obviamente quería que la pillasen”, señala Tom. Lori confirma que su mayor adicción no era la droga sino “el poder y el respeto”, algo que comprendió cuando, tras salir de la cárcel en 2000, se instaló con su padre y Tom le consiguió trabajo en la planta cárnica. Pudo experimentar cómo habría sido su vida de haber seguido por el camino preestablecido. Y casi se vuelve loca. En cuestión de meses estaba trapicheando de nuevo, en dos años se había comprado otro bar de moteros y no le dio tiempo a retomar la cría de caballos porque la arrestaron antes. El FBI avisó a Tom de que si paraba inmediatamente no la arrestarían, pero cuando este avisó a su hermana ella respondió: “Métete en tus putos asuntos”. Ella era la reina del meth. Ella era alguien.
Cerebro y músculo
“Vender se me daba bien porque me gusta estar al mando”, explica Lori, “Quería que la gente me admirase, que me respetase. Me sentía empoderada, respetada, temida y me alimentaba de todo ello. Me gusta ser una tipa dura y se me da bien. Yo era el cerebro y Floyd era el músculo”. Floyd es Floyd Stockdall, su segundo marido, un veterano de Vietnam que sufría semejantes arranques de violencia cada vez que alguien mencionaba aquella guerra que Lori y Judy solo podían apaciguarlo echándole metanfetamina en la copa. Y si este es el momento más puramente estadounidense que ocurre en La reina del narco, en segunda posición quedaría la imagen de Tom Arnold y Roseanne Barr llegando al juicio de Lori en limusina. “No era una declaración de intenciones por nuestra parte”, matiza hoy el actor, “nuestra vida era así, viajábamos en avión privado y en limusina. Y te voy a decir una cosa: echo de menos ese avión privado”.
Durante su segunda estancia en la cárcel, Lori recibió la visita de su hermano acompañado de un equipo de televisión. Tras el declive de su carrera en Hollywood, Tom se había reinventado como comentarista deportivo y pensó que “podría ser divertido ir a una cárcel de mujeres” para un episodio de su programa. “Creo que eso rompió el hielo entre mi hermana y yo”, indica hoy. Cuando salió de la cárcel, pusieron en marcha La reina del narco.
La docuserie recurre a los códigos habituales de Hollywood para contar historias de narcos: rock and roll, carreteras en el desierto y referencias a otros iconos del narcotráfico. Cuando Lori explica que, para optimizar su red de distribución, decidió fabricar su propia droga con ayuda de un químico, lo resume en “nuestro negocio se convirtió en algo rollo Breaking Bad”. Hasta los títulos de los episodios evocan referencias que el público sabrá reconocer: Hija de la anarquía (en referencia a la serie de moteros mafiosos Hijos de la anarquía), El arte del trato (el nombre del libro que Donald Trump publicó en 1987, que arrasó en ventas y que definió una era en América) y Atrapa a una reina (el thriller de Hitchcock Atrapa a un ladrón).
Tanto Tom como Lori han visto mucha televisión y saben cómo deben comportarse las personas que existen dentro de la telerrealidad. La primera mitad de La reina del narco perpetúa el estereotipo hollywoodiense de que traficar con droga es una de las opciones profesionales más emocionantes, más moderna y más rentables que cualquiera podría tomar. Pero la segunda mitad se transforma en otro tipo de reality, uno de autoayuda y superación, cuyo clímax muestra a los dos hermanos confrontando sus traumas a gritos junto a la lápida de su madre: ella se aferra al cliché de que todo lo que ha sufrido la ha hecho más fuerte, él se empeña en que admita que su madre le arruinó la vida.
Moraleja
Y al final llega la resaca. Como si temiese glorificar el narcotráfico en exceso, La reina del narco dedica unos minutos a la inmundicia que el negocio de Lori Arnold dejó tras de sí. Es la penúltima parada del viaje de Lori, porque aunque ella aclara que siempre cortó la droga con mucho cuidado (“Queríamos que la gente lo pasara bien, no que tuviese una sobredosis”, afirma), La reina del narco exige una moraleja para legitimarse como contenido televisivo de 2022. Lori se enfrenta a la realidad de que su reinado dejó víctimas tanto a un nivel personal (su hijo creció con ambos padres en la cárcel) como social: Ottumwa conoció toda una generación de hijos huérfanos, desatendidos o traumatizados de por vida. Judy cuenta que su hijo es yonqui desde los 17 años. Lori y Tom son los únicos oriundos del pueblo que aparecen en la serie documental con la dentadura completa.
Pero para concluir, la producción necesita rematar con la última parada obligatoria en cualquier relato americano: la redención. “Esta es la historia de alguien que empezó con nada, que puso en marcha su propio negocio y que triunfó con él. Lori hizo muchas cosas malas, pero llegó lo más alto que se puede llegar en un negocio nuevo y en constante evolución”, asegura Tom Arnold, quien concluye que el verdadero sueño americano es “que puedas hacer lo que quieras y luego, cuando metes la pata, tengas una nueva oportunidad para redimirte”.
Hoy Lori trabaja conduciendo un montacargas en un almacén. “Sinceramente, estoy contenta con ser una persona normal. Tengo un trabajo duro, me paso de pie más de 10 horas al día. Formo parte del sindicato, tengo días de vacaciones. Tengo hasta un plan de pensiones. Salí de la cárcel, pero sigo cumpliendo una cadena perpetua”.
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